En aquellos tiempos, la atracción más importante de
la semana era el ciego que nos
cantaba los horrores que ocurrían a nuestro alrededor y de los cuales parecía
que estábamos a salvo. Desplegaba su fridesca
orla y nos cantaba, con una melodía primitiva e insidiosa, las puñaladas (lo
que variaba era la cantidad) que alguien había propinado a un prójimo. Recuerdo la melodía como si la hubiera oído
ayer en el esputofaif. Acabada su
actuación vendía la letra, ilustrada, por “la
voluntad”. El dinero conseguido lo
gastaba en salazones (¡si lo sabré yo!). La escena tenía lugar los sábados, día
de mercado. Un sábado dejó de venir.
Dijeron
que le había dado un ataque de tensión.
Mi padre era suscriptor de “El Caso”, así que a mí aquello no me
hacía mucha impresión. Lo de mi padre se explicaba porque su oficio tenía que
ver con la criminalidad y era su obligación, decía, estar al corriente de las
tendencias. Mi madre, ajena a este deber paterno, anunció un día un “auto de
fe” al que fueron a parar todos los ejemplares de “El Caso”, y de paso, todos los tebeos del “Jabato” y de “Hazañas Bélicas”,
los relatos del ciego, y todos los carteles de cine y todas las filminas que
guardaba (yo) como un tesoro, entre las cuales Silvana Mangano en “Arroz Amargo”. Los “autos
de fe” eran la chifladura de mi madre. Pasaban los años como si no pasara
nada y de golpe y porrazo sacaba al patio toneladas de papeles y los prendía
con una furia propia de quien se quema por dentro y no sabe cómo poner remedio.
El
último precedió en semanas a su propia desaparición y fue anunciado un martes
por la mañana en el Centro de Día del
pueblo. Fue el punto y final: una baraja editada en conmemoración del décimo
aniversario de la muerte de Stalin y otra fabricada con ocasión de la llegada
del hombre a la luna; todos los libros de Ediciones
Progreso, que con tanto afán había yo recogido de los barcos soviéticos que
llegaban al puerto fluvial de Bremen, en el que por entonces me desempeñaba; así
como un lote desordenado y deshojado de novelitas editadas en Plaza y Janés,
entre las que destacaban, obras de Hamsun y de Pear S. Buck…Creo que también
fue inmolada, pues no he vuelto a verla, la orla que conmemoraba la finalización
de mi bachillerato superior (y el abandono definitivo de los escolapios).
En la edad “heroica”, en los años en que soñamos con hacer heroicidades y vivir
aventuras extraordinarias, o sea sobre los 12 años, a mí me dio por ofrecerle
al crucificado las heladas madrugadas de enero, a imitación de (Do)minguito
Savio: cuando mis condiscípulos se sumían en sus despreciables sueños
aderezados de ruidos y exclamaciones, yo abría de par en par la ventana que
estaba justo detrás de mi cama. Los trenes nocturnos parecía que pasasen por el
pasillo y el olor a carbonilla y la carbonilla misma, impulsados por el viento
frío y húmedo, inundaba los lóbregos dormitorios corridos e inundaba todos los recovecos.
Media docena acabamos en urgencias. Aquello
pareció durante unas semanas un rebrote de la gripe española.
Una vez superada la tendencia al martirio,
el deseo de santidad se filtró, como la carbonilla, por otras grietas y apareció disfrazado de “obras de caridad”. Y era con esa finalidad que guardaba la chocolatina
diaria (roja y plana, de Nestlé que escondía un cromo dentro; a mí siempre
salía “el arco de Barà”); con esa finalidad recorría como
un vagabundo ansioso las calles de la Malvarrosa a la búsqueda de necesitados.
Aquel (do)mingo 21 de marzo de 1964 fue rico en incompletas obras de caridad,
no en vano era el día más largo del año.
