martes, 24 de noviembre de 2015

DÍA DE PERROS.


 -1-

Aquello no era París (ni yo Hemingway): así que donde debería haber habido un hermoso hipódromo, había un miserable recinto para desfogue de  perros y humanos. Una especie de teatro griego donde siempre se representaba la misma tragedia: “El hombre que sabía demasiado y, sin embargo, perdía y perdía”.  Incrustado en un patio interior de la última manzana de la Gran Vía, ya con Plaza de España. Había arcos por todas partes, dando la engañosa impresión de espacio. El viento recorría el hall. Los apostantes cogían con furia sus billetes. Los billetes fracasados bailaban el baile “espermático” que Anaxágoras había establecido como origen del universo. Quizás, quién sabe, estuviera a punto de organizarse un nuevo cosmos a partir de los desperdicios desafortunados. Un nuevo cosmos, esta vez sí, favorable a los perdedores.  Quizás la revolución que había fracasado en el 68 y que había sido esperada en la “Transición”, tuviera su origen aquí en este hall “art decó” y sus graderíos se convirtieran en el esperado hemiciclo revolucionario.

Allí ocurría que las sombras iban erguidas como fumarolas y los originales se arrastraban por el suelo, siguiendo a rebufo sus (de ellas) movimientos sinuosos. 

Los días de más afluencia eran los de finales de invierno. El sol, que ya levantaba el vuelo, lamía con dulzura las últimas filas de la cávea. Y allí se amalgamaban los insomnes; los trasnochadores; los que no querían, de ningún modo, volver al hogar; los que soñaban con un tresillo nuevo y todos aquellos para los que la vida era una pesada  sucesión de minutos. Las ganancias, en el mejor de los casos, daban para pasar un día típico de pequeña burguesía: Comer en Can Culleretes, tomar unos carajillos en el Internacional, cenar en el Amaya y volver a casa, exactamente igual como habías salido: con cinco duros.

O, si te contenías: para comprar una pieza del tresillo deseado.

A los perros los sacaban en racimos, para que fueran analizados por la distinguida clientela y se pudiera hacer una idea del material con el que se jugaban los cuartos. Los perros cagaban, meaban, miraban aburridos al tendido y eran retirados…  todo en silencio. Los asiduos comentaban las posibilidades de tal o cual animal. Los poetas se dejaban llevar por el nombre de los cánidos. Otros ni miraban. Hecha la presentación venía el momento de las apuestas. Las ventanillas eran humillantes: no se había tenido en cuenta que la altura media había subido 10 centímetros desde la postguerra: inclinados como alcayatas, metían la cabeza y las manos dentro de esa boca de madriguera y salían rojos, con la vena de la frente marcada y con un atillo de papeletas.

¡No va más!

Volvían a sacar los perros. ¡Ahora sí que ladraban! Era como si les hubiera dado un chute de centramina. Ponían en marcha la “liebre” y los aullidos convertían aquello en un matadero. Los encerraban en sus respectivas jaulas, les hacían esperar un poquito para acrecentar su impaciencia y salían como salen las balas de una metralleta: decididos pero sin objetivo claro; sólo después de unos segundos su atención se iba centrando en ese montón de trapos apestosos que iba girando por el perímetro interior de la pista. ¡A por él! La mayoría de los animales, incapaces de tomar las curvas de “estadio” se estampaban contra las paredes de cemento; quedaban aturdidos, miraban para todas partes y, repuestos, se lanzaban a la carrera en pos de la estela pútrida. Algunos quedaban tan aturdidos que decidían poner fin a su carrera. Los que habían apostado por ellos los insultaban y se tiraban de los pelos.

Después venía cuando se arrojaban las papeletas al viento del interior de la manzana. Giraban en torbellinos infaustos. De vez en cuando se oían gritos: “¡Primero y colocado!”.  Se les miraba con envidia: ¡Ese comerá en “Can Culleretes!”

La cosa acababa como había empezado: lánguidamente. El suelo cubierto de boletos avergonzados agitados por los vientos que, de los cuatro puntos cardinales, los sometían al martirio acostumbrado.  Sala de los pasos perdidos. Alguna chaqueta olvidada. Botellas…Caía la noche sobre el recinto.

