Toda persona decente tiene su cirineo. Yo no tenía ninguno…exceptuando los destilados…¡que fueron también mi cruz!
Lo primero que hice aquella infausta mañana de comienzos de octubre de 1976 fue un trueque: unas monedas por un vaso de orujo. Sentí la llamada irrefrenable del aguardiente antes de la hora acostumbrada. Y cuando uno empieza a pimplar antes de la hora acostumbrada el día se presenta tan cargado de acontecimientos, como el Serengueti de animales salvajes. Una copa es ninguna, así que pedí otra. Y un croissant. Y otra para despegar los restos del cielo del paladar.
Empezaba la clase, ¡la primera!, a las 9 y eran las 9’05. Pillé un taxi que me depositó a las puertas de la más grande institución del saber de la pequeña ciudad de provincias. Crucé el claustro como un ñu y antes de llegar a la cima, tropecé en el último escalón. Las gafas se hicieron migas, me destrocé la nariz y, de paso, arruiné el traje de lino color crudo. No había manera de parar la hemorragia: lo intenté con la mano, con unos apuntes que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y, finalmente, con la chaqueta misma. Y así, de esta guisa, irrumpí en el aula que hubiera debido ser mi segunda casa (en realidad la única, como verán) durante, al menos un curso escolar.
La clientela se quedó pasmada. Eran los días más duros del final de la dictadura, aquellos en los que el río tumultuoso de la tiranía intentaba desembocar en el mar tranquilo de la democracia. Incidentes cruentos estaban a la orden del día.
Una joven me ofreció unos clínex que olían a violetas. Un estudiante repugnante impedía por todos los medios que me viniera abajo. Y todos, en general, mostraban su condolencia. Pasó la sorpresa inicial y ocupó su lugar la expectación.
Se me había “contratado” como “ayudante de departamento” para hacerme cargo de la “Introducción a la Lógica simbólica I” e “Introducción a la Lógica simbólica II” de primero y segundo de Filosofía: 4 horas a la semana. Durante ese periodo debería pensar un tema al que dedicar cuatro años de mi vida futura y, así, asegurarme un contrato.
Todavía asistido por el estudiante repugnante, subí al estrado y desde allí, como superviviente de una mañana de “cristales rotos”, balbuceé:
--En estas condiciones no puedo impartir docencia.
No había hecho más que constatar un hecho. Un atronador aplauso llenó la vetusta sala. Estimulado, continué:
--Si la lógica es lógica (cosa que habría que demostrar): lo que mal empieza mal acaba. Y me temo que ha empezado mal. El orujo se hacía notar sobre el fondo de una pérdida generalizada de fuerza vital. El repugnante me sostenía como un trofeo. Como cuando se gana la copa de Europa. Permítanme que me retire. El curso empezará la semana próxima. Antes tengo que poner orden y tomar…ciertas decisiones.
Salí dando un glorioso traspiés. Un murmullo de indignación que rápidamente se convirtió en proclama democrática, casi revolucionaria, me dio aire y precipitó mi salida.
De entre la inmensa oferta inmobiliaria había elegido un piso (principal) que no logré colonizar por completo. La parte de atrás, que daba al patio de luces (¡¡) me era completamente desconocida. De la primera visita me quedó una imagen amenazadora y lúgubre. La habitación, con lavabo incorporado, que daba a Cetina, tenía un balcón. El contenido: Un somier, sin cama ni colchón, reforzado con un palo de fregona y cubierto de papeles. Una caja grande, de frigorífico, servía de armario. Y Una mesa de aluminio con dos sillas del mismo material, sustraídas una noche de borrachera. Los libros, por el suelo. Para la ducha y demás, estaban los bares, los conocidos y las eventuales relaciones.
La puerta no cerró jamás. En el hueco de la escalera habitaba “Diógenes”, recogedor de cartones, que me surtía de tan preciado bien.
Era evidente la provisionalidad y la premura.
En cuanto perdí de vista el centro irradiador de sabiduría, me lancé a un bar. El camarero echó, por instinto, mano al mazo y ya estaba a punto de saltar la barra, cuando pude articular:
--He sido víctima de una cobarde agresión. Permítame adecentarme en el lavabo y póngame un vaso de orujo para templar los nervios.