Aunque les pueda parecer extraño, dada la
época en que vivimos, regida por reglas que derivan del fondo putrefacto de la
familia menguante, entonces se nos dejaba salir del centro escolar y hacer lo
que nos diera la gana…¡teníamos 12 años! Y con esa tierna edad yo, con
autorización, me iba solo a la playa, o, como digo, a recorrer la geografía de
la miseria y de la desgracia para, en ellas, hacer brillar mis “buenas obras”. Si me permiten la
comparación, era como D. Quijote a la búsqueda de ocasiones en las que poner de
manifiesto mi capacidad para el bien. Y así salía yo: armado con chocolatinas y
deseos de ayudar al prójimo. Quizás fuera la reacción a tantas maldades como
había oído relatar al ciego y a las espeluznantes historias del rotativo.
A este día, ya de por sí distinguido,
nosotros añadíamos la celebración de la onomástica del padre rector, Luís
Carrión, neurálgico y poeta. Así empezábamos el verano: bajo el manto tórrido
de san Luís Gonzaga y de su encarnación en la tierra, el dolorido poeta que, a
más de neurálgico, el hábito de fumar le había tintado los dedos índice y
corazón de la mano izquierda de un amarillo ocre parecido al colorante
culinario. Cuando, en contadas ocasiones, lo veíamos celebrar misa y elevar la
hostia en el momento álgido (valga la redundancia) el contraste entre la
blancura de la oblea y el amarillo intenso de sus dedos era alarmante y daba a
la escena un aire sacrílego.
El
domingo 21 de junio de 1964, por la razón expuesta, desayunamos una taza de
chocolate y unos cuantos melindres. Además se nos ofrecieron caramelos y doble
ración de chocolatinas. Yo me conformé con la taza de chocolate. El resto lo
guardé como medio para expresar mi desespero por el bien. Acabado el refrigerio
nos dirigían hacia la sala de música que hacía las veces de sala de actos y
allí dábamos rienda suelta a nuestra inspiración artística en honor del
homenajeado. Normalmente el encargo poético recaía sobre Ángel, cuyo apellido, Claramonte,
refulgía entre los García, Gómez y otros de la misma catadura. El tal, con la
costumbre, dominaba a la perfección las rimas asonantes en a-a: “Gonzaga”, “alba”, “mañana”, “esperanza”, “vaga” (en la acepción de “vaporosa”, “indefinida”…Resaltar que evitaba, en esto seguía las instrucciones
del cura poeta, los imperfectos en “aba”)
que combinaba con rimas en ó- :
“Carrión”, “amor”, “corazón”, “Señor”, “gorrión”, formando cuartetas de octosílabos inseguros. El poeta y
fumador oía la voz del bardo habitual con los ojos cerrados y echando espesas
fumarolas azul plomizo. Cuando acababa el recitado, el “padre rector” analizaba el “poema”
desde el punto de vista técnico, que incluía métrica y acentos y desde el punto
de vista más elevado del uso de las figuras literarias y tropos, acabado lo
cual pasaba a recitarnos su producción última que normalmente ocupaba varios
centenares de versos. Aquello se hacía insoportable de verdad. Siempre
acabábamos diciéndonos que preferíamos la
aguachirle cotidiana. Pero antes de llegar a esa inexorable conclusión
teníamos aún que sufrir unas interpretaciones pianísticas a cargo de los más
avanzados de la clase. Normalmente todo giraba en torno a Schumann.
Sólo después de estos puyazos nos dejaban
libres hasta la hora de comer (paella, naturalmente). Unos se iban a la playa,
otros a seguir durmiendo, los había que preferían jugar al fútbol. Yo era de
los del fútbol. Pero aquel día me dirigí, lleno de amor al prójimo, al campamento
de gitanos de la Patacona. Recuerden
que yo tenía 12 años. Entré en aquel laberinto de chabolas con la seguridad que
me daba mi inocencia. Aún no había andado ni cincuenta metros cuando una pareja
de churumbeles se me acercó y sin decir
ni mú me quitaron la caja de las
dádivas y se marcharon corriendo divertidos. Describir el estado en el que me
quedé es inútil y como es inútil no lo intentaré. Me di la vuelta y me marché.
