Era una mañana de un hermoso día de comienzos de primavera (como en las
novelas de Schnitzler)…y cuando digo hermoso, digo “hermoso”. Pero la hermosura
de Fortuna no es la de Viena. Hermosura a secas…no había nada hermoso…había “hermosura” ¡a secas!...luz,
transparencia y un vientecillo fresco, residuo del frío ventarrón nocturno.
La “pareja” de la “benemérita” se aparejaba para su tradicional
salida…A poner orden en un cosmos que ya empezaba a dislocarse: habían robado
alguna cabra, y se comentaba que los cuatreros rondaban por La Garapacha. Por
tanto era una salida acostumbrada, pero cargada de una gran responsabilidad y
de expectativas casi insólitas. La pareja recorría (ese era el mandato) los
desiertos y los mantenía a raya, no sólo de forma panorámica…escudriñaban a
fondo cuando olían unas tajadas de tocino o el agrio olor del vino viejo… ¡no
digamos ya del nuevo!

Era la época de las “parejas a caballo”, después vendría la bicicleta y por último el motor de diferentes tiempos (y espacios).
Habían tres caballos: dos bermejos y uno como la pez. Al tercero le
llamábamos, con una consecuencia a medias, “Renato,
el Negro”, y tenía todas las
cualidades del enredador caballo platónico capaz de arrancar el alma de su
eje…y arrojarla al lodazal de este mundo lleno de ladrones de rumiantes; además
de algo que, en un humano, llamaríamos “humor”…sentido de lo cómico:
Un día apareció subido (¡¡) en su pesebre…y había evacuado en el comedero
de uno de sus vecinos.
En otra ocasión se zampó todas los matojos que con esfuerzo (ingrato)
habían conseguido crecer en los cuatro esquinitas del patio comunal…¡Eran
verdes y fue una lástima!
Su hazaña más memorable, y por la cual todavía se le recordaba años
después de su desaparición, fue su irrupción en medio de la celebración de la
santa patrona del Cuerpo: La Virgen del Pilar. Lo discutimos en grupo y lo
reflexionamos en privado y no conseguimos una explicación que reuniera un
mínimo de consenso. El cuadrúpedo se lanzó a por las papas fritas y cuando
acabó con ellas fue a por los platos de mejillones en escabeche, después bebió
agua, plagada de sanguijuelas, del lavadero y se retiró a sus aposentos. ¡Así
era “el Negro”!

A su favor, a más, la entrañable amistad que forjó con el pobre cerdo familiar…¡aquel que se estancó en los 22 kilos y 200 gramos!
Cuento lo contado para que no crean vds. que mi padre era un jinete
inexperto.
Y, ahora, que mi padre ya no existe en el reino de los vivos (¿) no creo
que le importe que recuerde (por mi bien) y que añada invención (también por mi
bien): algunas escenas que intentan introducir algo de humor y de ternura en
una vida en la que no abundó ni lo uno ni lo otro. Por lo demás, la afición de
mi padre a la “Nuestra Señora de las vides” y su pertenencia a la “Cofradía de la Uva”, le dieron las
cualidades por las cuales fue apreciado, es más, querido, por todos aquellos
que lo conocieron. La medida de la estima que se le profesaba la da el hecho de
que, desde un corte de pelo a unas costillas de cordero han sido cargadas a su
cuenta.
Ambos, mi padre y el caballo, eran conflictivos; por tal motivo el cabo
los había unido de forma indisoluble. El caballo hacía como que obedecía a su “dueño” putativo, pero de vez en cuando
dejaba ir su innato sentido del humor…a costa del ridículo y del escarnio de mi
progenitor. Mi padre lo entendía e incluso se reía por lo bajini…¡Los demás,
NO! Lo que para mi padre era una broma animal, para los demás era efecto inapelable
de “la coñá”.
Aquella mañana mi padre formaba parte de la “pareja”. Desde la cama vi sus preparativos: antes de ponerse los
pantalones abrió con sigilo (“sigilo”
no es una palabra adecuada. Era como la definición del movimiento de Duns
Scoto: una continuidad de momentos de absoluta inmovilidad) el armario, sacó
una botella de Terry y se pegó dos lingotazos de aquí te espero: Con el primero
pareció morir, se retorció como un tornillo y con el segundo recuperó la
normalidad.
Al constatar que no llegaba ninguna imprecación desde los nueve metros
cuadrados de la madre, se pegó un tercero que le erizó los pelos del lomo.
Se puso los pantalones, la camisa, la guerrera (el único conflicto que
generaba era hacer coincidir los botones), los calcetines, las botas y la caña.
Cuando estuvo, se volvió a amorrar al Terry. Cogió del perchero el tricornio de combate, el
colonial, aquel forrado de tela verde y con una especie de velo que protegía el
pescuezo de un golpe de calor que te reventara la yugular. Descolgó el “mausser”,
apuntó a la foto de la boda…corrigió la mirilla, se puso el correaje con la
munición y repitió de aguardiente. Y así, de esa guisa, descorrió la cortina
que separaba los nueve metros cuadrados de dormitorio de los nueve de la cocina
y procurando no despertar a la mujer, se expuso valiente y temerariamente al
sol de aquella radiante mañana del “hermoso
día de comienzos de primavera”:
Dispuesto a defender el “estatus quo”
de la contorná.

