miércoles, 25 de diciembre de 2013

mi calle



¡¡Va por vds.!!





 Al verse abandonada, cumplió tríadas cada año, con una aplicación ejemplar e incomprensible. Ya sólo quedaba ella… ¡la hermosa Margarita!...empleó sus mejores años en cosas de sacristía y los peores los entregó a la extrema derecha local, que no se dignó (¿) a depositar ni una corona mortuoria en el tanatorio…Ni una flor... ¡vergüenza!...

De los 50 números de mi calle, el 25 lo ostentaba mi casa…de tal manera que mirando a izquierda y derecha captaba en un plis-plas lo que se cocía…y no sólo en sentido figurado.
Uno de los tontos del pueblo vivía en el 21…fue el primero en romper el fuego. Muerto el tonto, todos se reconocieron expuestos. La muerte dejó de divertirse con las excentricidades de nuestro vecino y decidió cortar por lo sano. Lo encontraron sin vida en el patio, mientras echaba el grano las gallinas. Las gallinas le habían picoteado la cara y, en especial los ojos…extraño cereal; una sincera sonrisa, como si hubiera recientemente pronunciado: ¡tiita!...¡tiita!  hizo creer que se trataba de una broma de tonto…hasta que, con el pie, se cercioraron de que llevaba muerto algunas horas y que no se trataba de una tontería.
La iglesia se encargó de todo y le hizo un  servicio completo…¡gratis. Lo enterraron en un nicho transitorio y al cabo de algunos años, cuando fueron a transportar los huesos para su destino definitivo…seguía con su sonrisa de tonto…así que lo dejaron donde estaba y colocaron un epitafio: “Aquí yace Juanico que se rie de la muerte”
La casa quedó vacía y fue, con los años, ocupada por una familia moldava, cercana a la frontera con Rumania.

En el 17 vivía uno de los dos sastres de la calle. Cojo del pie derecho que montaba sobre una plataforma de veinte centímetros. Viudo y en permanente oscuridad…cuando cortaba un traje de colores claros una desacostumbrada claridad salía a raudales por las ventanas y por la puerta, tres escalones sobre el nivel de la calle. En su favor, sus dos hermosas hijas: una, muda…pero igualmente hermosa, si no más, por ese motivo. Ambas se quedaron para vestir santos, lo cual vimos como una lubricada consecuencia y muestra de amor filial.
Ya mayores, desaparecieron y nunca más se habló de ellas ni del sastre. No consiguieron echar raíces.
La casa estuvo vacía durante años, cuando la compró una pareja ecuatoriana de la zona de Jipijapa.

Para el que vivía en el número 27, sastre también, esa pérdida o desaparición no fue sentida de una manera profunda. Algo diría, pero sin demasiada convicción. La verdad es que cortaba con más alegría y luz…trazaba líneas azules y blancas a la vista de todos los que quisieran ver. Dibujaba mangas y perneras con la soltura de quien se sabe único. Siempre llevaba la cinta métrica sobre los hombros. Su mujer, costurera, remataba ojales, cosía botones y, sobre todo, mostraba su belleza (¡todos en mi calle éramos guapos!) a quien quisiera verla. Mi madre se empeñó en vestirme de mafioso, (con un tres piezas de finas rayas verticales sobre un fondo azul celeste (pero de un día de calor metálico))… ¡y lo consiguió!...El sastre se ajustó al máximo a los deseos y presentimientos de mi madre.
Todo parecía ir bien. Sólo que querían tener un hijo y éste no venía. Cuando todo parecía perdido, vino al mundo un hermoso niño que, a los pocos meses, se descubrió con una insobornable y furiosa afición a tocar la batería: al principio fueron cajas de cartón, después botes de tomate en conserva y, por último un verdadera Silver Star VK 50S  SKS Sky Blue Sparkle…como paso previo al campo de lo profesional-profesional.
Un accidente de moto truncó tan esperanzadora carrera y sumió al sastre en un absoluto olvido del mundo y de sí mismo…y al vecindario en un silencio lleno de remordimientos.
Sastre y  costurera se trasladaron a la casa de la madre de ella y, allí, las mujeres rezan, por el
alma sonora del deseado…mientras el marido sigue los ritmos con las alas de su alma desquiciada. No sé qué será de ellos. La casa fue cubierta con placas de hormigón…para que no se escapara ni el más mínimo compás del infeliz que acabó su vida a lomos de una Rieju de 125 c.c.

