¡¡Va por vds.!!

Al
verse abandonada, cumplió tríadas cada año, con una aplicación ejemplar e
incomprensible. Ya sólo quedaba ella… ¡la hermosa Margarita!...empleó sus
mejores años en cosas de sacristía y los peores los entregó a la extrema
derecha local, que no se dignó (¿) a depositar ni una corona mortuoria en el
tanatorio…Ni una flor... ¡vergüenza!...
De
los 50 números de mi calle, el 25 lo ostentaba mi casa…de tal manera que
mirando a izquierda y derecha captaba en un plis-plas lo que se cocía…y no sólo
en sentido figurado.
Uno de los tontos del pueblo vivía en el
21…fue el primero en romper el fuego. Muerto el tonto, todos se reconocieron
expuestos. La muerte dejó de divertirse con las excentricidades de nuestro
vecino y decidió cortar por lo sano. Lo encontraron sin vida en el patio,
mientras echaba el grano las gallinas. Las gallinas le habían picoteado la cara
y, en especial los ojos…extraño cereal; una sincera sonrisa, como si hubiera recientemente
pronunciado: ¡tiita!...¡tiita! hizo
creer que se trataba de una broma de tonto…hasta que, con el pie, se
cercioraron de que llevaba muerto algunas horas y que no se trataba de una
tontería.
La iglesia se encargó de todo y le hizo
un servicio completo…¡gratis. Lo
enterraron en un nicho transitorio y al cabo de algunos años, cuando fueron a transportar
los huesos para su destino definitivo…seguía con su sonrisa de tonto…así que lo
dejaron donde estaba y colocaron un epitafio: “Aquí yace Juanico que se rie de la muerte”
La casa quedó vacía y fue, con los años,
ocupada por una familia moldava, cercana a la frontera con Rumania.
En el 17 vivía uno de los dos sastres de
la calle. Cojo del pie derecho que montaba sobre una plataforma de veinte centímetros.
Viudo y en permanente oscuridad…cuando cortaba un traje de colores claros una
desacostumbrada claridad salía a raudales por las ventanas y por la puerta,
tres escalones sobre el nivel de la calle. En su favor, sus dos hermosas hijas:
una, muda…pero igualmente hermosa, si no más, por ese motivo. Ambas se quedaron
para vestir santos, lo cual vimos como una lubricada consecuencia y muestra de
amor filial.
Ya mayores, desaparecieron y nunca más se
habló de ellas ni del sastre. No consiguieron echar raíces.
La casa estuvo vacía durante años, cuando
la compró una pareja ecuatoriana de la zona de Jipijapa.
Para el que vivía en el número 27, sastre
también, esa pérdida o desaparición no fue sentida de una manera profunda. Algo
diría, pero sin demasiada convicción. La verdad es que cortaba con más alegría
y luz…trazaba líneas azules y blancas a la vista de todos los que quisieran
ver. Dibujaba mangas y perneras con la soltura de quien se sabe único. Siempre
llevaba la cinta métrica sobre los hombros. Su mujer, costurera, remataba
ojales, cosía botones y, sobre todo, mostraba su belleza (¡todos en mi calle
éramos guapos!) a quien quisiera verla. Mi madre se empeñó en vestirme de
mafioso, (con un tres piezas de finas rayas verticales sobre un fondo azul celeste
(pero de un día de calor metálico))… ¡y lo consiguió!...El sastre se ajustó al
máximo a los deseos y presentimientos de mi madre.
Todo parecía ir bien. Sólo que querían
tener un hijo y éste no venía. Cuando todo parecía perdido, vino al mundo un
hermoso niño que, a los pocos meses, se descubrió con una insobornable y
furiosa afición a tocar la batería: al principio fueron cajas de cartón,
después botes de tomate en conserva y, por último un verdadera Silver Star VK
50S SKS Sky Blue Sparkle…como paso previo
al campo de lo profesional-profesional.
