¿No
les ha ocurrido nunca, o al menos alguna vez, que, sobresaltados, han intentado
levantarse por el lado equivocado de la cama, aquel que, inevitablemente, da a
la pared, y se han golpeado la cara de tal manera y con tanta intensidad que,
primero, han lucido un bonito moratón durante todo el día y, segundo, ha sido
oído por el vecino de la izquierda, aquel que, precisamente, no quieren que se
entere de nada y menos de las desgracias, por razones sobre las que ya estarán sobre
aviso, y todo porque el cartero se empeña, día tras día, en apretar el timbre
de su casa, a sabiendas, o quizás exactamente por eso, de que Vd. se acuesta
tarde? ¿No les ha ocurrido nunca?
¿No?...
¡Eso
es que no viven en un bajo!
Yo
vivo en un bajo, y, por lo tanto, he sufrido esa circunstancia con una
frecuencia inquietante que, lejos de aminorarse, fue siempre a más, tanto que, pensé,
el cartero pensaba hacerme la vida (sobre todo las mañanas) insoportable por
alguna razón oculta o, al menos para mí, desconocida, a no ser que lo siguiente
sea causa suficiente de tanto resentimiento.
Eso que, entonces, se convirtió en rito
martirizante tuvo un comienzo, como es natural, pues todas las cosas o procesos
(¿o acaso no son lo mismo?) actuales tuvieron un comienzo en el tiempo,
suponiendo, claro está, que mi suposición sea acertada. Hacía dos días que
vivía en este nuevo domicilio, un bajo que, en realidad, por la parte que da al
sur, por donde, por razones que desconozco y que me llenan de incertidumbre,
ora sí, ora no, se vislumbra el mar, aparece como un primero, cuando, por
primera vez, sonó el timbre a las 8’45 de la mañana, hora en la que estoy, por
primera vez en toda la noche, después de intentarlo de todas las maneras, profundamente
dormido. Tras golpearme la cabeza contra la pared, algo que, entonces, me
pareció gracioso, y que, después, como he dicho, se convirtió en un rito de
martirio, me levanté presuroso y con el corazón latiendo, como late de miedo y
ansiedad el corazón en el pecho de un gorrioncillo y la cabeza dolorida, me
dirigí, de forma incierta, hacia donde parecía proceder el sonido que, yo aún
lo ignoraba, llegaría a convertirse en insidioso.
Vi al fondo del pasillo un resplandor fosforescente, como esas luces que,
dicen, emiten los huesos de los muertos, y me dirigí hacia él. Una pantallita
algo más grande que la de un teléfono móvil me mostraba el exterior, y en ese
exterior no había nadie, como si una ráfaga de viento, al azar, hubiera
incidido en el botón que activa el timbre de mi casa o un ave, perdida su ruta,
lo hubiera golpeado con su pico. Volvió a sonar. Volvió a iluminarse la
pantalla. Y volvió a no haber nadie en el exterior. Abrí la puerta para
resolver el enigma, pues, como es natural, siendo la primera vez, aún no se
había creado en mí la reactividad ni, en consecuencia, mi negativa,
insobornable, a abrir la puerta a ese enano que, con esfuerzo, conseguía
alcanzar el timbre del bajo, y ello, a pesar de que el cuadro de mandos está
colocado a menos de ciento cincuenta centímetros del suelo; esto fue lo que vi:
un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de
la forma más vil, con la vida de un insecto y, mientras consumaba el asesinato,
miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran
calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente,
de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, pese a lo
cual, lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si
estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y mientras
consumaba el asesinato miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los
incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante,
califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de
perversamente sádica, produjo en mí una corriente incontenible de hilaridad
que, el cartero, o, más bien, el mensajero
de las empresas, pues no pertenecía, según pude deducir de su ausencia
total de insignias y de la impropia cartera, al cuerpo de funcionarios del
Estado, tomó como dirigida, sin atenuantes, directamente a su persona y no,
como era el caso, a todo el cúmulo de circunstancias que concurrían y
convertían la secuencia en humorística. Ese fue el origen de este martirio
matutino, pues, desde entonces, viéndose, el mensajero, humillado a causa, en
exclusiva, así lo creía, de una condición innata y, sin recapacitar en los
inconvenientes que provocaba su, a todas luces, innecesaria, acción, convirtió
lo que había sido casi azaroso, aunque, bien mirado, los carteros y los
mensajeros de empresas siempre importunan a los moradores de los bajos, pese a
que por encima de ellos se enseñoreen cinco plantas, en una costumbre
totalmente premeditada y cargada, por eso mismo, de maldad, que sólo tocó a su
fin el día en que, era finales de la primavera, desde las 8’30 esperé, en los
espacios comunes, la llegada del enano. A las 8’43 Llegó, precedido de una
sombra escasa. Apretó el timbre y con la mano libre hacía, dirigidos a mí,
gestos insultantes que yo vería, creyó, con esa luz mortuoria, en la pantallita,
algo más grande que la de un móvil normal; y mientras se entretenía en esas
puerilidades, y, por lo tanto, perversidades, solté al perro (“Hegel”) que, en
su afán por cumplir, pronto y bien, con sus obligaciones, se estampó contra la
puerta cristalera que lo separaba del emisario comercial, produciendo tal
estruendo que el vecino, aquel que, precisamente, no quieren que, bajo ningún
concepto, se entere de nada que concierna a su persona ni a sus circunstancias,
salió cubierto con ropa deportiva y requirió explicaciones con unas formas que,
a poco sagaz que se fuera, denotaban una sobrada capacitación para cometer todo
tipo de desmanes. El perro no paró de ladrar. El enano comprendió, creo, pues
no ha vuelto, que la escena ponía el punto final a su divertimento. El vecino
dijo algo que, a causa de los insistentes y continuos ladridos de “Hegel”, no
pude entender pero, esto lo supongo, debían ser advertencias y referencias a, porque,
en un momento determinado de su extravío, comenzó a dar golpes contra la pared
de las dependencias comunes, en concreto contra la que delimitaba la morada del
vecino de la derecha, que salió alarmado y con la cara cubierta de espuma de
afeitar blanca, como es normal, y que enterado de lo que pasaba, volvió, no sin
abroncarnos, a introducirse en su morada, sabedor de que de tal guisa no
causaba impresión, sino que, bien al contrario, era objeto de rechifla y añadía
confusión a lo que estaba desarrollándose, los extraños y abruptos golpes que sonaban
cada mañana, precisamente a la hora en la que estábamos protagonizando aquella
lamentable, pero eficacísima, escena.
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