viernes, 4 de marzo de 2016

EJERCICIO DE ESTILO

     ¿No les ha ocurrido nunca, o al menos alguna vez, que, sobresaltados, han intentado levantarse por el lado equivocado de la cama, aquel que, inevitablemente, da a la pared, y se han golpeado la cara de tal manera y con tanta intensidad que, primero, han lucido un bonito moratón durante todo el día y, segundo, ha sido oído por el vecino de la izquierda, aquel que, precisamente, no quieren que se entere de nada y menos de las desgracias, por razones sobre las que ya estarán sobre aviso, y todo porque el cartero se empeña, día tras día, en apretar el timbre de su casa, a sabiendas, o quizás exactamente por eso, de que Vd. se acuesta tarde? ¿No les ha ocurrido nunca?
     ¿No?...
     ¡Eso es que no viven en un bajo!
     Yo vivo en un bajo, y, por lo tanto, he sufrido esa circunstancia con una frecuencia inquietante que, lejos de aminorarse, fue siempre a más, tanto que, pensé, el cartero pensaba hacerme la vida (sobre todo las mañanas) insoportable por alguna razón oculta o, al menos para mí, desconocida, a no ser que lo siguiente sea causa suficiente de tanto resentimiento.
     Eso que, entonces, se convirtió en rito martirizante tuvo un comienzo, como es natural, pues todas las cosas o procesos (¿o acaso no son lo mismo?) actuales tuvieron un comienzo en el tiempo, suponiendo, claro está, que mi suposición sea acertada. Hacía dos días que vivía en este nuevo domicilio, un bajo que, en realidad, por la parte que da al sur, por donde, por razones que desconozco y que me llenan de incertidumbre, ora sí, ora no, se vislumbra el mar, aparece como un primero, cuando, por primera vez, sonó el timbre a las 8’45 de la mañana, hora en la que estoy, por primera vez en toda la noche, después de intentarlo de todas las maneras, profundamente dormido. Tras golpearme la cabeza contra la pared, algo que, entonces, me pareció gracioso, y que, después, como he dicho, se convirtió en un rito de martirio, me levanté presuroso y con el corazón latiendo, como late de miedo y ansiedad el corazón en el pecho de un gorrioncillo y la cabeza dolorida, me dirigí, de forma incierta, hacia donde parecía proceder el sonido que, yo aún lo ignoraba,  llegaría a convertirse en insidioso. Vi al fondo del pasillo un resplandor fosforescente, como esas luces que, dicen, emiten los huesos de los muertos, y me dirigí hacia él. Una pantallita algo más grande que la de un teléfono móvil me mostraba el exterior, y en ese exterior no había nadie, como si una ráfaga de viento, al azar, hubiera incidido en el botón que activa el timbre de mi casa o un ave, perdida su ruta, lo hubiera golpeado con su pico. Volvió a sonar. Volvió a iluminarse la pantalla. Y volvió a no haber nadie en el exterior. Abrí la puerta para resolver el enigma, pues, como es natural, siendo la primera vez, aún no se había creado en mí la reactividad ni, en consecuencia, mi negativa, insobornable, a abrir la puerta a ese enano que, con esfuerzo, conseguía alcanzar el timbre del bajo, y ello, a pesar de que el cuadro de mandos está colocado a menos de ciento cincuenta centímetros del suelo; esto fue lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y, mientras consumaba el asesinato, miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, pese a lo cual, lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y mientras consumaba el asesinato miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, produjo en mí una corriente incontenible de hilaridad que, el cartero, o, más bien, el mensajero de las empresas, pues no pertenecía, según pude deducir de su ausencia total de insignias y de la impropia cartera, al cuerpo de funcionarios del Estado, tomó como dirigida, sin atenuantes, directamente a su persona y no, como era el caso, a todo el cúmulo de circunstancias que concurrían y convertían la secuencia en humorística. Ese fue el origen de este martirio matutino, pues, desde entonces, viéndose, el mensajero, humillado a causa, en exclusiva, así lo creía, de una condición innata y, sin recapacitar en los inconvenientes que provocaba su, a todas luces, innecesaria, acción, convirtió lo que había sido casi azaroso, aunque, bien mirado, los carteros y los mensajeros de empresas siempre importunan a los moradores de los bajos, pese a que por encima de ellos se enseñoreen cinco plantas, en una costumbre totalmente premeditada y cargada, por eso mismo, de maldad, que sólo tocó a su fin el día en que, era finales de la primavera, desde las 8’30 esperé, en los espacios comunes, la llegada del enano. A las 8’43 Llegó, precedido de una sombra escasa. Apretó el timbre y con la mano libre hacía, dirigidos a mí, gestos insultantes que yo vería, creyó, con esa luz mortuoria, en la pantallita, algo más grande que la de un móvil normal; y mientras se entretenía en esas puerilidades, y, por lo tanto, perversidades, solté al perro (“Hegel”) que, en su afán por cumplir, pronto y bien, con sus obligaciones, se estampó contra la puerta cristalera que lo separaba del emisario comercial, produciendo tal estruendo que el vecino, aquel que, precisamente, no quieren que, bajo ningún concepto, se entere de nada que concierna a su persona ni a sus circunstancias, salió cubierto con ropa deportiva y requirió explicaciones con unas formas que, a poco sagaz que se fuera, denotaban una sobrada capacitación para cometer todo tipo de desmanes. El perro no paró de ladrar. El enano comprendió, creo, pues no ha vuelto, que la escena ponía el punto final a su divertimento. El vecino dijo algo que, a causa de los insistentes y continuos ladridos de “Hegel”, no pude entender pero, esto lo supongo, debían ser advertencias y referencias a, porque, en un momento determinado de su extravío, comenzó a dar golpes contra la pared de las dependencias comunes, en concreto contra la que delimitaba la morada del vecino de la derecha, que salió alarmado y con la cara cubierta de espuma de afeitar blanca, como es normal, y que enterado de lo que pasaba, volvió, no sin abroncarnos, a introducirse en su morada, sabedor de que de tal guisa no causaba impresión, sino que, bien al contrario, era objeto de rechifla y añadía confusión a lo que estaba desarrollándose, los extraños y abruptos golpes que sonaban cada mañana, precisamente a la hora en la que estábamos protagonizando aquella lamentable, pero eficacísima, escena.


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