viernes, 12 de febrero de 2016

21 DE MARZO DE 1964





     En aquellos tiempos, la atracción más importante de la semana era el ciego que nos cantaba los horrores que ocurrían a nuestro alrededor y de los cuales parecía que estábamos a salvo. Desplegaba su fridesca orla y nos cantaba, con una melodía primitiva e insidiosa, las puñaladas (lo que variaba era la cantidad) que alguien había propinado a un prójimo.  Recuerdo la melodía como si la hubiera oído ayer en el esputofaif. Acabada su actuación vendía la letra, ilustrada, por “la voluntad”. El dinero conseguido lo gastaba en salazones (¡si lo sabré yo!). La escena tenía lugar los sábados, día de mercado. Un sábado dejó de venir.

     Dijeron que le había dado un ataque de tensión.

     Mi padre era suscriptor de “El Caso”, así que a mí aquello no me hacía mucha impresión. Lo de mi padre se explicaba porque su oficio tenía que ver con la criminalidad y era su obligación, decía, estar al corriente de las tendencias. Mi madre, ajena a este deber paterno, anunció un día un “auto de fe” al que fueron a parar todos los ejemplares de “El Caso”, y de paso, todos los tebeos del “Jabato” y de “Hazañas Bélicas”, los relatos del ciego, y todos los carteles de cine y todas las filminas que guardaba (yo) como un tesoro, entre las cuales Silvana Mangano en “Arroz Amargo”.  Los “autos de fe” eran la chifladura de mi madre. Pasaban los años como si no pasara nada y de golpe y porrazo sacaba al patio toneladas de papeles y los prendía con una furia propia de quien se quema por dentro y no sabe cómo poner remedio.

     El último precedió en semanas a su propia desaparición y fue anunciado un martes por la mañana en el Centro de Día del pueblo. Fue el punto y final: una baraja editada en conmemoración del décimo aniversario de la muerte de Stalin y otra fabricada con ocasión de la llegada del hombre a la luna; todos los libros de Ediciones Progreso, que con tanto afán había yo recogido de los barcos soviéticos que llegaban al puerto fluvial de Bremen, en el que por entonces me desempeñaba; así como un lote desordenado y deshojado de novelitas editadas en Plaza y Janés, entre las que destacaban, obras de Hamsun y de Pear S. Buck…Creo que también fue inmolada, pues no he vuelto a verla, la orla que conmemoraba la finalización de mi bachillerato superior (y el abandono definitivo de los escolapios).

     En la edad “heroica”, en los años en que soñamos con hacer heroicidades y vivir aventuras extraordinarias, o sea sobre los 12 años, a mí me dio por ofrecerle al crucificado las heladas madrugadas de enero, a imitación de (Do)minguito Savio: cuando mis condiscípulos se sumían en sus despreciables sueños aderezados de ruidos y exclamaciones, yo abría de par en par la ventana que estaba justo detrás de mi cama. Los trenes nocturnos parecía que pasasen por el pasillo y el olor a carbonilla y la carbonilla misma, impulsados por el viento frío y húmedo, inundaba los lóbregos dormitorios corridos e inundaba todos los recovecos.

 Media docena acabamos en urgencias. Aquello pareció durante unas semanas un rebrote de la gripe española.

     Una vez superada la tendencia al martirio, el deseo de santidad se filtró, como la carbonilla, por otras grietas y apareció disfrazado de “obras de caridad”. Y era con esa finalidad que guardaba la chocolatina diaria (roja y plana, de Nestlé que escondía un cromo dentro; a mí siempre salía “el arco de Barà”); con esa finalidad recorría como un vagabundo ansioso las calles de la Malvarrosa a la búsqueda de necesitados. Aquel (do)mingo 21 de marzo de 1964 fue rico en incompletas obras de caridad, no en vano era el día más largo del año.

     Aunque les pueda parecer extraño, dada la época en que vivimos, regida por reglas que derivan del fondo putrefacto de la familia menguante, entonces se nos dejaba salir del centro escolar y hacer lo que nos diera la gana…¡teníamos 12 años! Y con esa tierna edad yo, con autorización, me iba solo a la playa, o, como digo, a recorrer la geografía de la miseria y de la desgracia para, en ellas, hacer brillar mis “buenas obras”. Si me permiten la comparación, era como D. Quijote a la búsqueda de ocasiones en las que poner de manifiesto mi capacidad para el bien. Y así salía yo: armado con chocolatinas y deseos de ayudar al prójimo. Quizás fuera la reacción a tantas maldades como había oído relatar al ciego y a las espeluznantes historias del rotativo.

     A este día, ya de por sí distinguido, nosotros añadíamos la celebración de la onomástica del padre rector, Luís Carrión, neurálgico y poeta. Así empezábamos el verano: bajo el manto tórrido de san Luís Gonzaga y de su encarnación en la tierra, el dolorido poeta que, a más de neurálgico, el hábito de fumar le había tintado los dedos índice y corazón de la mano izquierda de un amarillo ocre parecido al colorante culinario. Cuando, en contadas ocasiones, lo veíamos celebrar misa y elevar la hostia en el momento álgido (valga la redundancia) el contraste entre la blancura de la oblea y el amarillo intenso de sus dedos era alarmante y daba a la escena un aire sacrílego.