La sangre había hecho costra sobre la nariz y alrededores. La camisa lucía inquietante. La chaqueta parecía la de un torero temerario y los pantalones empezaban a enrojecer por las rodillas. Me soplé el vaso de aguardiente y pedí otro.
--¿Quiere que llame a la policía? Los propietarios siempre tan dispuestos.
--¡Olvídelo, jefe!
Salí a la calle. El calor todavía era fuerte. Así que a la costra se unía el sudor que naciendo límpido en la frente, se volvía rojo tras su paso por el apéndice nasal. Mi cara parecía la cuenca del Misisipí. Y mi camisa el Golfo de Méjico.
--¿Me equivoco o eres Kino?
He ahí una disyunción exclusiva: no pueden ser las dos proposiciones verdaderas a la vez. Ni falsas. No se equivocaba. Ni yo tampoco: tenía ante mí al capullo más grande que me ha sido dado conocer. Aún sin gafas, por el olor, lo reconocí. Un olor rancio, a grasa echada a perder.
--Admiro tu sagacidad.
--Pareces un cochino a medio degollar.
Lo que decía: la sutileza, la amabilidad, la oportunidad…
--Lo intenté con la oreja, pero me tembló el pulso.
--Bueno, bueno y bueno… ¡quién te ha visto y quién te ve!
--¡Tú!
--¿Qué es de tu vida?... aparte de intentar descuartizarte.
Lucía un moreno “Mar Menor”, pantalón de raya y camisa blanca de manga corta. Cinturón de cuero marrón. Zapatos-mocasines y, supongo, calcetines negros tipo ejecutivo, de esos que cortan la circulación de la sangre.
--¿Puedes invitarme a una ducha?
--¿Y eso?
El único problema eran los pantalones, como funda de barril de brandi: anchos y cortos. Por lo demás, recuperé la presencia.
--Pues yo acabé derecho en Valencia y, ahora trabajo en el bufete de mi padre.
--Yo sigo dando tumbos…
--¡Eso es evidente!
--¿No tienes nada de beber?...que no sea agua. Añado la apostilla para evitar oírla de su boca.
--Lo siento, ni bebo ni fumo, se acabó…
Se acabó ¿qué? El pobre imbécil nunca empezó nada…aunque siempre lo acababa todo. La única vez que lo vi soplar fue un Martini blanco con una oliva rellena y no paró de reír en toda la tarde. Lanzaba exclamaciones propias de beodo, saludaba a todo el mundo de manera chabacana…hasta que un transeúnte le arreó una bofetada que le dejó marcados los dedos: como si se hubiera quedado dormido 12 horas bajo el sol del Mar Menor con la mano abierta en la mejilla.
--Bueno, pues, gracias por la ducha y por la ropa.
Metí la ropa ensangrentada en una bolsa de basura y salí como salen los asesinos después de haber descuartizado a su víctima.
Parecía una barca con las velas infladas por los vientos del infortunio.
La “hora del ángelus” había pasado y los ciudadanos se apresuraban para el aperitivo. Así es en provincias: el aperitivo corta el día en dos: la primera, discretamente febril y expectante. La segunda, de un aburrimiento mortal y resignado. Y el corte ha de ser limpio, a menos que se quiera pasar por un ser anacrónico y paradójico o, directamente, un “sin techo”…Lo cual no era, exactamente, mi caso.
Naturalmente que tenía intención de llegar a mi “casa” y hacia allí me dirigía. Pero no se puede ir contracorriente de una forma tan desafiante y desaliñada; así que yo también entré en un bar. Me acodé en la barra, de perfil, y pedí una cerveza y un huevo duro (había sentido ese hambre repentina que asalta de vez en cuando a los borrachos y que se sacia con algo redondo, compacto y autosuficiente). Cerré con un carajillo y un cigarro. Por las voces, por alguna presencia cercana y por la rechifla general, constaté que el bar estaba lleno de estudiantes. Olí a violetas.
Había olvidado por completo mi aspecto y el contenido sangriento de la bolsa.
--¿No parece aquel chiflado el de esta mañana?
--Anacrónico y paradójico, diría yo.
--Para el caso…
El perfume a violetas se intensifica. Una sombra se perfila. Se acerca. Ya está aquí: ¡es la chica de los clínex!
--¿Se encuentra mejor?
--Podría decirse que sí. Pero también que no.