No pudo evitar hacer la contraseña de la orden eremítica consagrada al
asco y extrañeza del mundo: hacer de la mano visera, torcer el morro y mostrar
la encía superior…con fiereza y resignación.
Ya oía yo los pasos acompasados de la caballería…y veía las sombras
invertidas en la pared. Me vestí y corrí a ver cómo mi padre desparecería entre
el polvo del desierto cual jinete solitario o como mi héroe: Kid Carson…!sin ir
más lejos!
Estas salidas se ajustaban a una rigurosa “hoja de ruta” que era entregada a cualquiera menos a mi padre. Mi
padre era el absoluto segundo. En la hoja se especificaba dónde y cuándo comer,
cenar, dormir y qué caminos habría que poner bajo vigilancia. La Guardia Civil
tenía las puertas abiertas. Para ella y sus monturas: bajo pena. Por ejemplo:
Primer día:
1.
Llegar
por el camino de “Las Casicas” hasta
la cueva del “Tío Juan el de las Perdices”. Comida.
2.
Continuar
hasta “La Garapacha”, por el camino
“X” y pernoctar en el cortijo de “Y”. Cenar y dormir
3.
(...)
Los anfitriones tenían que firmar la hoja, lo que constituía un
testimonio legal.
Normalmente duraban dos o tres días. Si el peligro rondaba, podían
prolongarse.
Mi padre, sin embargo, había ideado un método, no muy sagaz (todo hay que
decirlo) pero que le dio resultado durante años: se instalaba en la primera
casa, p.e. la casa del “Tío Juan” se
hacía servir una arroba de vino y unas morcillas y enviaba al pequeño de la
familia a recabar las firmas de los demás implicados en el plan. En esto
mandaba mi padre, ¡el absoluto segundo!...el primero se dejaba llevar y se
beneficiaba de la popularidad de mi progenitor y de su saber hacer.
“Renato” sabía el camino de memoria y mi
padre volvía como un Rodrigo Díaz de Vivar cualquiera…inconsciente, pero
venciendo a los enemigos de los ajeno que, al divisar su atravesada silueta,
huían despavoridos. La brisa lo iba volviendo en sí. Llegaba, saludaba,
entregaban (el primero) el parte y se lanzaba al catre como un pescador de
esponjas.
Pues como decía: “era una mañana de
un hermoso día de comienzos de primavera”. Mi padre había sacado la montura
y yo le seguía a distancia.
Acarició las hirsutas crines del caballo, le magreó la ijada derecha y le dio unas palmaditas en
la mejilla. El caballo le miraba con mirada torva…¡y meditabunda!
Yo veía la escena a contraluz. Y mi padre me veía a plena luz del sol. Me
sonrió con esa media sonrisa del medio oeste americano y …¡dio comienzo el
espectáculo!