Podría decirse que yo era un asiduo de fin de semana. Concretamente de los sábados: de 10 a 1. Compraba el periódico, escogía una buena plaza y adquiría, al azar, algunos boletos: siempre a perros que se llamaran Lucero (Lucero I, Lucero II, Lucero III…). Nunca gané nada… hasta el día en que gané algo. Y fue el día adecuado, porque la necesidad se había convertido en pobreza sin remisión (hasta la próxima paga)… ¡Y estábamos a 11 de marzo! Todo un mes por delante. Un mes de espinacas congeladas. Un mes que me tendría que pedir de baja para ahorrarme el trayecto al trabajo y los gastos que el mero hecho de trabajar lleva aparejados.

Y la vergüenza. ¡Un mes de perros!

Harto de la saga de los “Lucero”, me decidí por un galgo propietario de un nombre fugaz: “Reflejo”.  Y de colocado aposté por “Lucero IV”. “Lucero IV” se estampó contra el cemento en la primera curva, se sentó y cuando la troupe volvió a pasar se unió a ella entre ladridos y moviendo la cola de forma poco competitiva. “Reflejo”, sin embargo, ganó. Se pagaba quince a uno. Así que me llevé, limpias, 350 pesetas. Pensé que podía ser el comienzo de un día memorable y lo aposté todo a un perro que aparecía con el arrebatador nombre de “Nube de Tormenta”  (en familia le llamarían “Trotsky”). De colocado anoté a “Lucero II”,  que se estampó en la segunda curva y se volvió cabizbajo a la jaula, maldiciendo la mala suerte de la saga. Ganó “Nube de Tormenta” y se pagó a 12’5 x 1. ¡Toda una fortuna! Parecía el” Día Internacional de lo Imposible”.

Llevaba en el bolsillo más de tres mil pesetas. Decidí que ya estaba bien. Tomé una cerveza acariciado por el sol anunciador de la primavera, dejé el periódico (desapareció antes de acabar de incorporarme) y salí. Alguien intentó lanzarme un “mal de ojo”, que pude esquivar.

En el “hall” yacía de cualquier manera un tipo cetrino. Del puño derecho, cerrado con furia, sobresalían unos boletos. Pensé que serviría como inicio de una novela policíaca. Pero se levantó, le pegó una patada a un vaso de plástico y se dirigió, presto, a la gradería.

Gran Vía hacia Besós, lado mar, circulaba silbando una melodía de invención propia que coincidía, nota por nota, con “Midnight Cowboy”. El día era hermoso de verdad. En el Boadas tomé un Dry y me dirigí a “Can Culleretes”, dispuesto a zamparme una “escudella amb pilota”, antes de que el invierno se despidiera definitivamente.

Al girar hacia Ferrán me encontré con mi amigo “el Cojo”, el que vendió mi reloj para comprarse unos juegos de gomas para las muletas. Éste, artista empedernido y enojado con el mundo, era capaz de recorrer Barcelona de punta a punta, bajo una sonora tormenta de otoño, para comerse un par de huevos fritos por el morro. Tenía la finura de aparecer por “La Palma” justo en el momento en el que aparecía el bocadillo de atún con olivas. Preguntar si quería era tan superfluo que jamás proferí semejante conjunto de palabras. Apoyaba la muleta en la barra y se lanzaba decidido sobre el trozo de comida. En su favor: no tenía un duro. En su contra: si lo hubiera tenido no te hubiera invitado ni a un vaso de vino.

Naturalmente no le dije nada de mi buena suerte. La necesidad agudiza no sólo el ingenio, sino también la intuición. Algo notó: quizás el brillo extravagante de mis ojos; o puede que una soltura desacostumbrada. Fue inevitable tomar algo en el Edén. Lo dejé sentado a una desalentadora mesa de aluminio. Noté su mirada en el pescuezo como puñales. Sin volverme, levanté la izquierda. ¡Adiós! ¡Voy a zamparme una “escudella amb pilota”! (pensé).

Era sábado. Una familia numerosa esperaba turno: padre, madre, suegra y cuatro niños: dos gemelos de unos seis años, una niña ya púber y un mozalbete con la cara llena de granos. No es fácil conseguir una mesa para siete. Yo iba solo y entré. Me situaron en un rincón apartado. Al poco entró la familia, desorientada. El padre intentaba pedir en nombre de todos.

–Hombre, Kino ¿has ganado en los perros?– El camarero, noctámbulo, estaba al tanto de mis costumbres– ¿Por fin los “Luceros” te han iluminado?