En el número 31 vivía “el de los muertos”…cada mes recorría el pueblo recordándonos la fugacidad de la vida y la obligación de pagar la cuota del Ocaso.  Para nosotros, niños, “pagar el Ocaso” fue la primera figura poética. El pionero, con el recuerdo de la brevedad de la vida, dejaba caer proposiciones sicalípticas.  Sólo cuando  cambió el adjetivo recogió algunos frutos.
El primogénito heredó el metro cincuenta, la propensión priápica (¿) y el talonario de los cupones. Se cambió al número 17 y la casa antigua la vendió a una familia magrebí.
Dueño del  moderno tanatorio (detrás de la casa número 25), donde acaban de velar a la hermosa margarita… ¡la fascista!

El 17 no era propiamente una casa, era una guarida de 2 x 6 al fondo de la cual, un remendón se entregaba con alegría a la tarea de resucitar zapatos. De su boca llena de clavitos salían verdades como puños: “Cada cual es cada quién”…”lo más seguro es que Quién sabe”…y sentencias por el estilo. Pasaba, inútil decirlo, por la cabeza pensante de la calle. Coleccionaba “La Codorniz” que dejaba, amontonadas, a disposición de los clientes y, si se me permite, de los flâneurs, que se paraban gustosos a cruzar profundidades con el oráculo. Un día desapareció y a los pocos días echaron abajo el cuchitril que estuvo como solar, rebosante de plantas de aceite de ricino, hasta que el primogénito del agente del Ocaso edificó sobre las huellas del cuchitril y el insospechado patio trasero, su hogar familiar.

En el 29 vivía una familia de polvoristas que nos compraba las pieles de naranja para hacer sus experimentos. Fueron famosos en toda la región gracias a la continuidad y seguridad de sus tracas de Candelaria. De vez en cuando surgían por las ventanas extraños fogonazos y un olor sulfuroso recorría la calle y volvía a introducirse por donde había salido…Aparte de esas glorias anotaremos en su haber el viaje del orinal de la familia. Fue un día de riada. El agua bajaba desde el río, entraba en las casa y se llevaba lo que buena o malamente podía. En su casa entró mansa, elevó la bacinilla y la sacó como un diminuto paso de semana santa…Llegó impasible, entre la admiración del vecindario hasta la punta de la calle, donde torció a la derecha y la perdimos de vista.
Con el tiempo montaron una gasolinera que, actualmente, conducen los vástagos más recientes.
La casa está cerrada. Por fuera no muestra los destrozos interiores.

La casa número 33 era un ventorrillo: vino, cerveza, gaseosa, coñá, anís  y caracoles, patatas asadas o michirones…Sin deseos de renovación o sin capacidad comercial, cerró en la época de los seiscientos, cuando el “desarrollismo”. Mi padre se vio obligado a excursiones un poco más largas pero igualmente productivas.

Más allá y más acá (de la fila de los impares)… todo nebuloso. Sabía de una zapatería… de un bar de tapas modernas. Alguien a quien llamábamos “Go’hlà” (no sé cómo escribirlo) vivía en uno de los extremos. Pasaba más de medio año en Suiza y cada vez que volvía lo hacía con un coche diferente…todos deportivos, y, a veces, con mujeres. Lucía pantalones de cintura y cadera estrechas y pata de plantígrado. Bailaba a la última y gustaba de ciertas expresiones francesas que dejaba caer como colillas. Por mí, que era un niño, sentía cierto aprecio y, tengo para mí, que quería inculcarme el gusto por la aventura y el desprecio por estos miserables cincuenta números. No sé qué fue de él. Era alto y guapo (como todos los de la calle).
Para equilibrar la calle, en el otro extremo, vivía el “Tibiques”, albañil, alto como un ciprés…era el rival del “Go’hlà”…se ignoraban amablemente y rivalizaban en fanfarronadas y en simpatía… ¡guapo! (como todos los de la calle). De éste sé que murió de cirrosis.
De sus casas no sé qué se ha hecho.

El número 25, la nuestra, era todo una complicación. En la planta baja, una ruina de la que sacabas capazos de tierra cada mañana, vivía otro zapatero…el único feo de la calle…un Charles Laughton de belfo hipertrofiado y de una gordura deformada por horas y horas de banqueta. Todo olía a cuero y tinturas y se respiraba intranquilidad porque mi madre quería que se marcharan (eran de un pueblo vecino…tampoco echaron raíces) y él esgrimía sus derechos por escrito. A mi madre los escritos no le decían nada…sólo los gritos. Un día, cogió el yunque, las hormas y varios sacos de material y desapareció…dejándonos a deber varios meses de alquiler, lo que a mi madre sumió en la desesperación que compartió con toda la calle. La deuda no daría ni para tomarte un plato de michirones con una botella de vino…Pero así eran las cosas.
El piso de arriba, la parte noble (una habitación embaldosada y adornada con un tresillo esquelético) la ocupaba el practicante del pueblo. Nosotros, cuando estábamos, ocupábamos las otras tres habitaciones y la cocina. Respecto al váter estábamos a merced del zapatero. Te levantabas y te encontrabas con una fila de, sobre todo, mujeres, que iban a ponerse inyecciones o a saber qué. El practicante acabó en una silla de ruedas antes de echar raíces en el cementerio del pueblo.
Una vez en posesión de toda la casa vinieron los problemas. Pero como dios aprieta, pero no ahoga, le tocó la lotería a mi padre y, tras pegarle un suculento pellizco para sus aficiones, dejó algo para el arreglo: Se cegó el misterioso pozo. Se echó abajo la acogedora chimenea. Se igualaron hornacinas. Se sustituyeron las frágiles y delicadas puertas de cristaleras y se dejó todo a la altura de las exigencias  de los nacientes años 70.

