-1-
Aquello no era París (ni yo Hemingway): así que
donde debería haber habido un hermoso hipódromo, había un miserable recinto para
desfogue de perros y humanos. Una
especie de teatro griego donde siempre se representaba la misma tragedia: “El hombre que sabía demasiado y, sin embargo, perdía y perdía”. Incrustado en un patio interior de la última
manzana de la Gran Vía, ya con Plaza de España. Había arcos por todas partes,
dando la engañosa impresión de espacio. El viento recorría el hall. Los apostantes cogían con furia
sus billetes. Los billetes fracasados bailaban el baile “espermático” que Anaxágoras había establecido como origen del
universo. Quizás, quién sabe, estuviera a punto de organizarse un nuevo cosmos
a partir de los desperdicios desafortunados. Un nuevo cosmos, esta vez sí,
favorable a los perdedores. Quizás la
revolución que había fracasado en el 68 y que había sido esperada en la “Transición”, tuviera su origen aquí en
este hall “art decó” y sus graderíos
se convirtieran en el esperado hemiciclo revolucionario.
Allí ocurría que las sombras iban erguidas como
fumarolas y los originales se
arrastraban por el suelo, siguiendo a rebufo sus (de ellas) movimientos
sinuosos.
Los días de más afluencia eran los de finales de invierno.
El sol, que ya levantaba el vuelo, lamía con dulzura las últimas filas de la
cávea. Y allí se amalgamaban los insomnes; los trasnochadores; los que no
querían, de ningún modo, volver al hogar; los que soñaban con un tresillo nuevo
y todos aquellos para los que la vida era una pesada sucesión de minutos. Las ganancias, en el
mejor de los casos, daban para pasar un día típico de pequeña burguesía: Comer
en Can Culleretes, tomar unos
carajillos en el Internacional, cenar
en el Amaya y volver a casa,
exactamente igual como habías salido: con cinco duros.
O, si te contenías: para comprar una pieza del
tresillo deseado.
A los perros los sacaban en racimos, para que fueran
analizados por la distinguida clientela y se pudiera hacer una idea del
material con el que se jugaban los cuartos. Los perros cagaban, meaban, miraban
aburridos al tendido y eran retirados… todo en silencio. Los asiduos comentaban las
posibilidades de tal o cual animal. Los poetas se dejaban llevar por el nombre
de los cánidos. Otros ni miraban. Hecha la presentación venía el momento de las
apuestas. Las ventanillas eran humillantes: no se había tenido en cuenta que la
altura media había subido 10 centímetros desde la postguerra: inclinados como
alcayatas, metían la cabeza y las manos dentro de esa boca de madriguera y
salían rojos, con la vena de la frente marcada y con un atillo de papeletas.
¡No va más!
Volvían a sacar los perros. ¡Ahora sí que ladraban!
Era como si les hubiera dado un chute de centramina. Ponían en marcha la “liebre” y los aullidos convertían
aquello en un matadero. Los encerraban en sus respectivas jaulas, les hacían
esperar un poquito para acrecentar su impaciencia y salían como salen las balas
de una metralleta: decididos pero sin objetivo claro; sólo después de unos
segundos su atención se iba centrando en ese montón de trapos apestosos que iba
girando por el perímetro interior de la pista. ¡A por él! La mayoría de los
animales, incapaces de tomar las curvas de “estadio”
se estampaban contra las paredes de cemento; quedaban aturdidos, miraban para
todas partes y, repuestos, se lanzaban a la carrera en pos de la estela pútrida.
Algunos quedaban tan aturdidos que decidían poner fin a su carrera. Los que
habían apostado por ellos los insultaban y se tiraban de los pelos.
Después venía cuando se arrojaban las papeletas al
viento del interior de la manzana. Giraban en torbellinos infaustos. De vez en
cuando se oían gritos: “¡Primero y colocado!”.
Se les miraba con envidia: ¡Ese
comerá en “Can Culleretes!”
La cosa acababa como había empezado: lánguidamente.
El suelo cubierto de boletos avergonzados agitados por los vientos que, de los
cuatro puntos cardinales, los sometían al martirio acostumbrado. Sala de los pasos perdidos. Alguna chaqueta
olvidada. Botellas…Caía la noche sobre el recinto.
