sábado, 27 de febrero de 2016

CINE

     En Fortuna había un cine. Parecía el Arca de Noé sin calafatear, o, si quieren Vds., tras descansar décadas en la solitaria cima del Ararat. Después abrieron el segundo, que era de Tercero, poseedor, a su vez, de un ultramarinos en la misma la plaza del mercado; allí fue donde mi hermano mayor aprendió los rudimentos de la proyección cinematográfica y se aficionó, de paso, a la mecánica en general, de la que, por cierto,  no sacó ningún provecho, a no ser que Uds. consideren provechoso pasar meses dibujando grifos y llaves inglesas.

     El primero, el de Don Paco, tenía solera. Durante años no caímos en la cuenta. Sólo cuando Tercero abrió el segundo, nos dimos cuenta de su belleza bíblica. Se enseñoreaba en la parte antigua del pueblo, en pleno territorio del “Zorro” y sus cofrades. El segundo asentaba sus reales en la Avenida Miguel Servet, de quien nadie supo nunca dar noticia.

     De entre todos los grandes acontecimientos cinematográficos recuerdo dos o tres que despuntaron por encima del grandísimo nivel exhibido. Hay que decir, para poner de manifiesto el valor pedagógico de los “carteles” que, antes de acudir al cine,  los contemplábamos con mirada crítica y sacábamos nuestras propias conclusiones. Esas conclusiones eran contrastadas con la visión del film y al final volvíamos sobre los mismos para modificar o reafirmar nuestras primeras impresiones. Era un ejercicio epistemológico que durante años nos educó en la crítica. Y así veías, delante de las ruinosas estampas, campesinos de Caprés o habitantes de la calle de san Judas, discutiendo dialécticamente sobre lo adecuado de la selección hecha. Tras la visión, los carteles eran utilizados para abrir el significado de lo visto y dar sentido al conjunto. Pura iluminación profana. Más de uno se llevaba a casa los más procaces.

     Los hijos de la benemérita no sabían a qué atenerse. Don Paco les hacía pagar media entrada, siempre y cuando trajeran su propia silla. Tercero, les daba entrada libre, ora sí, ora no, dependiendo del estado de ánimo. Y su estado de ánimo era imprevisible. Esta observación no valía para mí. Don Paco, por respeto a mi padre, distinguido cliente de la taberna del Zorro, me daba entrada libre. Y en el cine de Tercero, subía directamente a la cabina y de allí bajaba a la sala de butacas, como llamábamos a aquellos artefactos de madera de pino sin desbastar que se plegaban con un estruendo de matraca y que tenían verdadero peligro.


1.




     Cuando pusieron en Fortuna “Arroz amargo”  y vimos en pantalones cortos a Silvana Mangano entendimos, súbitamente iluminados, de qué iba el juego de la censura. El párroco le otorgó un “4” (gravemente peligrosa) y estuvo repitiendo la advertencia desde dos semanas antes de su estreno. Hasta los niños estábamos expectantes. Las mujeres sufrían en silencio y a punto estuvieron de hacer una escena a lo Aristófanes.  Que qué tenía esa puta que no tuvieran ellas. Era imposible explicárselo. Así que no se hablaba del tema en su presencia. Sólo cuando vieron los carteles reconocieron lo evidente y se postraron humildes (como si estuvieran fregando el suelo) ante tan deslumbrante belleza. Los hombres la amaron desde el principio, pero, acabada la película, añadieron la estimación y el reconocimiento moral. Las mujeres asintieron resignadas.

     Mi hermano, que, como saben, era el que “echaba el cine”, cortó algunos fotogramas de cuando la “chica” está en el arrozal y se limpia el sudor con el dorso de la mano y las demás, agachadas como si fregaran el suelo, recogen el arroz. Con ese tesoro conseguía yo un suplemento de canela o un trocito más de aquel queso amarillo y redondo que iluminaba nuestras aburridas tardes en la escuela de los “cagones”. Digo yo que cuando llegara la película a Riomalo de Abajo, próximo a Malpartida, sólo sería visible el título y el FIN.

     Y es que ver, después, a nuestras madres, rodillas en tierra, junto a un caldero de agua pútrida, como ñus abrevando en un charco del Serengueti, y un trapo en la derecha, con el que intentaban sacar brillo a un suelo de barro cocido…era como para ponerse a llorar. Algunas usaban “rodilleras” de guardameta. Las más iban colocando un amasijo de trapos bajo las rodillas. Algunas a pelo. Nada que ver con el culo de la “Mengano” (como empezó a llamársele). Era verdaderamente para ponerse a llorar. Y llorábamos.

     Así que cuando Manuel Jalón Corominas, desarrolló, a partir de un cubo con rodillos, un artilugio al que Enrique Falcón Morellón (primer vendedor de la empresa) puso el nombre de “fregona”, a nuestras madres se les abrió el paraíso terrenal. Acababa la década de los sesenta cuando hizo aparición en nuestra casa. Por entonces ya nadie se acordaba de culo de la “Mengano”. ¡¡Qué inventen ellos!! Se le hubiera atragantado la proclama al catedrático a la vista de tan hermoso, sencillo y humanitario utensilio. Y no quedó ahí la cosa, también ofreció al universo-mundo la aguja hipodérmica desechable y decenas de baratijas que la memoria colectiva no ha tenido a bien conservar. Era una especie de Melquíades que extrajera de sí mismo las maravillas. Ahora nuestras madres, un poco tarde la verdad, podrían lucir su palmito incluso entregadas a las faenas domésticas.