     El domingo 21 de junio de 1964, por la razón expuesta, desayunamos una taza de chocolate y unos cuantos melindres. Además se nos ofrecieron caramelos y doble ración de chocolatinas. Yo me conformé con la taza de chocolate. El resto lo guardé como medio para expresar mi desespero por el bien. Acabado el refrigerio nos dirigían hacia la sala de música que hacía las veces de sala de actos y allí dábamos rienda suelta a nuestra inspiración artística en honor del homenajeado. Normalmente el encargo poético recaía  sobre Ángel, cuyo apellido, Claramonte, refulgía entre los García, Gómez y otros de la misma catadura. El tal, con la costumbre, dominaba a la perfección las rimas asonantes en a-a: “Gonzaga”, “alba”, “mañana”, “esperanza”, “vaga” (en la acepción de “vaporosa”, “indefinida”…Resaltar que evitaba, en esto seguía las instrucciones del cura poeta, los imperfectos en “aba”) que combinaba con rimas en ó- : “Carrión”, “amor”, “corazón”, “Señor”, “gorrión”, formando cuartetas de octosílabos inseguros. El poeta y fumador oía la voz del bardo habitual con los ojos cerrados y echando espesas fumarolas azul plomizo. Cuando acababa el recitado, el “padre rector” analizaba el “poema” desde el punto de vista técnico, que incluía métrica y acentos y desde el punto de vista más elevado del uso de las figuras literarias y tropos, acabado lo cual pasaba a recitarnos su producción última que normalmente ocupaba varios centenares de versos. Aquello se hacía insoportable de verdad. Siempre acabábamos diciéndonos que preferíamos la aguachirle cotidiana. Pero antes de llegar a esa inexorable conclusión teníamos aún que sufrir unas interpretaciones pianísticas a cargo de los más avanzados de la clase. Normalmente todo giraba en torno a Schumann.




     Sólo después de estos puyazos nos dejaban libres hasta la hora de comer (paella, naturalmente). Unos se iban a la playa, otros a seguir durmiendo, los había que preferían jugar al fútbol. Yo era de los del fútbol. Pero aquel día me dirigí, lleno de amor al prójimo, al campamento de gitanos de la Patacona. Recuerden que yo tenía 12 años. Entré en aquel laberinto de chabolas con la seguridad que me daba mi inocencia. Aún no había andado ni cincuenta metros cuando una pareja de churumbeles se me acercó y sin decir ni me quitaron la caja de las dádivas y se marcharon corriendo divertidos. Describir el estado en el que me quedé es inútil y como es inútil no lo intentaré. Me di la vuelta y me marché. Algo entendí: era preferible arrebatar que esperar a que un imbécil como yo apareciera con su cargamento de chocolatinas y melindros.

     La paella siempre me producía un amargo dolor de estómago y la esperaba con consternación. No fue diferente. Así que, ese día, tuve algo más que ofrecer por el bien de la humanidad en su conjunto.

     Fue dejar los curas y desaparecer la dolencia. Y para demostrárselo a Vds. me haré, ahora mismo (ante su vista), una paella de costijellas y verduras y me pimplaré una botellita de verdejo. Remataré con unas copitas de Master Jager (¿) Mike Jaeger (¿)…¡el del ciervo! que acaban de traerme de Tubinga.

     La siesta era ineludible. Y a eso de las seis y media nos daban otras dos horas de paseo libre. Estaba a punto de acabar el día y yo no había conseguido anotar nada en mi HABER, salvo ese asqueroso dolor de estómago. Salí decidido. Borracho de bien. En cuanto dejé la Senda de la Carrasca y desemboqué en la Avenida vi una mujer mayor que llevaba un pesado bulto sobre sus espaldas. Me acerqué, se lo cogí y cargué con el fardo detrás de ella. La mujer reaccionó mal; pensó que iba a robárselo y me arreó un bofetón que se oyó hasta en la ermita de Vera. Le expliqué mis intenciones. Se calmó y creo que pensó que estaba en presencia de un niño loco capaz de cualquier cosa, así que me dejó hacer. No vivía lejos. El bulto era pesado de verdad, como las obras completas de Pérez Galdós y Pardo Bazán juntas. Aguanté y cuando llegamos a la meta me sentí ligero como un jilguero (¡!) y feliz como una perdiz (¡!). Estaba claro que me había impregnado del espíritu poético de la mañana. No contento con la proeza que acababa de realizar me dirigí al Hospital Infantil de san Juan de Dios a “visitar a los enfermos”. Pensé que el Cotolengo me pillaba demasiado lejos. No llevaba chocolatinas ni caramelos, sólo mis ansias de bien y de ayudar al prójimo. Les digo que entonces todo era más fácil que ahora: nadie me preguntó nada.


     Fue abrir la puerta de la sala de enfermos “menos graves”, cuando todos los reunidos (que eran multitud) y muchos de los pacientes infantiles saltaron de alegría, lanzando alaridos de puro júbilo. Las almohadas volaban por los aires, los sombreros recorrían el espacio como platillos volantes. Los que estaban de pie saltaban enloquecidos y los que estaban en las camas, también. Pensé que de repente dios (¿) me había otorgado poder taumatúrgico; que mi sola presencia hacía andar a los cojos y hablar a los mudos, tal como me había anunciado la comadrona. Avancé un poco por entre las filas de camas metálicas, me imaginé como el Señor entrando en Jerusalén y giré sobre mí mismo para ver el espectáculo que mi mera presencia estaba produciendo. Sobre la puerta de entrada una televisión retransmitía un partido de fútbol. Marcelino, a falta de 8 minutos, acababa de marcar el 2 a 1 contra la URSS. Centró Pereda (¡no fue Amancio!) y remató de forma inverosímil Marcelino. Así ganó la Copa de Europa la “roja” en el año 64: ¡contra los “rojos”.

     Como no había moviola no pude ver la jugada hasta muchos años después.

    Les supongo enterados de todas las circunstancias que envolvieron ese enfrentamiento, si no… ¡Infórmense Vds. Infórmense! (Merece la pena).









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