Podría decirse que yo era un asiduo de fin de
semana. Concretamente de los sábados: de 10 a 1. Compraba el periódico, escogía
una buena plaza y adquiría, al azar, algunos boletos: siempre a perros que se
llamaran Lucero (Lucero I, Lucero II, Lucero III…). Nunca gané nada… hasta el
día en que gané algo. Y fue el día adecuado, porque la necesidad se había
convertido en pobreza sin remisión (hasta la próxima paga)… ¡Y estábamos a 11
de marzo! Todo un mes por delante. Un mes de espinacas congeladas. Un mes que
me tendría que pedir de baja para ahorrarme el trayecto al trabajo y los gastos
que el mero hecho de trabajar lleva aparejados.
Y la vergüenza. ¡Un mes de perros!
Harto de la saga de los “Lucero”, me decidí por un galgo propietario de un nombre fugaz: “Reflejo”. Y de colocado
aposté por “Lucero IV”. “Lucero IV” se estampó contra el cemento
en la primera curva, se sentó y cuando la troupe
volvió a pasar se unió a ella entre ladridos y moviendo la cola de forma poco
competitiva. “Reflejo”, sin embargo,
ganó. Se pagaba quince a uno. Así que me llevé, limpias, 350 pesetas. Pensé que
podía ser el comienzo de un día memorable y lo aposté todo a un perro que
aparecía con el arrebatador nombre de “Nube
de Tormenta” (en familia le
llamarían “Trotsky”). De colocado anoté a “Lucero II”, que se estampó
en la segunda curva y se volvió cabizbajo a la jaula, maldiciendo la mala
suerte de la saga. Ganó “Nube de Tormenta” y se pagó a 12’5 x 1. ¡Toda
una fortuna! Parecía el” Día
Internacional de lo Imposible”.
Llevaba en el bolsillo más de tres mil pesetas.
Decidí que ya estaba bien. Tomé una cerveza acariciado por el sol anunciador de
la primavera, dejé el periódico (desapareció antes de acabar de incorporarme) y
salí. Alguien intentó lanzarme un “mal de
ojo”, que pude esquivar.
En el “hall”
yacía de cualquier manera un tipo cetrino. Del puño derecho, cerrado con furia,
sobresalían unos boletos. Pensé que serviría como inicio de una novela
policíaca. Pero se levantó, le pegó una patada a un vaso de plástico y se
dirigió, presto, a la gradería.
Gran Vía hacia Besós, lado mar, circulaba silbando una
melodía de invención propia que coincidía, nota por nota, con “Midnight
Cowboy”. El día era hermoso de verdad. En el Boadas tomé un Dry y me dirigí a “Can Culleretes”, dispuesto a zamparme una “escudella amb pilota”, antes de que el invierno se despidiera
definitivamente.
Al girar hacia Ferrán me encontré con mi amigo “el Cojo”, el que vendió mi reloj para
comprarse unos juegos de gomas para las muletas. Éste, artista empedernido y
enojado con el mundo, era capaz de recorrer Barcelona de punta a punta, bajo
una sonora tormenta de otoño, para comerse un par de huevos fritos por el
morro. Tenía la finura de aparecer por “La
Palma” justo en el momento en el que aparecía el bocadillo de atún con
olivas. Preguntar si quería era tan superfluo que jamás proferí semejante
conjunto de palabras. Apoyaba la muleta en la barra y se lanzaba decidido sobre
el trozo de comida. En su favor: no tenía un duro. En su contra: si lo hubiera
tenido no te hubiera invitado ni a un vaso de vino.
Naturalmente no le dije nada de mi buena suerte. La
necesidad agudiza no sólo el ingenio, sino también la intuición. Algo notó:
quizás el brillo extravagante de mis ojos; o puede que una soltura desacostumbrada.
Fue inevitable tomar algo en el Edén.
Lo dejé sentado a una desalentadora mesa de aluminio. Noté su mirada en el
pescuezo como puñales. Sin volverme, levanté la izquierda. ¡Adiós! ¡Voy a
zamparme una “escudella amb pilota”! (pensé).
Era sábado. Una familia numerosa esperaba turno:
padre, madre, suegra y cuatro niños: dos gemelos de unos seis años, una niña ya
púber y un mozalbete con la cara llena de granos. No es fácil conseguir una
mesa para siete. Yo iba solo y entré. Me situaron en un rincón apartado. Al
poco entró la familia, desorientada. El padre intentaba pedir en nombre de
todos.
–Hombre, Kino ¿has
ganado en los perros?– El camarero, noctámbulo, estaba al
tanto de mis costumbres– ¿Por fin los
“Luceros” te han iluminado?
No le di explicación alguna y él, sin preguntar, me
trajo un plato de “escudella amb pilota”, con el dedo gordo de la mano
derecha dentro del caldo. En la izquierda traía una botella de Berichó de tapón de plástico. Le hice
devolver la botella y que me trajera un rioja.