2.


     Cuando proyectaron “De entre los muertos” (“Vértigo”), de nada nos sirvió el análisis exhaustivo de los carteles. Nadie entendió nada, así que se proclamó como doctrina oficial que el operador había alterado el orden de los rollos. Mi hermano juró y perjuró que los había proyectado en el orden establecido y que (él era lector de “Film Ideal”) nosotros no sabíamos leer los tropos cinematográficos. A la gente lo de los tropos le pareció demasiado subterráneo y exigió que le devolvieran el dinero pagado o que volvieran a proyectar la película en el orden que los asistentes votaran. No era lógico que una mujer se arrojara desde un campanario y que después apareciera tan campan(an)te. No era lógico y así lo hicieron saber de forma contundente. Se volvió a proyectar la película en el orden “democrático”. La cosa aún se complicó más. Insistieron en lo del dinero y como el Sr. Tercero no accedió, asaltaron la cantina del Reyes y lo dejaron sin pipas y sin gaseosas.

     Aún ahora, después de más de cincuenta años, cuando la cosa se pone turbia y amenaza reyerta, alguien vaticina: “¡Se armará la de Reyes!”

3.



     Pero la proyección, si puede llamarse así, más comprometida fue la de “Misterios de Tánger”.

     Sólo sacamos en claro que algo pasaba en Tánger.

     No sé si Uds. están puestos en el mecanismo de los antiguos proyectores.  Era una especie de caldera en el que ardían unas barritas de carbón (o algo parecido). Sobre ese ardiente telón de fondo unos cilindros dentados  arrastraban la cinta, a la velocidad adecuada, que circulaba entre ese fuego infernal y una lente de aumento. Si la cinta tenía rotos los agujeritos que debían engarzarse en los cilindros, éstos no podían hacer circular la cinta… y se paraba. Entonces en la pantalla aparecía una mancha marrón-café que rápidamente ocupaba toda la pantalla. De la ventanilla de proyección salía humo negro, se paraba la proyección y se encendían las luces de la sala. Era necesario cortar unos fotogramas y volver a pegar la película. Toda esta operación se llevaba sus buenos 5 minutos…si el fuego no se extendía por toda la cabina.

     “Los misterios de Tánger” sufrió más cortes que Carnicerito de Úbeda. Habíamos entrado al cine a las 6 de la tarde, eran las doce de la noche y todavía no sabíamos de la naturaleza dual de la bella espía polaca. La segunda película se suspendió.
     La cosa empezó normal. El NO-DO recogía la visita del sultán de Marruecos, Mohamed V, a Barcelona. Había llegado en el transatlántico “Casablanca” y lo llevaron a Monjuic y tal. No hacía mucho que se había declarado la independencia oficial de Marruecos. Muchos de los presentes habían hecho la mili, o lo que fuera, en el Protectorado o en la ciudad ocupada de Tánger. Cuando apareció el sultán, los insultos y los quintos (de cerveza) volaron por el espacio escénico. La pantalla quedó hecha un asco, lo que añadió dificultad a la comprensión de la trama.

     La verdad es que el NO-DO no ayudó a la recepción de la película sobre Tánger y sus misterios, que pretendía ser la réplica franquista a “Casablanca”.
     El primer corte era algo natural. La gente aprovechaba para ir al váter o comprar una gaseosa en la cantina del Reyes. El segundo, podía coincidir con el cambio de rollo (pues sepan Vds. que en un rollo de aquellos no cabía la película entera). El tercero, mosqueó a los espectadores y el cuarto y las decenas siguientes se sucedieron como ráfagas de metralleta. No conseguimos oír ninguna frase completa.
     La sala se convirtió en la “batalla de Platea”. Por suerte mi madre no había ido al cine, así que se ahorró la vergüenza de ser la madre del inútil de la cabina. Mi hermano sacaba la cabeza, negra de humo (parecía un tangerino) por la ventanilla del cinemascope (habían dos: una normal y otra cinemascope, que se construyó exprofeso para el estreno de “La túnica sagrada”. Fue algo así como lo que hizo Newton con la camada de su gatita: construyó una gatera para cada uno de los cachorrillos) e intentaba dar explicaciones.




     No hacía mucho de la humillante derrota del Fortuna C.F. contra el Molina de Segura. Mi hermano había jugado de portero (¡media parte!) y le metieron 18 goles. Así que añadieron a los insultos motivados, el ultraje pasado que, de verdad, no venía a cuento.

     A las doce de la noche, aún, como he dicho, sin aclararnos sobre la espía polaca, empezó a salir por las dos ventanillas, la normal y la del cinemascope, un humo espeso y picante y unas llamaradas tales que amenazaban con prender los paneles de fibra de vidrio que cubrían las paredes. Los espectadores, saltando por encima de las matracas, se lanzaron a la calle sin respetar mujeres ni niños. Mi hermano subía y bajaba de la cabina con cubos de agua y se oía un fffsss….fffsss que proclamaba la gravedad del asunto. El sr.Tercero tuvo que improvisar una oferta: La semana siguiente se daría cine gratis.

     Ahora me río, pero entonces no me reía. De verdad que vi peligrar la integridad de la familia y, lo juro, de nada hubiera valido tener por padre al gran guardia Herrero.




No hay comentarios:

Publicar un comentario