Un accidente de moto truncó tan
esperanzadora carrera y sumió al sastre en un absoluto olvido del mundo y de sí
mismo…y al vecindario en un silencio lleno de remordimientos.
Sastre y
costurera se trasladaron a la casa de la madre de ella y, allí, las
mujeres rezan, por el
alma sonora del deseado…mientras el
marido sigue los ritmos con las alas de su alma desquiciada. No sé qué será de
ellos. La casa fue cubierta con placas de hormigón…para que no se escapara ni
el más mínimo compás del infeliz que acabó su vida a lomos de una Rieju de 125
c.c.
En el número 31 vivía “el de los
muertos”…cada mes recorría el pueblo recordándonos la fugacidad de la vida y la
obligación de pagar la cuota del Ocaso.
Para nosotros, niños, “pagar el Ocaso” fue la primera figura poética. El
pionero, con el recuerdo de la brevedad de la vida, dejaba caer proposiciones
sicalípticas. Sólo cuando cambió el adjetivo recogió algunos frutos.
El primogénito heredó el metro cincuenta,
la propensión priápica (¿) y el talonario de los cupones. Se cambió al número
17 y la casa antigua la vendió a una familia magrebí.
Dueño del
moderno tanatorio (detrás de la casa número 25), donde acaban de velar a
la hermosa margarita… ¡la fascista!
El 17 no era propiamente una casa, era
una guarida de 2 x 6 al fondo de la cual, un remendón se entregaba con alegría
a la tarea de resucitar zapatos. De su boca llena de clavitos salían verdades
como puños: “Cada cual es cada quién”…”lo más seguro es que Quién sabe”…y sentencias
por el estilo. Pasaba, inútil decirlo, por la cabeza pensante de la calle.
Coleccionaba “La Codorniz” que dejaba, amontonadas, a disposición de los
clientes y, si se me permite, de los flâneurs,
que se paraban gustosos a cruzar profundidades con el oráculo. Un día
desapareció y a los pocos días echaron abajo el cuchitril que estuvo como solar,
rebosante de plantas de aceite de ricino, hasta que el primogénito del agente
del Ocaso edificó sobre las huellas del cuchitril y el insospechado patio
trasero, su hogar familiar.
En el 29 vivía una familia de polvoristas
que nos compraba las pieles de naranja para hacer sus experimentos. Fueron
famosos en toda la región gracias a la continuidad y seguridad de sus tracas de
Candelaria. De vez en cuando surgían por las ventanas extraños fogonazos y un
olor sulfuroso recorría la calle y volvía a introducirse por donde había
salido…Aparte de esas glorias anotaremos en su haber el viaje del orinal de la
familia. Fue un día de riada. El agua bajaba desde el río, entraba en las casa
y se llevaba lo que buena o malamente podía. En su casa entró mansa, elevó la bacinilla
y la sacó como un diminuto paso de semana santa…Llegó impasible, entre la
admiración del vecindario hasta la punta de la calle, donde torció a la derecha
y la perdimos de vista.
Con el tiempo montaron una gasolinera
que, actualmente, conducen los vástagos más recientes.
La casa está cerrada. Por fuera no
muestra los destrozos interiores.
La casa número 33 era un ventorrillo:
vino, cerveza, gaseosa, coñá, anís y
caracoles, patatas asadas o michirones…Sin deseos de renovación o sin capacidad
comercial, cerró en la época de los seiscientos, cuando el “desarrollismo”. Mi
padre se vio obligado a excursiones un poco más largas pero igualmente
productivas.
Más allá y más acá (de la fila de los
impares)… todo nebuloso. Sabía de una zapatería… de un bar de tapas modernas.