–Pensé que te
iría bien un vino “perrero”–Su simpatía era
proverbial.
Bueno, todo fue según lo estipulado. La familia
numerosa aún no se había decidido cuando yo doblaba la servilleta, dejaba un
duro de propina, me levantaba y salía por donde había entrado. El día seguía
estupendo. Me dirigí al Internacional
a continuar con la ronda de aguardientes. Pasé por la puerta del Amaya. Le eché
una mirada como diciéndole: nos veremos esta noche, cariño, y seguí Ramblas
abajo.
Allí, sentado bajo la dorada luz de este hermoso día
de finales de invierno, apoyada la muleta en el borde de la mesa y estirada la
pierna inválida sobre una silla metálica, estaba “el Cojo”. Tomaba un pipermint.
La luz del sol, al atravesar ese verde contundente, creaba un arco iris
equivocado. Su cara, verde, parecía sacada de un cuadro de Munch y a su alrededor
se había extendido la desolación. Era como un eucaliptus: había secado todo el
terreno circundante. Traje negro, de pana, amplio y al cuello los restos de lo
que debió ser un elegante foulard
color vino. La combinación de colores daba miedo.
Tiré el palillo para que no
dedujera nada acerca de la “escudella”.
Fue verme y ofrecerme la silla de la que, con
esfuerzo, quitaba la pierna articulada. Se le soltó una pieza. La colocó. Tomé asiento. El camarero, con retranca, dijo
de ponerme una granadina, para complicar la ya complicada combinación de
colores. Le dije que se ahorrara la crítica artística y que sirviera lo de
siempre: orujo blanco. “El Cojo” dijo
algo sobre un pincho de tortilla.
–Es curioso cómo
todos los caracoles son dextrógiros.
Esa afirmación la lanzó entre “espérmatas” de tortilla. Retomaba una conversación que dejamos a
medias hacía 9 años en un bar de Valencia. Para demostrar su proposición pidió
un plato de caracoles. Se los iba zampando y me mostraba, uno por uno, su
caparazón dextrógiro. Se extendió en simetrías que no eran tales, en figuras
imposibles y desembocó en un artículo que acababan de publicarle en una universidad
australiana de provincias, en el que demostraba la posibilidad de que un
camello entrara por el ojo de una aguja.
También los Smith and Wesson son dextrógiros (pensé).
El sol se hundía por les Drassanes. La conversación giraba levógiramente. El camarero había dejado la botella del “Afilador” que, ahora sí, proyectó un
último arco iris correcto. La conversación se elevaba; llegamos a la
problemática cubista y convinimos en
que una botella de “Anís el Mono” sería más adecuada. El “cubismo”
es fúnebre, siniestro, levógiro.
Aunque, finalmente, incorporó el color y se volvió dextrógiro. El mundo se está volviendo levógiro. (y tú…¡de negro!, pensé). La conversación subía y bajaba.
Pasaba de la panorámica al primerísimo plano…siempre de la mano de esta pareja
de conceptos. “El Cojo” había ordenado su “weltanchaung” en torno a esas categorías
que funcionaban en su argumentario
como lo “Apolíneo” y lo “Dionisíaco” en el pensamiento de
Nietzsche.
–¿Es el universo
el que se vuelve levógiro?– dije para expandir (y enfriar la
conversación)
–¡¡Es Barcelona!!–
Contestó de forma inesperada… y condensando el tema.
Miré cómo se ponía el sol y di la última calada al
cigarrillo. El lucero de la tarde ya
había aparecido. Pensé que mi amigo era la fiel representación de lo “levógiro”.
-2-
La alegría con la que había salido del canódromo se
iba desvaneciendo. Era como si hubiera ganado a finales del XIX. Ahora
estábamos sumidos en lo más espeso de la problemática del siglo XX. Vaciamos la
botella de “Anís el Mono”, pagué (¡¡)
y empezamos a peregrinar Ramblas arriba. Oscurecía. Al ritmo renqueante que
marcaba mi amigo, cuando llegamos al cercano
Pastís era noche cerrada. J.A. estaba abriendo y dando los últimos toques.
Nos sirvió sendos copuzos de esa
bebida criminal y nos lanzó al frío universo en expansión. Éramos como
estrellas binarias en rotación. Avanzábamos estratégicamente: un paso adelante,
una vuelta, otro paso adelante, rotación, un paso atrás, rotación… Y así, y
esquivando los tinglados de los “hippies”,
conseguimos cruzar las Ramblas. A la altura de Pitarra nos encontramos de cara
con “La Trini”, una versión
destartalada de “Nadja”.
