En Fortuna había un cine. Parecía el Arca
de Noé sin calafatear, o, si quieren Vds., tras descansar décadas en la
solitaria cima del Ararat. Después abrieron el segundo, que era de Tercero,
poseedor, a su vez, de un ultramarinos
en la misma la plaza del mercado; allí fue donde mi hermano mayor aprendió los
rudimentos de la proyección cinematográfica y se aficionó, de paso, a la
mecánica en general, de la que, por cierto, no sacó ningún provecho, a no ser que Uds.
consideren provechoso pasar meses dibujando grifos y llaves inglesas.
El primero, el de Don Paco,
tenía solera. Durante años no caímos en la cuenta. Sólo cuando Tercero abrió el
segundo, nos dimos cuenta de su
belleza bíblica. Se enseñoreaba en la parte antigua del pueblo, en pleno
territorio del “Zorro” y sus
cofrades. El segundo asentaba sus reales en la Avenida Miguel Servet, de quien
nadie supo nunca dar noticia.
De entre todos los grandes acontecimientos cinematográficos recuerdo dos
o tres que despuntaron por encima del grandísimo nivel exhibido. Hay que decir,
para poner de manifiesto el valor pedagógico de los “carteles” que, antes de acudir al cine, los contemplábamos con mirada crítica y
sacábamos nuestras propias conclusiones. Esas conclusiones eran contrastadas
con la visión del film y al final
volvíamos sobre los mismos para modificar o reafirmar nuestras primeras
impresiones. Era un ejercicio epistemológico que durante años nos educó en la
crítica. Y así veías, delante de las ruinosas estampas, campesinos de Caprés o habitantes de la calle de san
Judas, discutiendo dialécticamente sobre lo adecuado de la selección hecha.
Tras la visión, los carteles eran
utilizados para abrir el significado de lo visto y dar sentido al conjunto. Pura
iluminación profana. Más de uno se
llevaba a casa los más procaces.
Los hijos de la benemérita no
sabían a qué atenerse. Don Paco les hacía pagar media entrada, siempre y cuando
trajeran su propia silla. Tercero, les daba entrada libre, ora sí, ora no,
dependiendo del estado de ánimo. Y su estado de ánimo era imprevisible. Esta
observación no valía para mí. Don Paco, por respeto a mi padre, distinguido
cliente de la taberna del Zorro, me daba
entrada libre. Y en el cine de Tercero, subía directamente a la cabina y de
allí bajaba a la sala de butacas, como llamábamos a aquellos artefactos de
madera de pino sin desbastar que se plegaban con un estruendo de matraca y que
tenían verdadero peligro.
1.
Cuando pusieron en Fortuna “Arroz
amargo” y vimos en pantalones cortos
a Silvana Mangano entendimos, súbitamente iluminados, de qué iba el juego de la
censura. El párroco le otorgó un “4” (gravemente peligrosa) y estuvo repitiendo la advertencia desde dos
semanas antes de su estreno. Hasta los niños estábamos expectantes. Las mujeres
sufrían en silencio y a punto estuvieron de hacer una escena a lo
Aristófanes. Que qué tenía esa puta que
no tuvieran ellas. Era imposible explicárselo. Así que no se hablaba del tema
en su presencia. Sólo cuando vieron los carteles reconocieron lo evidente y se
postraron humildes (como si estuvieran fregando el suelo) ante tan deslumbrante
belleza. Los hombres la amaron desde el principio, pero, acabada la película,
añadieron la estimación y el reconocimiento moral. Las mujeres asintieron
resignadas.
Mi hermano, que, como saben, era el que “echaba el cine”, cortó algunos fotogramas de cuando la “chica” está en el arrozal y se limpia el
sudor con el dorso de la mano y las demás, agachadas como si fregaran el suelo,
recogen el arroz. Con ese tesoro conseguía yo un suplemento de canela o un
trocito más de aquel queso amarillo y redondo que iluminaba nuestras aburridas
tardes en la escuela de los “cagones”.
Digo yo que cuando llegara la película a Riomalo de Abajo, próximo a
Malpartida, sólo sería visible el título y el FIN.
Y es que ver, después, a nuestras madres, rodillas en tierra, junto a un
caldero de agua pútrida, como ñus abrevando en un charco del Serengueti, y un
trapo en la derecha, con el que intentaban sacar brillo a un suelo de barro
cocido…era como para ponerse a llorar. Algunas usaban “rodilleras” de guardameta. Las más iban colocando un amasijo de
trapos bajo las rodillas. Algunas a pelo. Nada que ver con el culo de la “Mengano” (como empezó a llamársele). Era
verdaderamente para ponerse a llorar. Y llorábamos.
Así que cuando Manuel Jalón Corominas, desarrolló, a partir de un cubo
con rodillos, un artilugio al que Enrique Falcón Morellón (primer vendedor de
la empresa) puso el nombre de “fregona”,
a nuestras madres se les abrió el paraíso terrenal. Acababa la década de los
sesenta cuando hizo aparición en nuestra casa. Por entonces ya nadie se
acordaba de culo de la “Mengano”. ¡¡Qué inventen ellos!! Se le hubiera
atragantado la proclama al catedrático a la vista de tan hermoso, sencillo y
humanitario utensilio. Y no quedó ahí la cosa, también ofreció al
universo-mundo la aguja hipodérmica desechable y decenas de baratijas que la
memoria colectiva no ha tenido a bien conservar. Era una especie de Melquíades
que extrajera de sí mismo las maravillas. Ahora nuestras madres, un poco tarde
la verdad, podrían lucir su palmito incluso entregadas a las faenas domésticas.