Alguien a quien llamábamos “Go’hlà” (no sé cómo escribirlo) vivía en uno de los
extremos. Pasaba más de medio año en Suiza y cada vez que volvía lo hacía con
un coche diferente…todos deportivos, y, a veces, con mujeres. Lucía pantalones
de cintura y cadera estrechas y pata de plantígrado. Bailaba a la última y
gustaba de ciertas expresiones francesas que dejaba caer como colillas. Por mí,
que era un niño, sentía cierto aprecio y, tengo para mí, que quería inculcarme
el gusto por la aventura y el desprecio por estos miserables cincuenta números.
No sé qué fue de él. Era alto y guapo (como todos los de la calle).
Para equilibrar la calle, en el otro
extremo, vivía el “Tibiques”, albañil, alto como un ciprés…era el rival del
“Go’hlà”…se ignoraban amablemente y rivalizaban en fanfarronadas y en simpatía…
¡guapo! (como todos los de la calle). De éste sé que murió de cirrosis.
De sus casas no sé qué se ha hecho.
El número 25, la nuestra, era todo una
complicación. En la planta baja, una ruina de la que sacabas capazos de tierra
cada mañana, vivía otro zapatero…el único feo de la calle…un Charles Laughton
de belfo hipertrofiado y de una gordura deformada por horas y horas de
banqueta. Todo olía a cuero y tinturas y se respiraba intranquilidad porque mi
madre quería que se marcharan (eran de un pueblo vecino…tampoco echaron raíces)
y él esgrimía sus derechos por escrito. A mi madre los escritos no le decían
nada…sólo los gritos. Un día, cogió el yunque, las hormas y varios sacos de
material y desapareció…dejándonos a deber varios meses de alquiler, lo que a mi
madre sumió en la desesperación que compartió con toda la calle. La deuda no
daría ni para tomarte un plato de michirones con una botella de vino…Pero así
eran las cosas.
El piso de arriba, la parte noble (una
habitación embaldosada y adornada con un tresillo esquelético) la ocupaba el
practicante del pueblo. Nosotros, cuando estábamos, ocupábamos las otras tres
habitaciones y la cocina. Respecto al váter estábamos a merced del zapatero. Te
levantabas y te encontrabas con una fila de, sobre todo, mujeres, que iban a
ponerse inyecciones o a saber qué. El practicante acabó en una silla de ruedas
antes de echar raíces en el cementerio del pueblo.
Una vez en posesión de toda la casa
vinieron los problemas. Pero como dios aprieta, pero no ahoga, le tocó la
lotería a mi padre y, tras pegarle un suculento pellizco para sus aficiones,
dejó algo para el arreglo: Se cegó el misterioso pozo. Se echó abajo la
acogedora chimenea. Se igualaron hornacinas. Se sustituyeron las frágiles y
delicadas puertas de cristaleras y se dejó todo a la altura de las
exigencias de los nacientes años 70.
Las impares daban por la parte de atrás a
lo que llamábamos “el merancho”, un reguero de aguas turbias donde las cañas
brotaban de un día para otro y las ratas anidaban por derecho propio. El campo
de fútbol limitaba con esa franja dudosa. Para los enfrentamientos salíamos
vestidos (los de los impares) a través de los cañaverales. Y ya empezábamos los
partidos con más heridas que los visitantes al finalizar el encuentro.
La casa quedó vacía tras la muerte de la
viuda y la dispersión de los descendientes. Está a la venta y ni dios se
interesa por ella.
Frente al número 25, estaba el 26. Allí
vivió y murió Margarita…La más joven y hermosa de las antiguas. Agotó y agostó
su tiempo esperando no sé qué. Tampoco sé
lo que le unía a los de la casa 28… ¿lazos familiares?
Los del 28 tenían la única tienda del
pueblo que tenía un verdadero escaparate que, incluso, se encendía por las
noches. Vendían ropa; pero también regalos, juguetes…Entrabas y sonaba una
campanilla delicada y daba gusto entrar por el sonido. La noche de reyes era el
centro del pueblo: las mujeres salían con espadas de romano (de plástico)… con
pistolas que disparaban un tapón… pistolas de agua…y algunos juguetes más complicados que
contenían mecanismos inalcanzables. Sus cuotas eran tan fijas como las del
Ocaso.