–Parecéis
electrones.
–¡Dextrógiros!–
acotó el incapacitado.
–En busca de
núcleo.
Vestía falda medieval que le cubría las playeras.
Debajo de la falda arrastraba todo un cúmulo de detritus. Por donde pasaba
quedaba tan limpio como si hubiera pasado un caracol. A ella no le importaba:
le gustaban las faldas largas. Se pegó a nosotros y nos convertimos en un
átomo, unido por la terrible fuerza electromagnética.
“La Trini”
era una poeta a tiempo completo, vagabunda y beoda. Se ganaba los tragos
recitando versos en los tugurios del Raval y la Ribera…La comida la conseguía
en los mercados…un poco antes de cerrar.
“Tengo un
tráfico de sangres
Que dibuja
simetrías
Y una brecha en
el costado”.
Y agitaba los brazos como molinos manchegos.
Nosotros seguíamos con nuestro caminar estratégico: avanzar y girar.
Retroceder, girar, avanzar.
“Bienaventurado
sea el muerto
Que dejó a la
muerte tiritando
Sumida en agrio
olor de adormidera”.
Eran como haikus
de bienvenida. En éste había conseguido avanzar sílaba a sílaba…hasta el
endecasílabo.
Tomamos unas cervezas en la Ópera. ELLA, se levantó
y agitando la falda como una gitana (dejó al descubierto el montón de
porquería), recitó:
“Con índice
yerto
Recorro el mapa
apaisado
De la sodomía”.
Y haciendo de la falda, gorra, fue recorriendo las
mesas. Pagó y nos largamos. Su fuerte era las tercetas de rima libre. Nosotros éramos tres. Tocábamos a verso por cabeza. De ese gusto por lo “trino” le venía el nombre.
Así fueron pasando esas horas incómodas que
comunican la sobremesa con la hora de cenar. Decidimos ir a cenar al “Rodri”, junto a “Zeleste”. Una “butifarras amb
mongetes”. Yo llevaba un día de lo
más “casolà”. Nos situamos en la mesa
justo a la salida de la barra. Detrás estaba la máquina tragaperras.
“Por arte de
birlibirloque
La luna
Se metió en tu
escote”
E introdujo una moneda solitaria en la ranura. La
máquina empezó a vomitar monedas. El bar se paralizó y los comensales nos
miraron con odio. Lo que se dice: Llegar y besar el santo. Para consolar al
distinguido, recitó:
“Monedita
plateada
Que el universo
paga
Por su deseo de
verte”
Y fue dejando una moneda (¡veinte pavos!) en cada
una de las mesas ocupadas. Aún nos
sobraría para pagar las butifarras y los carajillos. “El cojo” metió la mano en el depósito para comprobar que no había
quedado nada.
“La Trini”
había contrarrestado el “mal fario”.
Con ella había vuelto la alegría de la mañana. El dinero fluía hacia nosotros…
¡Y la poesía!
–Con que “levógiro”,
¿eh?
El artista respondió con un extraño crujido: seco y
definitivo. Su dentadura cayó por fases, sobre el plato, en el que, ni la “científica”, hubiera podido discernir
qué había contenido. De su boca fueron cayendo tres trozos, como los trozos de
un cohete espacial fracasado. Aquí y allá las luces de neón conseguían sacar
algún reflejo: trocitos de plata que unían las piezas de hueso. Cuando levanté,
con prevención, la cabeza, vi frente a mí a un anciano sin boca. En su lugar
unos pliegues. Como si su cara se hubiera derrumbado sobre sí misma. Implosión.
Pensé que su odio contra el mundo tenía fundamento y que no se trataba de un
arranque de adolescente. De seguir así llegaría a casa, literalmente, hecho
pedazos. Un despojo color vino se enrollaba en su cuello. Justo en ese momento
empezó a sonar el sedicioso silbidito de “Crisis?
What crisis?”. Después sonó “Jinetes
en la Tormenta”:
“Riders on the storm
Riders on the storm
Into this house we're born
Into this world we're thrown
like a dog without a bone
An
actor out alone…”
que ELLA
tradujo, danzando y recogiendo los desperdicios con su falda.
Se metió, ÉL,
los restos en el bolsillo negro de la chaqueta. Y dijo:
–Como
la cosa está tomando un cariz definitivamente sórdido… ¿por qué no vamos al
bingo?–sonó como cuando bates mantequilla.