--¿Qué decide?
--¡Que sí! Perdone por el atuendo, pero…
--Es comprensible.
--Sí, es comprensible…Pero ¿se comprende?
--Esta ciudad está plagada de fascistas. Los hay por todas partes. ¿Ve vd…
--Tutéame, por favor. No te llevo muchos años.
--Bueno, ¿ves aquella mesa del rincón, junto a la cristalera?
--No.
--Si, hombre. Aquella a la que están sentados cuatro jóvenes con el jersey por los hombros.
--No. No llevo gafas. Se me rompieron esta mañana.
--O sea que tampoco verás la banderita de España que llevan pegada en el reloj. ¡Son de Fuerza Nueva!
--En efecto, no la veo: Fijándome con aplicación.
Precisamente del rincón al que miraba sin ver, se alzaron dos bultos. Cuando estuvieron a metro y medio se manifestaron como armarios roperos.
--¿Me equivoco o estáis hablando de nosotros?
Esta es la ciudad de las disyunciones exclusivas. La de los clínex y las violetas se retira.
Los clientes y empleados se concentran en lo suyo. El foco está centrado exclusivamente en nosotros: un cliente de perfil y dos mozalbetes con el jersey sobre los hombros. El cliente está siendo zarandeado. Se le retuerce el brazo derecho y se le pisan los pies. Con algún brazo libre se le retuerce la nariz que vuelve a sangrar como el grifo de la cerveza.
--¿No querías “libertad sin ira”?...¡Pues toma!
Yo no soportaba esa canción, ni a los “Jarcha” ni a la madre que los parió. Fue oírla y sentirme imbuido de una fuerza superlativa, rabiosa… y, extasiado por los restos de perfume de violetas, le arreé un cabezazo al que me pisaba los pies que lo tumbé en la lona, entre las cáscaras de los mejillones y los desperdicios de las almortas. Fue lo último que recuerdo. Lo que siguió lo sé por revelación. Vinieron los otros dos muebles: el sofá y la mesa de camilla y me patearon de lo lindo. A gritos de “¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!” el local se fue vaciando…algunos se fueron sin pagar.
Cuando llegó la policía, yo seguía allí…los demás, no. Cubierto de inmundicias y sangrando como un cerdo (ahora sí). Me levantaron del suelo. Me permitieron tomar una copita de coñá para los nervios y pasaron directamente a tomar nota.
--Así que profesor de Lógica… ¿Me equivoco?
--Se lo acabo de decir… ¿cómo se va a equivocar?
--Tiene guasa el jenares este.
--¿Y se puede saber qué llevas en esa saca?..¿La ropa sucia?
--Pues sí. Sí señor, la ropa sucia.
El otro, eran dos, había pedido otro copuzo de coñá y se lo pimplaba con delectación: casi lamía la copa.
--¿Puedes abrirla?
--¡Sí señor!
Pasó un minuto largo.
--¿A qué esperas?
--¿A que me dé la orden?
,
--¡Abre la saca de una puta vez…y no te hagas el gracioso!
--A tí la lógica te va a perder. Dijo el otro. Y con un gesto marcial se echó al coleto el culín de coñá que le quedaba.
No me venía ninguna explicación coherente (ni incoherente). Así que fui sacando en silencio la ropa ensangrentada. Ellos esperaban algún resto: unos cuartos traseros, o una pierna con calcetín de ejecutivo, de esos que cortan la circulación de la sangre.
--¿Eso es todo?
--¿Y el resto?
--¿Qué resto?
--El “contenido” de ese “continente” sangriento.
--Es un poco largo de explicar.
--Tendrás tiempo en la comisaría. ¡Carnicero!
Había pasado de cerdo degollado a matarife, gracias a la milagrosa intervención del cuerpo policial.
No tuve arrestos para llamar al “abogado” y no sabía el teléfono de la de las violetas. Y tampoco entereza suficiente para iniciar el curso de Lógica Simbólica. Al día siguiente recogí mis cosas me despedí de "Diógenes" y me marché de aquella pequeña ciudad de provincias, poniendo fin a un prometedor “futuro”…Y abriendo la puerta de par en par al “imperfecto de subjuntivo”.