Ambos conyugues perdieron la cabeza al
mismo tiempo y todo se sumió en un caos que duró hasta que los hijos
decidieron, antes de la ruina completa,
poner fin a la aventura comercial, derruir la casa y construir otra con
portero eléctrico.
El 24 la ocupaba Rita y su marido
(siempre pensé que era su padre). La señora Rita era modista y allí me
refugiaba cuando mi madre no estaba en casa. Era una casa “señorial”, con
espacios adecuados para cada quehacer. No como las otras en donde todo se hacía
en cualquier sitio. Cuarto de coser…cuarto de estar…comedor…etc…etc…
El marido (¿) tendría, cuando yo tenía 4
ó 5 años, unos 90 años. Alto como un San Juan, delgado y huesudo como un junco.
Tenía las manos enormes y la cabeza (cara incluida) parecía provenir
directamente de la tumba (a donde volvería de un momento a otro). Leía, sentado
en el portal de la casa 25, novelas de Marcial Lafuente Estefanía…una tras
otra…y sus dedos de sarmiento se crispaban según la lógica del gatillo. Sentado en el portal de la casa revivía de
forma vívida los desiertos de Arizona, las peleas de Saloon y se limpiaba con
el dorso de la mano cada vez que los personajes se pimplaban un lingotazo de güisqui.
Me daba miedo. Se rumoreaba no sé qué
cosas de la guerra y que él había hecho no sé qué… A veces me contaba, con voz
de ultratumba, cosas de cuando él era pequeño y de sus padres y de su
abuelo…¡nunca de la guerra! Echemos cuentas: Era el año (pongamos) 1957…él
tendría 90. Nacería en 1867 (pongamos)…su padre nacería en 1830 (pongamos)…Su
abuelo, en 1800 (¡¡)
O sea que yo, si llegara a esa provecta
edad y hablara con un niño de 5 años (sería el año 2035) podría contarle, de
primera mano, cosas de 1800 (¡¡)…¡Bárbaro!...
La casa sigue siendo habitada por los
descendientes: hija, separada de un chuleta devenido paralítico; nieto,
sidótico y bisnieto, con pérdida de masa cerebral…¡Todo un repertorio de los
males de nuestro tiempo!
La casa 22 era de la carnicera:
morcillas, longaniza y mondongos…La carne más delicada era por encargo. Cuando
había cordero lo colgaba en un garfio que para tal efecto había colocado a un
lado de la puerta de entrada. Las tertulias en las noches de verano se hacían
bajo sus efluvios alimenticios.
Una vez al año hacía matanza: los gritos
del cochino empezaban el día anterior. Si alguien ha oído gritar
premonitoriamente a un cerdo no lo olvida nunca. Se le inmovilizaba atándole
los pies y las manos. Se le acostaba en un banco y sin preámbulos ni piedad, se
le clavaba un estilete en la yugular. La sangre llegaba a la fachada de
enfrente. Humeaba. Cuando se había recogido hasta la última gota, se
chamuscaba. Se hervía agua y se le echaba por encima y se frotaba con piedra
pómez para limpiarlo bien. Y después venía la verdadera carnicería. Se le
colgaba por las patas en el garfio del cordero y se le sajaba el vientre con
delicadez de cirujano. Sus interiores se precipitaban hacia el exterior con
prisa, como empujándose. Se desechaban y
se procedía al despiece. Orejas, rabo, careta y algo de magro eran consumidos
en el acto por la vecindad que ponía, por su parte, el pan y el vino.
El carnicero murió de triquinosis y su
mujer mantuvo el negocio abierto hasta que su hija hubo crecido y tomado
esposo. Aprovechó la ceremonia de la boda para echar el cierre. Los novios se
hicieron una foto ante los restos de un cordero que no había dios que lo
adquiriera. Sirvió para el consomé.