El día había
empezado inquietante, pero hermoso. Iba a acabar inquietante, pero miserable:
¡¡levógiro!!
“Y
ahora vamos al bingo:
Saldrá
el número
De
la muerte común”
Y salimos como
sombras que se doblan por encima de las mesas, de las sillas, y recorren las
paredes, proyectándose sobre el techo, reptando por el suelo… ELLA roció el bar
con el resto de las monedas. Se oyó un tumulto de reyerta.
Al pasar por la
puerta de Zeleste alguien dijo: “Fugaces como sombras…reflejadas en alas de
colibrí… ¿Adónde os dirigís?”.
Seguro que fue “el Barajas”, que
tenía su noche poética. Así eran las cosas: la poesía brotaba por doquier.
Cualquier ciudadano era capaz de construir, en verso libre, un saludo matutino
o una despedida.
El tiempo es
raro, ya lo decía san Agustín. Pero… ¡el espacio! ¿Qué me dicen del espacio?
Tardamos eones
en llegar ante las puertas del bingo de las Ramblas. Siglos en traspasarlas.
Años en encontrar una mesa. Meses en sentarnos. Semanas en pedir los cartones.
Días en exigir las cervezas. Horas entre número y número. Minutos en tomarnos
la consumición.
“I
el noventa sortirá
I
qui no cagui…
¡reventarà!”
Con soltura,
como la Isadora de los nuevos tiempos. ¡Y salió el noventa!
“I,
ara, el trentadós
Com
la falç
Sega
la flor”.
No lo creerán. Y
no me extrañaré de su incredulidad… ¡pero salió el 32!... ¡Y cantamos bingo!...
¡A la primera! Fueron cinco mil pesetas que añadimos a la ya lánguida bolsa.
El jefe de sala,
en su papel, vino a poner orden. Dijimos que nos iríamos en cuanto nos dieran
la pasta. Nos la dieron y salimos, cruzando la galaxia. Nuestra imagen se
multiplicó en los espejos del “hall”
y se reflejó en los cristales alzados
de los coches…y desapareció con ellos.
La cola del “Karma” llegaba hasta la fuente. El “Maño” nos facilitó la cosa. Bajando la
escalera, el cojo “pisó” con la muleta la falda de la Trini que cayó rodando y quedó como una
serpiente que ha perdido la piel. La falda, extendida cubistamente sobre los escalones. El Cojo, del ímpetu, acabó
rodando y golpeando (dextrógira y levógiramente) al personal. Fue una entrada
desgarradora.
De rodillas y en
ropa interior:
“Expongo
mi corazón
Al
aguijón insomne
De
vuestra pureza”
… Y acabó de
caer… ¡de cabeza! “El Cojo” intentaba
recomponerse la pierna. A nuestras espaldas se acumulaban los clientes
ansiosos. Me las vi y me las deseé para
no ser pisoteados por este rebaño de ñus. Yo perdí las gafas, cosa a la que ya
estaba acostumbrado. Tomamos unas cervezas y nos largamos.
“La Trini” parecía una loca que acabara
de ser violada; “el Cojo” una
agrupación de signos de Lineal B y yo un
desorientado turista en busca de las fuentes del ¡horror!
Las Ramblas
estaban animadas. Barcelona era una fiesta. Los transeúntes se apartaban como
las aguas del mar rojo ante la llegada del pueblo elegido. La falda de la mujer
arrastraba kilos de porquería andaba con esfuerzo. El artista daba saltos de
batracio y yo arrastraba los pies y adelantaba los brazos como el monstruo de
Frankenstein o el kouros del Metropolitan.
En el “Pinocho” tomamos unas cervezas.
Alguien propuso,
para acabar de arreglarlo, coger el coche y amanecer en Andorra. Nos pareció
bien.
Ahora hay un vacío
y nos veo entrando en el 2 CV.
La “Trini” se tumbó en el asiento trasero.
El malhumorado ocupó la plaza del copiloto. Colocó la pierna en el espacio
entre los asientos delanteros y el ocupado por la versificadora. Yo me dispuse
a conducirlos al paraíso (fiscal). Puse en marcha el coche. No había radio.
El tráfico. El
viento dándonos en la cara. Las fábricas del Vallés. Montserrat. El Pantano de
Oliana…
El sol empezó a
calentar y nos despertamos: estábamos en Borrell con Sepúlveda. El motor
encendido y la capota abierta como un bostezo.
Las campanas de
las iglesias llamaban a misa de doce.
MORALEJA: si
ganas a los perros… ¡no imites a la pequeña burguesía!
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