Irrumpí en el universo-mundo con
cuatro kilos y medio y con la misma fuerza y decisión que las aguas, que en ese preciso momento, habiendo
roto la arenosa mota del río, destrozado el pontón y habiendo recorrido ya, de forma insensata y sucia
medio pueblo (los clientes del bar el "Caporro" que apuraban,
aterrorizados pero decididos, sus vasos de vino arrodillados sobre los
taburetes y quizás arrepintiéndose de no haber ido a la misa de gallo, transmitieron
la noticia a los asiduos de "la Paca" y éstos la lanzaron más allá, como en "Los Persas" de Esquilo. Un
asiduo probó a transmitir la mala nueva en plan "maratón", pero
fracasó un poco antes de completar los cincuenta metros que
separaban los dos ventorrillos. Tuvo que ser rescatado. Además, su heroica acción quedó deslucida, pues la noticia había llegado antes).
La fuerza y decisión que se
evidenciaron en ese inicio se agotaron una vez estuve fuera por completo. Una
pleuritis temprana casi me lleva a la tumba. Hubiera sido un perfecto ejemplo
de "vida breve".
Puede resumirse así la cosa:
romper aguas mi madre y salirse de madre las aguas, fue todo una. No podía ser menos: mi concepción ya había sido espectacular.
Alguien aulló: "¡ya llega! ¡ya está aquí!" Y fue
entonces cuando un grito como de becerro pronunció de forma
clara y contundente la primera de las vocales. Mi madre continuó la serie en una octava más alta.
En efecto, el agua ya estaba a allí y lamía las patas de la recia mesa de comedor en la que, por
seguridad, se estaba desarrollando la escena.
Las prisas, malas consejeras, hicieron que la partera
apretara de más mi maleable cabeza y tirara de las orejas de forma un
tanto descuidada. Como resultado: no puedo colocarme, sin pegarlos con
esparadrapo, los auriculares esos que reparten en el tren... y la forma
ahuevada (a lo Pontormo) de mi cabeza. Cuando ya las aguas habían anegado los calcetines de lana de la comadrona, se
decidió que sería mejor trasladar el "conjunto"
al piso de arriba. Yo ya tenía la cabeza fuera y aquello
me pareció un disparate, pero... ¿qué podía hacer?
El coro, que asistía atónito a este milagro de la naturaleza, se introdujo en la
trama y, entre todos, consiguieron lo que parecía
imposible. Mi padre, de más decirlo, entorpecía la maniobra con su desoladora y espirituosa
desorientación. Sin embargo, creyó
necesario dirigir el asunto, a fin de cuentas la cosa iba con él. Daba instrucciones desordenadas e imposibles. Por
suerte caían en el vacío (por el
hueco de la escalera).
Aquello, dicen, parecía, la
representación errónea del "descendimiento"
(a lo Pontormo) o, según otros, la torpe ascensión de la virgen al cielo(raso). El trono se balanceaba,
siempre bordeando la tragedia. Mi madre
declamaba, de corrido, el corro de las vocales y a veces construía frases como: "¡apartar a ese inútil de la
escalera!" "¡no creas que te voy a dejar
viudo!". Yo, como he dicho, ya tenía toda la cabeza fuera.
Mi padre, pues, (la partera me lo contó años más tarde) se empeñó en
dirigir la ascensión. Dirigía subiendo las escaleras de espaldas. Tropezó con el último escalón y cayó, tieso como el palo de la
escoba. Resbaló y fue, golpeándose la
cabeza con cada uno de los 12 descansillos. El tropel le pasó por encima como un rebaño de ñus en estampida. Él iba el
dirección contraria. Cuando nos cruzamos, es decir, cuando mi
padre vio mi cabeza colgando como un badajo, me sonrió y frunció los labios como para darme
un beso, pero siguió su curso marcando las
horas. Cuando pareció que su martirio había llegado a su final aún dio
otro medio cabezazo y quedó estable: las doce y media
"Pero
mira como beben los peces en rio,
Pero mira
como beben por ver a dios (?) nacido...."
Así era, los peces "borrachos"
chapoteaban en el comedor.