La casa está ocupada por otra familia de
ecuatorianos, también de Jipijapa.
La número 30 la ocupaba la familia del
“Bombas” y la 28 por la del “Rayos”… ¡Zona peligrosa!...El azar (¿) hizo que se
juntaran en ese rincón dos meteoros complementarios, pero absolutamente
incompatibles con el resto. El “Bombas” hijo sintió la tirada del nombre y
engordó de forma grandiosa e incomprensible. El “Rayos”, hizo carrera en los
cuerpos especiales de la Policía Nacional, de actuación rápida.
Más allá, casi en límite de lo
desconocido, en el número 32, tenía tienda “La Francesa”, vendía de todo: un
verdadero “ultramarinos”…antecesor de los supermercados. Fiaba según el estado
de ánimo. Así que la desazón era continua. No sabías que día ibas a merendar o
te quedarías a dos velas. Por lo demás, de francés ¡nada!...Quizás alguien de
la familia hiciera la vendimia en Montpellier…También servían vasos de vino
acompañados de sus buenas lonchas de morcón o caracolillos blancos. Cuando
entrabas parecía que había granizado.
El verdadero bar era el número 34, ya
haciendo esquina con otra calle. Allí
llegó el primer cargamento de güisqui y se sirvieron los primeros combinados.
El “Caporro”, no fumaba, mascaba puros y los restos de la trituración caían en
cualquier recipiente: “¡es canela!”, decía el muy bribón.
En Semana Santa, cuando se sacaban los
santos por las calles y la gente se descolgaba desde los balcones con lamentos
“a capella”, y mientras los municipales, con escobas empalmadas, intentaban
apartar los cables de la luz para dejar paso al Crucificado (y evitar así que
los porteadores quedaran chamuscados como los puros del “Caporro”) los
portadores hacían tiempo, echándose al coleto una arroba de vino a cuenta de la
cofradía. La continuación estaba llena de incertidumbre e interrumpida
continuamente con “Uuuy”…”¡Cuidado!”…”¡Borrachos!
”¡Qué poco respeto!”…pero ganaba en
dramatismo y en expresividad…Y las saetas se clavaba de verdad en los corazones
de los moradores de la calle.
La casa número 18 era de una sólo planta,
pequeña…descuidada…siempre con olor a moho. Era el local de la CNS. Había
escupideras por todas partes. Allí se jugaba fuerte: Brisca a peseta la
partida. Y a la “Garrafina” a 10
céntimos el pase y a no sé cuanto la partida. De ahí salían ruidos secos como de
bulerías de Jerez, pero con ritmo de pistoleros. En el patio crecía el aceite
de ricino y un solitario palo santo (para guardar las apariencias). En la
fachada, las caras en negativo de los innombrables. Allí se hizo el velatorio
de mi abuelo y allí desfilé yo (de tres años) ante el cadáver y las sonrisas
benevolentes de la trajeada, con chaquetas cruzadas, guardia de franco en
pleno.
La casa fue adquirida por gente venida de
los suburbios de Bucarest.
La 16 fue clave en el desarrollo del
pueblo. Fue ejemplo a imitar (y se imitó). Derribaron una casa que siempre vi
deshabitada y construyeron un edificio de planta baja y tres pisos…¡¡Los
setenta!!...La planta baja…¡eso sí que era una
tienda!...Fluorescentes…escaparates…espejos.
Chicas guapas que te atendían…
¡En fín!...la construcción de ese edificio
dio la puntilla a la calle del Caudillo, ahora, Pérez Reverte, de Beniel.
Murcia.
Tras la muerte de Margarita…¡La
Fascista!...ya no queda nadie que recuerde los años de la guerra pasada y los
años que siguieron.
19 de junio 2013
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