Lo primero que hice aquella infausta mañana de comienzos de octubre de 1976 fue un trueque: unas monedas por un vaso de orujo. Sentí la llamada irrefrenable del aguardiente antes de la hora acostumbrada. Y cuando uno empieza a pimplar antes de la hora acostumbrada el día se presenta tan cargado de acontecimientos, como el Serengueti de animales salvajes. Una copa es ninguna, así que pedí otra. Y un croissant. Y otra para despegar los restos del cielo del paladar.
Empezaba la clase, ¡la primera!, a las 9 y eran las 9’05. Pillé un taxi que me depositó a las puertas de la más grande institución del saber de la pequeña ciudad de provincias. Crucé el claustro como un ñu y antes de llegar a la cima, tropecé en el último escalón. Las gafas se hicieron migas, me destrocé la nariz y, de paso, arruiné el traje de lino color crudo. No había manera de parar la hemorragia: lo intenté con la mano, con unos apuntes que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y, finalmente, con la chaqueta misma. Y así, de esta guisa, irrumpí en el aula que hubiera debido ser mi segunda casa (en realidad la única, como verán) durante, al menos un curso escolar.
La clientela se quedó pasmada. Eran los días más duros del final de la dictadura, aquellos en los que el río tumultuoso de la tiranía intentaba desembocar en el mar tranquilo de la democracia. Incidentes cruentos estaban a la orden del día.
Una joven me ofreció unos clínex que olían a violetas. Un estudiante repugnante impedía por todos los medios que me viniera abajo. Y todos, en general, mostraban su condolencia. Pasó la sorpresa inicial y ocupó su lugar la expectación.
Se me había “contratado” como “ayudante de departamento” para hacerme cargo de la “Introducción a la Lógica simbólica I” e “Introducción a la Lógica simbólica II” de primero y segundo de Filosofía: 4 horas a la semana. Durante ese periodo debería pensar un tema al que dedicar cuatro años de mi vida futura y, así, asegurarme un contrato.
Todavía asistido por el estudiante repugnante, subí al estrado y desde allí, como superviviente de una mañana de “cristales rotos”, balbuceé:
--En estas condiciones no puedo impartir docencia.
No había hecho más que constatar un hecho. Un atronador aplauso llenó la vetusta sala. Estimulado, continué:
--Si la lógica es lógica (cosa que habría que demostrar): lo que mal empieza mal acaba. Y me temo que ha empezado mal. El orujo se hacía notar sobre el fondo de una pérdida generalizada de fuerza vital. El repugnante me sostenía como un trofeo. Como cuando se gana la copa de Europa. Permítanme que me retire. El curso empezará la semana próxima. Antes tengo que poner orden y tomar…ciertas decisiones.
Salí dando un glorioso traspiés. Un murmullo de indignación que rápidamente se convirtió en proclama democrática, casi revolucionaria, me dio aire y precipitó mi salida.
De entre la inmensa oferta inmobiliaria había elegido un piso (principal) que no logré colonizar por completo. La parte de atrás, que daba al patio de luces (¡¡) me era completamente desconocida. De la primera visita me quedó una imagen amenazadora y lúgubre. La habitación, con lavabo incorporado, que daba a Cetina, tenía un balcón. El contenido: Un somier, sin cama ni colchón, reforzado con un palo de fregona y cubierto de papeles. Una caja grande, de frigorífico, servía de armario. Y Una mesa de aluminio con dos sillas del mismo material, sustraídas una noche de borrachera. Los libros, por el suelo. Para la ducha y demás, estaban los bares, los conocidos y las eventuales relaciones.
La puerta no cerró jamás. En el hueco de la escalera habitaba “Diógenes”, recogedor de cartones, que me surtía de tan preciado bien.
Era evidente la provisionalidad y la premura.
En cuanto perdí de vista el centro irradiador de sabiduría, me lancé a un bar. El camarero echó, por instinto, mano al mazo y ya estaba a punto de saltar la barra, cuando pude articular:
--He sido víctima de una cobarde agresión. Permítame adecentarme en el lavabo y póngame un vaso de orujo para templar los nervios.
La sangre había hecho costra sobre la nariz y alrededores. La camisa lucía inquietante. La chaqueta parecía la de un torero temerario y los pantalones empezaban a enrojecer por las rodillas. Me soplé el vaso de aguardiente y pedí otro.
--¿Quiere que llame a la policía? Los propietarios siempre tan dispuestos.