No le di explicación alguna y él, sin preguntar, me trajo un plato de “escudella amb pilota”, con el dedo gordo de la mano derecha dentro del caldo. En la izquierda traía una botella de Berichó de tapón de plástico. Le hice devolver la botella y que me trajera un rioja.

–Pensé que te iría bien un vino “perrero”–Su simpatía era proverbial.

Bueno, todo fue según lo estipulado. La familia numerosa aún no se había decidido cuando yo doblaba la servilleta, dejaba un duro de propina, me levantaba y salía por donde había entrado. El día seguía estupendo. Me dirigí al Internacional a continuar con la ronda de aguardientes. Pasé por la puerta del Amaya. Le eché una mirada como diciéndole: nos veremos esta noche, cariño, y seguí Ramblas abajo.
Allí, sentado bajo la dorada luz de este hermoso día de finales de invierno, apoyada la muleta en el borde de la mesa y estirada la pierna inválida sobre una silla metálica, estaba “el Cojo”. Tomaba un pipermint. La luz del sol, al atravesar ese verde contundente, creaba un arco iris equivocado. Su cara, verde, parecía sacada de un cuadro de Munch y a su alrededor se había extendido la desolación. Era como un eucaliptus: había secado todo el terreno circundante. Traje negro, de pana, amplio y al cuello los restos de lo que debió ser un elegante foulard color vino. La combinación de colores daba miedo.

Tiré el palillo para que no dedujera nada acerca de la “escudella”.

Fue verme y ofrecerme la silla de la que, con esfuerzo, quitaba la pierna articulada. Se le soltó una pieza. La colocó.  Tomé asiento. El camarero, con retranca, dijo de ponerme una granadina, para complicar la ya complicada combinación de colores. Le dije que se ahorrara la crítica artística y que sirviera lo de siempre: orujo blanco. “El Cojo” dijo algo sobre un pincho de tortilla.

–Es curioso cómo todos los caracoles son dextrógiros.

Esa afirmación la lanzó entre “espérmatas” de tortilla. Retomaba una conversación que dejamos a medias hacía 9 años en un bar de Valencia. Para demostrar su proposición pidió un plato de caracoles. Se los iba zampando y me mostraba, uno por uno, su caparazón dextrógiro. Se extendió en simetrías que no eran tales, en figuras imposibles y desembocó en un artículo que acababan de publicarle en una universidad australiana de provincias, en el que demostraba la posibilidad de que un camello entrara por el ojo de una aguja.

También los Smith and Wesson son dextrógiros (pensé).

El sol se hundía por les Drassanes. La conversación giraba levógiramente. El camarero había dejado la botella del “Afilador” que, ahora sí, proyectó un último arco iris correcto. La conversación se elevaba; llegamos a la problemática cubista y convinimos en que una botella de “Anís el Mono” sería más adecuada.  El “cubismo” es fúnebre, siniestro, levógiro. Aunque, finalmente, incorporó el color y se volvió dextrógiro. El mundo se está volviendo levógiro. (y tú…¡de negro!, pensé). La conversación subía y bajaba. Pasaba de la panorámica al primerísimo plano…siempre de la mano de esta pareja de conceptos. “El Cojo” había ordenado su “weltanchaung” en torno a esas categorías que funcionaban en su argumentario como lo “Apolíneo” y lo “Dionisíaco” en el pensamiento de Nietzsche.

–¿Es el universo el que se vuelve levógiro?– dije para expandir (y enfriar la conversación)

–¡¡Es Barcelona!!– Contestó de forma inesperada… y condensando el tema.

Miré cómo se ponía el sol y di la última calada al cigarrillo. El lucero de la tarde ya había aparecido. Pensé que mi amigo era la fiel representación de lo “levógiro”.

-2-
La alegría con la que había salido del canódromo se iba desvaneciendo. Era como si hubiera ganado a finales del XIX. Ahora estábamos sumidos en lo más espeso de la problemática del siglo XX. Vaciamos la botella de “Anís el Mono”, pagué (¡¡) y empezamos a peregrinar Ramblas arriba. Oscurecía. Al ritmo renqueante que marcaba mi amigo, cuando llegamos al cercano Pastís era noche cerrada. J.A. estaba abriendo y dando los últimos toques. Nos sirvió sendos copuzos de esa bebida criminal y nos lanzó al frío universo en expansión. Éramos como estrellas binarias en rotación. Avanzábamos estratégicamente: un paso adelante, una vuelta, otro paso adelante, rotación, un paso atrás, rotación… Y así, y esquivando los tinglados de los “hippies”, conseguimos cruzar las Ramblas. A la altura de Pitarra nos encontramos de cara con “La Trini”, una versión destartalada de “Nadja”.