Algo entendí: era preferible arrebatar que esperar a que un imbécil como yo apareciera
con su cargamento de chocolatinas y melindros.
La paella siempre me producía un amargo
dolor de estómago y la esperaba con consternación. No fue diferente. Así que,
ese día, tuve algo más que ofrecer por el bien de la humanidad en su conjunto.
Fue dejar los curas y desaparecer la
dolencia. Y para demostrárselo a Vds. me haré, ahora mismo (ante su vista), una
paella de costijellas y verduras y me
pimplaré una botellita de verdejo. Remataré con unas copitas de Master Jager
(¿) Mike Jaeger (¿)…¡el del ciervo! que acaban de traerme de Tubinga.
La siesta era ineludible. Y a eso de las
seis y media nos daban otras dos horas de paseo libre. Estaba a punto de acabar
el día y yo no había conseguido anotar nada en mi HABER, salvo ese asqueroso
dolor de estómago. Salí decidido. Borracho de bien. En cuanto dejé la Senda de la Carrasca y desemboqué en la Avenida
vi una mujer mayor que llevaba un pesado bulto sobre sus espaldas. Me acerqué,
se lo cogí y cargué con el fardo detrás de ella. La mujer reaccionó mal; pensó
que iba a robárselo y me arreó un bofetón que se oyó hasta en la ermita de
Vera. Le expliqué mis intenciones. Se calmó y creo que pensó que estaba en
presencia de un niño loco capaz de cualquier cosa, así que me dejó hacer. No
vivía lejos. El bulto era pesado de verdad, como las obras completas de Pérez
Galdós y Pardo Bazán juntas. Aguanté y cuando llegamos a la meta me sentí
ligero como un jilguero (¡!) y feliz como una perdiz (¡!). Estaba claro que me
había impregnado del espíritu poético de la mañana. No contento con la proeza
que acababa de realizar me dirigí al Hospital Infantil de san Juan de Dios a “visitar a los enfermos”. Pensé que el Cotolengo me pillaba demasiado lejos. No
llevaba chocolatinas ni caramelos, sólo mis ansias de bien y de ayudar al
prójimo. Les digo que entonces todo era más fácil que ahora: nadie me preguntó
nada.
Fue
abrir la puerta de la sala de enfermos “menos
graves”, cuando todos los reunidos (que eran multitud) y muchos de los
pacientes infantiles saltaron de alegría, lanzando alaridos de puro júbilo. Las
almohadas volaban por los aires, los sombreros recorrían el espacio como
platillos volantes. Los que estaban de pie saltaban enloquecidos y los que
estaban en las camas, también. Pensé que de repente dios (¿) me había otorgado
poder taumatúrgico; que mi sola presencia hacía andar a los cojos y hablar a
los mudos, tal como me había anunciado la comadrona. Avancé un poco por entre
las filas de camas metálicas, me imaginé como el Señor entrando en Jerusalén y
giré sobre mí mismo para ver el espectáculo que mi mera presencia estaba
produciendo. Sobre la puerta de entrada una televisión retransmitía un partido
de fútbol. Marcelino, a falta de 8 minutos, acababa de marcar el 2 a 1 contra
la URSS. Centró Pereda (¡no fue Amancio!) y remató de forma inverosímil
Marcelino. Así ganó la Copa de Europa la “roja”
en el año 64: ¡contra los “rojos”.
Como
no había moviola no pude ver la
jugada hasta muchos años después.
Les
supongo enterados de todas las circunstancias que envolvieron ese
enfrentamiento, si no… ¡Infórmense Vds. Infórmense! (Merece la pena).
Una verdadera gozada leerte.
ResponderEliminarMuchas gracias, Ben. Ahora voy, si el ordenador me deja, a leer tus cosas.
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