--¡Olvídelo, jefe!
Salí a la calle. El calor todavía era fuerte. Así que a la costra se unía el sudor que naciendo límpido en la frente, se volvía rojo tras su paso por el apéndice nasal. Mi cara parecía la cuenca del Misisipí. Y mi camisa el Golfo de Méjico.
--¿Me equivoco o eres Kino?
He ahí una disyunción exclusiva: no pueden ser las dos proposiciones verdaderas a la vez. Ni falsas. No se equivocaba. Ni yo tampoco: tenía ante mí al capullo más grande que me ha sido dado conocer. Aún sin gafas, por el olor, lo reconocí. Un olor rancio, a grasa echada a perder.
--Admiro tu sagacidad.
--Pareces un cochino a medio degollar.
Lo que decía: la sutileza, la amabilidad, la oportunidad…
--Lo intenté con la oreja, pero me tembló el pulso.
--Bueno, bueno y bueno… ¡quién te ha visto y quién te ve!
--¡Tú!
--¿Qué es de tu vida?... aparte de intentar descuartizarte.
Lucía un moreno “Mar Menor”, pantalón de raya y camisa blanca de manga corta. Cinturón de cuero marrón. Zapatos-mocasines y, supongo, calcetines negros tipo ejecutivo, de esos que cortan la circulación de la sangre.
--¿Puedes invitarme a una ducha?
--¿Y eso?
El único problema eran los pantalones, como funda de barril de brandi: anchos y cortos. Por lo demás, recuperé la presencia.
--Pues yo acabé derecho en Valencia y, ahora trabajo en el bufete de mi padre.
--Yo sigo dando tumbos…
--¡Eso es evidente!
--¿No tienes nada de beber?...que no sea agua. Añado la apostilla para evitar oírla de su boca.
--Lo siento, ni bebo ni fumo, se acabó…
Se acabó ¿qué? El pobre imbécil nunca empezó nada…aunque siempre lo acababa todo. La única vez que lo vi soplar fue un Martini blanco con una oliva rellena y no paró de reír en toda la tarde. Lanzaba exclamaciones propias de beodo, saludaba a todo el mundo de manera chabacana…hasta que un transeúnte le arreó una bofetada que le dejó marcados los dedos: como si se hubiera quedado dormido 12 horas bajo el sol del Mar Menor con la mano abierta en la mejilla.
--Bueno, pues, gracias por la ducha y por la ropa.
Metí la ropa ensangrentada en una bolsa de basura y salí como salen los asesinos después de haber descuartizado a su víctima.
Parecía una barca con las velas infladas por los vientos del infortunio.
La “hora del ángelus” había pasado y los ciudadanos se apresuraban para el aperitivo. Así es en provincias: el aperitivo corta el día en dos: la primera, discretamente febril y expectante. La segunda, de un aburrimiento mortal y resignado. Y el corte ha de ser limpio, a menos que se quiera pasar por un ser anacrónico y paradójico o, directamente, un “sin techo”…Lo cual no era, exactamente, mi caso.
Naturalmente que tenía intención de llegar a mi “casa” y hacia allí me dirigía. Pero no se puede ir contracorriente de una forma tan desafiante y desaliñada; así que yo también entré en un bar. Me acodé en la barra, de perfil, y pedí una cerveza y un huevo duro (había sentido ese hambre repentina que asalta de vez en cuando a los borrachos y que se sacia con algo redondo, compacto y autosuficiente). Cerré con un carajillo y un cigarro. Por las voces, por alguna presencia cercana y por la rechifla general, constaté que el bar estaba lleno de estudiantes. Olí a violetas.
Había olvidado por completo mi aspecto y el contenido sangriento de la bolsa.
--¿No parece aquel chiflado el de esta mañana?
--Anacrónico y paradójico, diría yo.
--Para el caso…
El perfume a violetas se intensifica. Una sombra se perfila. Se acerca. Ya está aquí: ¡es la chica de los clínex!
--¿Se encuentra mejor?
--Podría decirse que sí. Pero también que no.
--¿Qué decide?
--¡Que sí! Perdone por el atuendo, pero…
--Es comprensible.
--Sí, es comprensible…Pero ¿se comprende?
--Esta ciudad está plagada de fascistas. Los hay por todas partes. ¿Ve vd…
--Tutéame, por favor. No te llevo muchos años.