Las impares daban por la parte de atrás a lo que llamábamos “el merancho”, un reguero de aguas turbias donde las cañas brotaban de un día para otro y las ratas anidaban por derecho propio. El campo de fútbol limitaba con esa franja dudosa. Para los enfrentamientos salíamos vestidos (los de los impares) a través de los cañaverales. Y ya empezábamos los partidos con más heridas que los visitantes al finalizar el encuentro.
La casa quedó vacía tras la muerte de la viuda y la dispersión de los descendientes. Está a la venta y ni dios se interesa por ella.

Frente al número 25, estaba el 26. Allí vivió y murió Margarita…La más joven y hermosa de las antiguas. Agotó y agostó su tiempo esperando no sé qué. Tampoco sé  lo que le unía a los de la casa 28… ¿lazos familiares?

Los del 28 tenían la única tienda del pueblo que tenía un verdadero escaparate que, incluso, se encendía por las noches. Vendían ropa; pero también regalos, juguetes…Entrabas y sonaba una campanilla delicada y daba gusto entrar por el sonido. La noche de reyes era el centro del pueblo: las mujeres salían con espadas de romano (de plástico)… con pistolas que disparaban un tapón… pistolas de agua…y  algunos juguetes más complicados que contenían mecanismos inalcanzables. Sus cuotas eran tan fijas como las del Ocaso.
Ambos conyugues perdieron la cabeza al mismo tiempo y todo se sumió en un caos que duró hasta que los hijos decidieron, antes de la ruina completa,  poner fin a la aventura comercial, derruir la casa y construir otra con portero eléctrico.

El 24 la ocupaba Rita y su marido (siempre pensé que era su padre). La señora Rita era modista y allí me refugiaba cuando mi madre no estaba en casa. Era una casa “señorial”, con espacios adecuados para cada quehacer. No como las otras en donde todo se hacía en cualquier sitio. Cuarto de coser…cuarto de estar…comedor…etc…etc…
El marido (¿) tendría, cuando yo tenía 4 ó 5 años, unos 90 años. Alto como un San Juan, delgado y huesudo como un junco. Tenía las manos enormes y la cabeza (cara incluida) parecía provenir directamente de la tumba (a donde volvería de un momento a otro). Leía, sentado en el portal de la casa 25, novelas de Marcial Lafuente Estefanía…una tras otra…y sus dedos de sarmiento se crispaban según la lógica del gatillo.  Sentado en el portal de la casa revivía de forma vívida los desiertos de Arizona, las peleas de Saloon y se limpiaba con el dorso de la mano cada vez que los personajes se pimplaban un lingotazo de güisqui.
Me daba miedo. Se rumoreaba no sé qué cosas de la guerra y que él había hecho no sé qué… A veces me contaba, con voz de ultratumba, cosas de cuando él era pequeño y de sus padres y de su abuelo…¡nunca de la guerra! Echemos cuentas: Era el año (pongamos) 1957…él tendría 90. Nacería en 1867 (pongamos)…su padre nacería en 1830 (pongamos)…Su abuelo, en 1800 (¡¡)
O sea que yo, si llegara a esa provecta edad y hablara con un niño de 5 años (sería el año 2035) podría contarle, de primera mano, cosas de 1800 (¡¡)…¡Bárbaro!...
La casa sigue siendo habitada por los descendientes: hija, separada de un chuleta devenido paralítico; nieto, sidótico y bisnieto, con pérdida de masa cerebral…¡Todo un repertorio de los males de nuestro tiempo!