–Parecéis electrones.

–¡Dextrógiros!– acotó el incapacitado.

–En busca de núcleo.

Vestía falda medieval que le cubría las playeras. Debajo de la falda arrastraba todo un cúmulo de detritus. Por donde pasaba quedaba tan limpio como si hubiera pasado un caracol. A ella no le importaba: le gustaban las faldas largas. Se pegó a nosotros y nos convertimos en un átomo, unido por la terrible fuerza electromagnética.

La Trini” era una poeta a tiempo completo, vagabunda y beoda. Se ganaba los tragos recitando versos en los tugurios del Raval y la Ribera…La comida la conseguía en los mercados…un poco antes de cerrar.

“Tengo un tráfico de sangres
Que dibuja simetrías
Y una brecha en el costado”.

Y agitaba los brazos como molinos manchegos. Nosotros seguíamos con nuestro caminar estratégico: avanzar y girar. Retroceder, girar, avanzar.

“Bienaventurado sea el muerto
Que dejó a la muerte tiritando
Sumida en agrio olor de adormidera”.

Eran como haikus de bienvenida. En éste había conseguido avanzar sílaba a sílaba…hasta el endecasílabo.

Tomamos unas cervezas en la Ópera. ELLA, se levantó y agitando la falda como una gitana (dejó al descubierto el montón de porquería), recitó:

“Con índice yerto
Recorro el mapa apaisado
De la sodomía”.

Y haciendo de la falda, gorra, fue recorriendo las mesas. Pagó y nos largamos. Su fuerte era las tercetas de rima libre. Nosotros éramos tres. Tocábamos  a verso por cabeza.  De ese gusto por lo “trino” le venía el nombre.

Así fueron pasando esas horas incómodas que comunican la sobremesa con la hora de cenar. Decidimos ir a cenar al “Rodri”, junto a “Zeleste”. Una “butifarras amb mongetes”. Yo llevaba un día de lo más “casolà”. Nos situamos en la mesa justo a la salida de la barra. Detrás estaba la máquina tragaperras.

“Por arte de birlibirloque
La luna
Se metió en tu escote”

E introdujo una moneda solitaria en la ranura. La máquina empezó a vomitar monedas. El bar se paralizó y los comensales nos miraron con odio. Lo que se dice: Llegar y besar el santo. Para consolar al distinguido, recitó:

“Monedita plateada
Que el universo paga
Por su deseo de verte”

Y fue dejando una moneda (¡veinte pavos!) en cada una de las mesas ocupadas.  Aún nos sobraría para pagar las butifarras y los carajillos. “El cojo” metió la mano en el depósito para comprobar que no había quedado nada.

La Trini” había contrarrestado el “mal fario”. Con ella había vuelto la alegría de la mañana. El dinero fluía hacia nosotros… ¡Y la poesía!

–Con que “levógiro”, ¿eh?

El artista respondió con un extraño crujido: seco y definitivo. Su dentadura cayó por fases, sobre el plato, en el que, ni la “científica”, hubiera podido discernir qué había contenido. De su boca fueron cayendo tres trozos, como los trozos de un cohete espacial fracasado. Aquí y allá las luces de neón conseguían sacar algún reflejo: trocitos de plata que unían las piezas de hueso. Cuando levanté, con prevención, la cabeza, vi frente a mí a un anciano sin boca. En su lugar unos pliegues. Como si su cara se hubiera derrumbado sobre sí misma. Implosión. Pensé que su odio contra el mundo tenía fundamento y que no se trataba de un arranque de adolescente. De seguir así llegaría a casa, literalmente, hecho pedazos. Un despojo color vino se enrollaba en su cuello. Justo en ese momento empezó a sonar el sedicioso silbidito de “Crisis? What crisis?”. Después sonó “Jinetes en la Tormenta”:

“Riders on the storm
Riders on the storm
Into this house we're born
Into this world we're thrown
like a dog without a bone
An actor out alone…”

que ELLA tradujo, danzando y recogiendo los desperdicios con su falda.

Se metió, ÉL, los restos en el bolsillo negro de la chaqueta. Y dijo:

–Como la cosa está tomando un cariz definitivamente sórdido… ¿por qué no vamos al bingo?–sonó como cuando bates mantequilla.