Espoleado por el “Espirituoso Santo”, colocó la bota derecha en el estribo, tomó impulso y levantó la izquierda por encima del lomo del animal y aún no había, la bota izquierda, alcanzado puerto, cuando la silla y toda la estructura resbaló bajo el vientre del caballo, quedando mi padre en una posición sumamente ridícula , a más de peligrosa. La silla adornaba el abdomen de “El Negro” y mi padre lo cabalgaba cabeza abajo…como un extravagante “Barón de Münchhausen”. Mientras giraba el mundo, el tricornio colonial voló como venenosa mariposa amazónica y fue a aterrizar unos metros más hacia el futuro…allí donde mi padre nunca llegaría.
Yo contemplaba la escena inmovilizado por el bochorno y el amor herido.
Todo ocurrió en unos segundos, pero para mí pasaron siglos…cayó con la lentitud
de los desconocidos copos de nieve…los presentes abrían la boca y, a intervalos
de eones, sonaban unos JA……JA…..JA….que sonaban como campanadas “a muerto”.
El polvo, dorado por el contraluz, dotaba a la escena de una magnificencia
inadecuada: Como la purpurina que cae sobre nuestras cabezas en los bailes de
la última noche del año.
“Renato, el Negro”, a quien el accidente había pillado de sorpresa…(¡su “jugada”, sin duda, era otra!) lamía con
lengua de verónica la cara polvorienta y aterrada de mi padre. Él no había sido
el responsable de no sujetar debidamente los arreos.
Y como las desgracias nunca vienen solas…la cosa continuó del siguiente
modo: Mi padre pudo ser rescatado de debajo del vientre de la bestia. Se “espolsó”. Fue, en zig-zag, adonde el
tricornio. Se lo encasquetó, pasándose la tirilla por la sotabarba. Volvió. Enderezó
y ajustó la montura. Acarició lloroso las mejillas del jamelgo y volvió a
intentarlo.
Introdujo decidido, esta vez la bota izquierda en el estribo izquierdo,
alzó la derecha y justo cuando andaba por el ecuador, el rocín se enderezó
sobre las patas traseras. Mi padre acortó el “bocado”…pero el jaco tenía ganas
de continuar la diversión (que él no había empezado)…y como esas figuras que se
balancean dirigidas por su centro de gravedad, “el Negro” se dejó caer hacia adelante y lanzó varias coces con las
patas traseras. El descolocado jinete, soltó las bridas y se agarró con
desespero al cuello del penco, después a las hirsutas crines…y finalmente al
aire (como Eurídice): cerró los puños y, así, con ese gesto iracundo, salió
volando por encima de la cabeza del cuadrúpedo. Parecía un profeta maldiciendo
el futuro y lanzándose con decisión contra la dura pared del presente. La capa,
de paño zamorano, se agitó pesadamente, y proyectó sobre el suelo despavorido
una sombra agitada de murciélago.
El caballo no se ensañó; se limitó a mirarlo y a mover la cola…con la
pezuña derecha golpeaba rítmicamente el polvo.
Yo desaparecí… antes de que mi padre intentara cruzar una lastimera
mirada.
Esto ocurría en la “época de los caballos”…después vino la
de las motocicletas.
A mi padre le tocó una “Guzzi”
roja, delgada como mantis religiosa y con la palanquita de las marchas soldadas
a la parte derecha del depósito del combustible. El primer día que la cogió,
contra la opinión (“opinión” no es la
palabra exacta: “negro presagio”) de
la madre, ya tuvimos otra muestra del poder del “Espirituoso”.
Para afrontar el desafío, mi padre se había reconfortado con unos vasos
de coñá. Y, en efecto, bajo el efecto del destilado, la bravura del cabeza de
familia se multiplicaba por varios enteros.
Sacó el velocípedo a la calle, lo enderezó sobre el caballete (¡¡), lo
miró y lo remiró…¡le quitó el polvo! Y echó una mirada satisfecha a lo largo
del callejón: ¡nadie lo veía!...Sólo yo…desde detrás de la persiana de la
habitación que daba a la calle.
Bueno….arrancó la moto y desapareció.
Lo trajeron en un sidecar, la cara desollada, el uniforme hecho jirones y
el tricornio deconstruido sobre las
rodillas. Mi madre (su mujer) lo miró y lo remiró…hizo la mueca característica.
--Si YA lo decía yo! ¡Cualquier día me quedo viuda!
Pasarían algunos años hasta que se cumpliera la profecía.

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