La casa 22 era de la carnicera: morcillas, longaniza y mondongos…La carne más delicada era por encargo. Cuando había cordero lo colgaba en un garfio que para tal efecto había colocado a un lado de la puerta de entrada. Las tertulias en las noches de verano se hacían bajo sus efluvios alimenticios.
Una vez al año hacía matanza: los gritos del cochino empezaban el día anterior. Si alguien ha oído gritar premonitoriamente a un cerdo no lo olvida nunca. Se le inmovilizaba atándole los pies y las manos. Se le acostaba en un banco y sin preámbulos ni piedad, se le clavaba un estilete en la yugular. La sangre llegaba a la fachada de enfrente. Humeaba. Cuando se había recogido hasta la última gota, se chamuscaba. Se hervía agua y se le echaba por encima y se frotaba con piedra pómez para limpiarlo bien. Y después venía la verdadera carnicería. Se le colgaba por las patas en el garfio del cordero y se le sajaba el vientre con delicadez de cirujano. Sus interiores se precipitaban hacia el exterior con prisa, como empujándose. Se desechaban  y se procedía al despiece. Orejas, rabo, careta y algo de magro eran consumidos en el acto por la vecindad que ponía, por su parte, el pan y el vino.
El carnicero murió de triquinosis y su mujer mantuvo el negocio abierto hasta que su hija hubo crecido y tomado esposo. Aprovechó la ceremonia de la boda para echar el cierre. Los novios se hicieron una foto ante los restos de un cordero que no había dios que lo adquiriera. Sirvió para el consomé.
La casa está ocupada por otra familia de ecuatorianos, también de Jipijapa.

La número 30 la ocupaba la familia del “Bombas” y la 28 por la del “Rayos”… ¡Zona peligrosa!...El azar (¿) hizo que se juntaran en ese rincón dos meteoros complementarios, pero absolutamente incompatibles con el resto. El “Bombas” hijo sintió la tirada del nombre y engordó de forma grandiosa e incomprensible. El “Rayos”, hizo carrera en los cuerpos especiales de la Policía Nacional, de actuación rápida.

Más allá, casi en límite de lo desconocido, en el número 32, tenía tienda “La Francesa”, vendía de todo: un verdadero “ultramarinos”…antecesor de los supermercados. Fiaba según el estado de ánimo. Así que la desazón era continua. No sabías que día ibas a merendar o te quedarías a dos velas. Por lo demás, de francés ¡nada!...Quizás alguien de la familia hiciera la vendimia en Montpellier…También servían vasos de vino acompañados de sus buenas lonchas de morcón o caracolillos blancos. Cuando entrabas parecía que había granizado.

El verdadero bar era el número 34, ya haciendo esquina con otra calle.  Allí llegó el primer cargamento de güisqui y se sirvieron los primeros combinados. El “Caporro”, no fumaba, mascaba puros y los restos de la trituración caían en cualquier recipiente: “¡es canela!”, decía el muy bribón.
En Semana Santa, cuando se sacaban los santos por las calles y la gente se descolgaba desde los balcones con lamentos “a capella”, y mientras los municipales, con escobas empalmadas, intentaban apartar los cables de la luz para dejar paso al Crucificado (y evitar así que los porteadores quedaran chamuscados como los puros del “Caporro”) los portadores hacían tiempo, echándose al coleto una arroba de vino a cuenta de la cofradía. La continuación estaba llena de incertidumbre e interrumpida continuamente con “Uuuy”…”¡Cuidado!”…”¡Borrachos!
”¡Qué poco respeto!”…pero ganaba en dramatismo y en expresividad…Y las saetas se clavaba de verdad en los corazones de los moradores de la calle.

La casa número 18 era de una sólo planta, pequeña…descuidada…siempre con olor a moho. Era el local de la CNS. Había escupideras por todas partes. Allí se jugaba fuerte: Brisca a peseta la partida.  Y a la “Garrafina” a 10 céntimos el pase y a no sé cuanto la partida. De ahí salían ruidos secos como de bulerías de Jerez, pero con ritmo de pistoleros. En el patio crecía el aceite de ricino y un solitario palo santo (para guardar las apariencias). En la fachada, las caras en negativo de los innombrables. Allí se hizo el velatorio de mi abuelo y allí desfilé yo (de tres años) ante el cadáver y las sonrisas benevolentes de la trajeada, con chaquetas cruzadas, guardia de franco en pleno.
La casa fue adquirida por gente venida de los suburbios de Bucarest.

La 16 fue clave en el desarrollo del pueblo. Fue ejemplo a imitar (y se imitó). Derribaron una casa que siempre vi deshabitada y construyeron un edificio de planta baja y tres pisos…¡¡Los setenta!!...La planta baja…¡eso sí que era una tienda!...Fluorescentes…escaparates…espejos.
Chicas guapas que te atendían…
¡En fín!...la construcción de ese edificio dio la puntilla a la calle del Caudillo, ahora, Pérez Reverte, de Beniel. Murcia.

Tras la muerte de Margarita…¡La Fascista!...ya no queda nadie que recuerde los años de la guerra pasada y los años que siguieron.

19 de junio 2013











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