El día había empezado inquietante, pero hermoso. Iba a acabar inquietante, pero miserable: ¡¡levógiro!!

“Y ahora vamos al bingo:

Saldrá el número

De la muerte común”

Y salimos como sombras que se doblan por encima de las mesas, de las sillas, y recorren las paredes, proyectándose sobre el techo, reptando por el suelo… ELLA roció el bar con el resto de las monedas. Se oyó un tumulto de reyerta.

Al pasar por la puerta de Zeleste alguien dijo: “Fugaces como sombras…reflejadas en alas de colibrí… ¿Adónde os dirigís?”. Seguro que fue “el Barajas”, que tenía su noche poética. Así eran las cosas: la poesía brotaba por doquier. Cualquier ciudadano era capaz de construir, en verso libre, un saludo matutino o una despedida.

El tiempo es raro, ya lo decía san Agustín. Pero… ¡el espacio! ¿Qué me dicen del espacio?

Tardamos eones en llegar ante las puertas del bingo de las Ramblas. Siglos en traspasarlas. Años en encontrar una mesa. Meses en sentarnos. Semanas en pedir los cartones. Días en exigir las cervezas. Horas entre número y número. Minutos en tomarnos la consumición.

“I  el noventa sortirá
 I qui no cagui…
 ¡reventarà!”

Con soltura, como la Isadora de los nuevos tiempos. ¡Y salió el noventa!

“I, ara, el trentadós
 Com la falç
 Sega la flor”.

No lo creerán. Y no me extrañaré de su incredulidad… ¡pero salió el 32!... ¡Y cantamos bingo!... ¡A la primera! Fueron cinco mil pesetas que añadimos a la ya lánguida bolsa.

El jefe de sala, en su papel, vino a poner orden. Dijimos que nos iríamos en cuanto nos dieran la pasta. Nos la dieron y salimos, cruzando la galaxia. Nuestra imagen se multiplicó en los espejos del “hall” y se reflejó en los cristales alzados de los coches…y desapareció con ellos.

La cola del “Karma” llegaba hasta la fuente. El “Maño” nos facilitó la cosa. Bajando la escalera, el cojo “pisó” con la muleta la falda de la Trini que cayó rodando y quedó como una serpiente que ha perdido la piel. La falda, extendida cubistamente sobre los escalones. El Cojo, del ímpetu, acabó rodando y golpeando (dextrógira y levógiramente) al personal. Fue una entrada desgarradora.

De rodillas y en ropa interior:

“Expongo mi corazón
 Al aguijón insomne
 De vuestra pureza”

… Y acabó de caer… ¡de cabeza! “El Cojo” intentaba recomponerse la pierna. A nuestras espaldas se acumulaban los clientes ansiosos. Me las vi y me las deseé  para no ser pisoteados por este rebaño de ñus. Yo perdí las gafas, cosa a la que ya estaba acostumbrado. Tomamos unas cervezas y nos largamos.

La Trini” parecía una loca que acabara de ser violada; “el Cojo” una agrupación de signos de Lineal B y yo  un desorientado turista en busca de las fuentes del ¡horror!

Las Ramblas estaban animadas. Barcelona era una fiesta. Los transeúntes se apartaban como las aguas del mar rojo ante la llegada del pueblo elegido. La falda de la mujer arrastraba kilos de porquería andaba con esfuerzo. El artista daba saltos de batracio y yo arrastraba los pies y adelantaba los brazos como el monstruo de Frankenstein o el kouros del Metropolitan. En el “Pinocho” tomamos unas cervezas.

Alguien propuso, para acabar de arreglarlo, coger el coche y amanecer en Andorra. Nos pareció bien.

Ahora hay un vacío y nos veo entrando en el 2 CV.

La “Trini” se tumbó en el asiento trasero. El malhumorado ocupó la plaza del copiloto. Colocó la pierna en el espacio entre los asientos delanteros y el ocupado por la versificadora. Yo me dispuse a conducirlos al paraíso (fiscal). Puse en marcha el coche. No había radio. 

El tráfico. El viento dándonos en la cara. Las fábricas del Vallés. Montserrat. El Pantano de Oliana…

El sol empezó a calentar y nos despertamos: estábamos en Borrell con Sepúlveda. El motor encendido y la capota abierta como un bostezo.

Las campanas de las iglesias llamaban a misa de doce.


MORALEJA: si ganas a los perros… ¡no imites a la pequeña burguesía!

















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