--Bueno, ¿ves aquella mesa del rincón, junto a la cristalera?
--No.
--Si, hombre. Aquella a la que están sentados cuatro jóvenes con el jersey por los hombros.
--No. No llevo gafas. Se me rompieron esta mañana.
--O sea que tampoco verás la banderita de España que llevan pegada en el reloj. ¡Son de Fuerza Nueva!
--En efecto, no la veo: Fijándome con aplicación.
Precisamente del rincón al que miraba sin ver, se alzaron dos bultos. Cuando estuvieron a metro y medio se manifestaron como armarios roperos.
--¿Me equivoco o estáis hablando de nosotros?
Esta es la ciudad de las disyunciones exclusivas. La de los clínex y las violetas se retira.
--Estábamos, ¡pero no estamos!
--A ti, payaso, te va a perder la lógica.
--No lo sabe vd. bien. Por lo demás, tengamos la fiesta en paz que
bastante jodida va la cosa.
--Y más jodida que se va a poner: ¡Haz el favor, velero impulsado por
aires de infortunio, de alzar el brazo y cantar con nosotros el “Cara al Sol”.
Los clientes y empleados se concentran en lo suyo. El foco está centrado exclusivamente en nosotros: un cliente de perfil y dos mozalbetes con el jersey sobre los hombros. El cliente está siendo zarandeado. Se le retuerce el brazo derecho y se le pisan los pies. Con algún brazo libre se le retuerce la nariz que vuelve a sangrar como el grifo de la cerveza.
--¿No querías “libertad sin ira”?...¡Pues toma!
Yo no soportaba esa canción, ni a los “Jarcha” ni a la madre que los parió. Fue oírla y sentirme imbuido de una fuerza superlativa, rabiosa… y, extasiado por los restos de perfume de violetas, le arreé un cabezazo al que me pisaba los pies que lo tumbé en la lona, entre las cáscaras de los mejillones y los desperdicios de las almortas. Fue lo último que recuerdo. Lo que siguió lo sé por revelación. Vinieron los otros dos muebles: el sofá y la mesa de camilla y me patearon de lo lindo. A gritos de “¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!” el local se fue vaciando…algunos se fueron sin pagar.
Cuando llegó la policía, yo seguía allí…los demás, no. Cubierto de inmundicias y sangrando como un cerdo (ahora sí). Me levantaron del suelo. Me permitieron tomar una copita de coñá para los nervios y pasaron directamente a tomar nota.
--Así que profesor de Lógica… ¿Me equivoco?
--Se lo acabo de decir… ¿cómo se va a equivocar?
--Tiene guasa el jenares este.
--¿Y se puede saber qué llevas en esa saca?..¿La ropa sucia?
--Pues sí. Sí señor, la ropa sucia.
El otro, eran dos, había pedido otro copuzo de coñá y se lo pimplaba con delectación: casi lamía la copa.
--¿Puedes abrirla?
--¡Sí señor!
Pasó un minuto largo.
--¿A qué esperas?
--¿A que me dé la orden?
,
--¡Abre la saca de una puta vez…y no te hagas el gracioso!
--A tí la lógica te va a perder. Dijo el otro. Y con un gesto marcial se echó al coleto el culín de coñá que le quedaba.
No me venía ninguna explicación coherente (ni incoherente). Así que fui sacando en silencio la ropa ensangrentada. Ellos esperaban algún resto: unos cuartos traseros, o una pierna con calcetín de ejecutivo, de esos que cortan la circulación de la sangre.
--¿Eso es todo?
--¿Y el resto?
--¿Qué resto?
--El “contenido” de ese “continente” sangriento.
--Es un poco largo de explicar.
--Tendrás tiempo en la comisaría. ¡Carnicero!
Había pasado de cerdo degollado a matarife, gracias a la milagrosa intervención del cuerpo policial.
No tuve arrestos para llamar al “abogado” y no sabía el teléfono de la de las violetas. Y tampoco entereza suficiente para iniciar el curso de Lógica Simbólica. Al día siguiente recogí mis cosas me despedí de "Diógenes" y me marché de aquella pequeña ciudad de provincias, poniendo fin a un prometedor “futuro”…Y abriendo la puerta de par en par al “imperfecto de subjuntivo”.
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