2.
Cuando proyectaron “De entre los
muertos” (“Vértigo”), de nada nos
sirvió el análisis exhaustivo de los carteles.
Nadie entendió nada, así que se proclamó como doctrina oficial que el operador
había alterado el orden de los rollos. Mi
hermano juró y perjuró que los había proyectado en el orden establecido y que
(él era lector de “Film Ideal”)
nosotros no sabíamos leer los tropos
cinematográficos. A la gente lo de los tropos
le pareció demasiado subterráneo
y exigió que le devolvieran el dinero pagado o que volvieran a proyectar la
película en el orden que los asistentes votaran. No era lógico que una mujer se
arrojara desde un campanario y que después apareciera tan campan(an)te. No era
lógico y así lo hicieron saber de forma contundente. Se volvió a proyectar la
película en el orden “democrático”.
La cosa aún se complicó más. Insistieron en lo del dinero y como el Sr. Tercero
no accedió, asaltaron la cantina del Reyes y lo dejaron sin pipas y sin
gaseosas.
Aún ahora, después de más de cincuenta años, cuando la cosa se pone
turbia y amenaza reyerta, alguien vaticina: “¡Se armará la de Reyes!”
3.
Pero la proyección, si puede llamarse así, más comprometida fue la de “Misterios de Tánger”.
Sólo sacamos en claro que algo pasaba en Tánger.
No sé si Uds. están puestos en el mecanismo de los antiguos proyectores.
Era una especie de caldera en el que
ardían unas barritas de carbón (o algo parecido). Sobre ese ardiente telón de
fondo unos cilindros dentados
arrastraban la cinta, a la velocidad adecuada, que circulaba entre ese
fuego infernal y una lente de aumento. Si la cinta tenía rotos los agujeritos
que debían engarzarse en los cilindros, éstos no podían hacer circular la
cinta… y se paraba. Entonces en la pantalla aparecía una mancha marrón-café que
rápidamente ocupaba toda la pantalla. De la ventanilla de proyección salía humo
negro, se paraba la proyección y se encendían las luces de la sala. Era
necesario cortar unos fotogramas y volver a pegar la película. Toda esta
operación se llevaba sus buenos 5 minutos…si el fuego no se extendía por toda
la cabina.
“Los misterios de Tánger” sufrió más cortes que Carnicerito de Úbeda. Habíamos entrado al cine a las 6
de la tarde, eran las doce de la noche y todavía no sabíamos de la naturaleza
dual de la bella espía polaca. La segunda película se suspendió.
La cosa empezó normal. El NO-DO recogía la visita del sultán de
Marruecos, Mohamed V, a Barcelona. Había llegado en el transatlántico “Casablanca” y lo llevaron a Monjuic y
tal. No hacía mucho que se había declarado la independencia oficial de
Marruecos. Muchos de los presentes habían hecho la mili, o lo que fuera, en el Protectorado o en la ciudad ocupada de Tánger. Cuando apareció el
sultán, los insultos y los quintos (de
cerveza) volaron por el espacio escénico. La pantalla quedó hecha un asco, lo
que añadió dificultad a la comprensión de la trama.
La verdad es que el NO-DO no ayudó a la recepción de la película sobre
Tánger y sus misterios, que pretendía ser la réplica franquista a “Casablanca”.
El primer corte era algo natural. La gente aprovechaba para ir al váter
o comprar una gaseosa en la cantina del Reyes. El segundo, podía coincidir con
el cambio de rollo (pues sepan Vds. que en un rollo de aquellos no cabía la
película entera). El tercero, mosqueó a los espectadores y el cuarto y las
decenas siguientes se sucedieron como ráfagas de metralleta. No conseguimos oír
ninguna frase completa.
La sala se convirtió en la “batalla de Platea”. Por suerte mi madre no había ido al cine, así que se
ahorró la vergüenza de ser la madre del inútil de la cabina. Mi hermano sacaba
la cabeza, negra de humo (parecía un tangerino)
por la ventanilla del cinemascope (habían dos: una normal y otra cinemascope,
que se construyó exprofeso para el estreno de “La túnica sagrada”. Fue algo así como lo que hizo Newton con la
camada de su gatita: construyó una gatera para cada uno de los cachorrillos) e
intentaba dar explicaciones.

No hacía mucho de la humillante derrota del Fortuna C.F. contra el
Molina de Segura. Mi hermano había jugado de portero (¡media parte!) y le
metieron 18 goles. Así que añadieron a los insultos motivados, el ultraje
pasado que, de verdad, no venía a cuento.
A las doce de la noche, aún, como he dicho, sin aclararnos sobre la
espía polaca, empezó a salir por las dos ventanillas, la normal y la del
cinemascope, un humo espeso y picante y unas llamaradas tales que amenazaban
con prender los paneles de fibra de vidrio que cubrían las paredes. Los
espectadores, saltando por encima de las matracas, se lanzaron a la calle sin
respetar mujeres ni niños. Mi hermano subía y bajaba de la cabina con cubos de
agua y se oía un fffsss….fffsss que proclamaba la gravedad del asunto. El
sr.Tercero tuvo que improvisar una oferta: La semana siguiente se daría cine
gratis.
Ahora me río, pero entonces no me reía. De verdad que vi peligrar la
integridad de la familia y, lo juro, de nada hubiera valido tener por padre al
gran guardia Herrero.
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