Fuimos instalados en la cama de matrimonio y la cosa
empezó a tomar forma. Estábamos en
el corazón de la nochebuena. Dos cuartos de la población asistía a la misa del gallo, otro
cuarto defendía con ardor (de estómago) sus
vasos de vino en los taburetes del "Caporro"
y de la "Paca" y el otro
cuarto se repartía entre enfermos y
asistentes al parto. Dicen, los que asistían a la
liturgia, que, en el momento espectacular de la elevación de la hostia, cuando el monaguillo de la derecha tocaba
la campanilla, se oyó como un grito de becerro.
Los que estaban en el ajo se dieron por enterados y rogaron con más intensidad, si cabe, por la correcta resolución del asunto. A los que no, se le erizaron los pelos del
lomo, como a los pastores alemanes cuando huelen el peligro. Antes de que el
cura se retirara con todos sus herramientas, el agua había sobrepasado los peldaños del
altar mayor. La gente, santiguándose, había evacuado el recinto mucho antes del "ite misa
est".
Toda la noche se pasó vadeando
agua y maldiciendo el sentido de la oportunidad de la divinidad: "pero
mira cómo beben los peces en el río / pero mira cómo beben
por ver a dios (?) nacido".
No se cenó la consabida sopa de
menudillos, pero a cambio estaba irrumpiendo en el universo-mundo un niño depositario de la "gracia" de curar
enfermos y orientar a descarriados que daría lustre
imperecedero a la localidad. A mí, sin
embargo, me quedaría una enemistad perenne con
el líquido elemento sólo
salvada por las normas elementales de la civilidad y el decoro. Y un apego
indestructible al "espirituoso", surgido del primer abrazo
paterno. Una vaharada de su boca de padre dejó una
huella profunda en mi tierno y receptivo espíritu (?).
Y es que mi padre, una vez repuesto de tanto golpe en la cabeza y salvado por
los pelos de un ahogamiento seguro, subió las
escaleras a tientas y desde la puerta del dormitorio: ¡Ha salido a mí!, dijo entre lágrimas más fruto de la chispera y del aturdimiento que de
su instinto de paternidad. Pero lo cierto es que lo dijo. Y diciéndolo, se abalanzó sobre la
madre y le arrebató la criatura, que, a esas
alturas, ya había conseguido nacer. La
madre dio un grito de espanto y pidió que me
arrancaran de los brazos de "ese inútil...no fuera a ser que...", pero el mal ya estaba hecho.
La comadrona estuvo al quite. Me tomó en sus sabios brazos, me hizo la señal de la cruz en la frente, en la boca y en mi pecho
palpitante de cachorrito, al tiempo que depositaba en mis oídos los arcanos sólo
reservados a los nacidos en Navidad y en Viernes Santo que te abrían las puertas de la taumaturgia. Después me devolvió al
costado de mi madre, que como ballena varada en un charco enfangado, gemía de forma inarticulada.
La ternura de mi madre quedó
sepultada por las circunstancias.
Mis, desde ahora, hermanos mataban el tiempo en casa de
la señora Rosa y, desde el balcón, veían correr las aguas y los extraños objetos que arrastraban. De mi (rápido me la apropio) casa salían ruidos y voces atronadores.
Al día siguiente salió el sol y empezaron las aguas a secarse (bíblicamente). A mi padre el primer rayo de la mañana de Navidad, le pilló tumbado
en el suelo de la cocina, con los brazos abiertos, una sonrisa boba y calado
hasta los huesos. Así lo encontraron la señora Rosa y mis dos hermanos cuando fueron a ver el
resultado de lo acontecido. Parecía, dicen,
un crucificado sin cruz... (a lo Pontormo). Mis hermanos creyeron por un
momento que lo que se había producido durante aquella
noche había sido el martirio de nuestro progenitor. Superada esta
primera impresión subieron al piso de
arriba y observaron con indiferencia cómo mi madre
me amamantaba.
Mi infancia daba comienzo.
El acontecimiento de mi venida al mundo fue la condición necesaria para que a mi padre lo trasladaran desde
aquel bastión antisarraceno
y barrera infranqueable contra los estraperlistas que constituía El Portus, al desierto de Fortuna, avanzadilla del Sahel en Europa, como Vds. saben, y fortín frente a los ladrones de rumiantes. Antes tuvieron que
pasar 40 días, tantos cuantos pasó
Jesucristo ayunando en el desierto. Para contrarrestar esta deficiencia mis padres
se instalaron, ya en Fortuna, en una casa contigua a la carnicería de la Olinda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario