TORO
EMBOLAT
Aquello
de que “más cornadas da el hambre”
será verdadero en todo el universo-mundo menos el Albalat dels sorells y alrededores. Allí las cornadas las dan
astados que toman venganza (inútil y desesperada). Vengan al “toro de Tordesillas” y a los demás
compañeros que mueren sin consuelo en los más diversos y siniestros cosos de la
cristiandad. Mueren igualmente, y, a veces, de forma afrentosa, pero se llevan
por delante lo que pueden
¡¡Que vivan los
toros!!
Lo que paso a relatar ocurrió el sábado pasado, pero ha salido publicado
hoy en las hojas que suelo leer.
Al atardecer de los últimos días de agosto, en Albalat (y alrededores)
sueltan los toros para que recorran el pueblo a su antojo. Cierran calles,
aseguran puertas…pero siempre hay bromistas. La juventud se divierte “embolando” a las reses y puteándolas
hasta la desesperación. Como el tábano que perseguía a la hermosa y delicada
Io. No son dioses, sin embargo, son enfermos, que acuden al llamado del
sufrimiento ajeno.
Una octogenaria (o nonagenaria) sorda, naturalmente, pasaba la tarde
viendo el festejo retransmitido por la televisión local. Hacía un calor
pegajoso. La vieja vestía un viso, como un “peplo”
de esclava. Calzaba zapatillas de felpa a cuadros escoceses. Sobre el regazo “La ciudad de Dios” de san Agustín, a la
que era aficionada en grado sumo. El
santo escribió ese memorial mientras los “bárbaros
de norte” reducían a cenizas la ciudad de Cartago (¡otra vez!). Así, la
anciana leía y miraba la pantalla mientras los salvajes laceraban rumiantes. Su
marido nonagenario (u octogenario) había salido a participar del sacrificio,
aunque fuera desde detrás de las seguras puertas del bar de la plaza. Su
participación era “crítica”. El
octogenario (o nonagenario), imbuido como estaba por el “iusnaturalismo inmanentista” de Grocio, defendía con temblor de jubilado en su tramo final, la existencia
de normas mínimas naturales de convivencia, incluso en lo tocante a la vida
animal. Por lo demás, como es natural, consideraba como ejemplo claro de guerra
injusta, la acometida contra los astados. Los abuelos escuchaban, pero no oían
(no podían). Albalat dels sorells, gracias a estas dos lumbreras agonizantes,
se ha labrado un nombre en la lista de “pueblos
de interés cultural”.
El cameraman, “freelance” de
la época dorada del Serengueti y, en especial, aficionado a las locas correrías
de los ñus, se había, en su declive, especializado en cuartos traseros de
astados “embolats”. Los perseguía por
los callejones y en sus difíciles e imprevisibles incursiones domiciliarias.
Así, la tarde del viernes, siguió la marcha frenética, pero decidida, de un
bóvido acochinado y avisado, que ascendía las escaleras estrechas de una casa
de vecinos, incendiando la vegetación de papel pintado. La nonagenaria (u
octogenaria) seguía, conteniendo la respiración, el movimiento presagioso y
tenso de las nalgas del cornúpeta. Vio como embestía contra una puerta que le
resultó familiar y vio, como si de las Meninas se tratara, la reproducción de
su codiciada “pintura” de los lobos
atacando a los ciervos. Se vio, asimismo, a sí misma, en la tersura del plasma de 40 pulgadas. Y fue justo en el
momento en el que el rumiante alanceaba el sillón-masajeador, cuando se vio, de forma
nítida, una octagenaria (o nonagenaria) volar por el espacio escaso de la sala
de estar. Flotaba sobre bolas de fuego. Vestía un peplo de esclava y ropa
interior como bolsas del condis (de las grandes). Y en su inestable mente se
fundieron con brusquedad la realidad real y la realidad virtual. El octagenario
(o nonagenario), declaró injusta la
guerra del rumiante contra su querida y antigua compañera nonagenaria (u
octogenaria), con quien había superado las telúricas “afinidades electivas”. Apuró la mistela y cayó de rodillas. Otra
cosa no pudo hacer. El abuelo explicaba a quien quisiera oírlo y a quien no,
que la reproducción no era tal, sino que se trataba de un auténtico Sumanovic, a quien conoció en su época
de miliciano antifascista por tierras serbias. La audiencia ni asintió ni negó.
El toro olió los cuartos traseros que ocupaban las cuarenta pulgadas. Y
se giró desencantado. Una cara inconfundible de toro miró al cameraman y un primer plano escalofriante se enseñoreó
de todas las pantallas del pueblo. Fue el momento de gloria. El clímax. El “freelance”, arrojó la cámara, siguió un
plano vertiginoso y, finalmente, un negro profundo y definitivo. El cineasta
fue atendido en el CAP de la localidad. La abuela necesitó las atenciones de un
centro médico de más envergadura.
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