lunes, 7 de septiembre de 2015

MI NACIMIENTO.


Irrumpí en el universo-mundo con cuatro kilos y medio y con la misma fuerza y decisión que las aguas, que en ese preciso momento, habiendo roto la arenosa mota del río,  destrozado el pontón y habiendo recorrido ya, de forma insensata y sucia medio pueblo (los clientes del bar el "Caporro" que apuraban, aterrorizados pero decididos, sus vasos de vino arrodillados sobre los taburetes y quizás arrepintiéndose de no haber ido a la misa de gallo, transmitieron la noticia a los asiduos de "la Paca" y éstos la lanzaron más allá, como en "Los Persas" de Esquilo. Un asiduo probó a transmitir la mala nueva en plan "maratón", pero fracasó un poco antes de completar los cincuenta metros que separaban los dos ventorrillos. Tuvo que ser rescatado. Además, su heroica acción quedó deslucida, pues la noticia había llegado antes).



La fuerza y decisión que se evidenciaron en ese inicio se agotaron una vez estuve fuera por completo. Una pleuritis temprana casi me lleva a la tumba. Hubiera sido un perfecto ejemplo de "vida breve".
Puede resumirse así la cosa: romper aguas mi madre y salirse de madre las aguas, fue todo una. No podía ser menos: mi concepción ya había sido espectacular.

Alguien aulló: "¡ya llega!  ¡ya está aquí!" Y fue entonces cuando un grito como de becerro pronunció de forma clara y contundente la primera de las vocales. Mi madre continuó la serie en una octava más alta. En efecto, el agua ya estaba a allí y lamía las patas de la recia mesa de comedor en la que, por seguridad, se estaba desarrollando la escena.

Las prisas, malas consejeras, hicieron que la partera apretara de más mi maleable cabeza y tirara de las orejas de forma un tanto descuidada. Como resultado: no puedo colocarme, sin pegarlos con esparadrapo, los auriculares esos que reparten en el tren... y la forma ahuevada (a lo Pontormo) de mi cabeza. Cuando ya las aguas habían anegado los calcetines de lana de la comadrona, se decidió que sería mejor trasladar el "conjunto" al piso de arriba. Yo ya tenía la cabeza fuera y aquello me pareció un disparate, pero... ¿qué podía hacer?

El coro, que asistía atónito a este milagro de la naturaleza, se introdujo en la trama y, entre todos, consiguieron lo que parecía imposible. Mi padre, de más decirlo, entorpecía la maniobra con su desoladora y espirituosa desorientación. Sin embargo, creyó necesario dirigir el asunto, a fin de cuentas la cosa iba con él. Daba instrucciones desordenadas e imposibles. Por suerte caían en el vacío (por el hueco de la escalera).

Aquello, dicen, parecía, la representación errónea del "descendimiento" (a lo Pontormo) o, según otros, la torpe ascensión de la virgen al cielo(raso). El trono se balanceaba, siempre  bordeando la tragedia. Mi madre declamaba, de corrido, el corro de las vocales y a veces construía frases como: "¡apartar a ese inútil de la escalera!" "¡no creas que te voy a dejar viudo!". Yo, como he dicho, ya tenía toda la cabeza fuera.



Mi padre, pues, (la partera me lo contó años más tarde) se empeñó en dirigir la ascensión. Dirigía subiendo las escaleras de espaldas. Tropezó con el último escalón y cayó, tieso como el palo de la escoba. Resbaló y fue, golpeándose la cabeza con cada uno de los 12 descansillos. El tropel le pasó por encima como un rebaño de ñus en estampida. Él iba el dirección contraria. Cuando nos cruzamos, es decir, cuando mi padre vio mi cabeza colgando como un badajo, me sonrió y frunció los labios como para darme un beso, pero siguió su curso marcando las horas. Cuando pareció que su martirio había llegado a su final aún dio otro medio cabezazo y quedó estable: las doce y media

"Pero mira como beben los peces en rio,
Pero mira como beben por ver a dios (?) nacido...."

Así era, los peces "borrachos" chapoteaban en el comedor.

Fuimos instalados en la cama de matrimonio y la cosa empezó a tomar forma. Estábamos en el corazón de la nochebuena. Dos cuartos de la población asistía a la misa del gallo, otro cuarto defendía con ardor (de estómago) sus vasos de vino en los taburetes del "Caporro" y de la "Paca" y el otro cuarto se repartía entre enfermos y asistentes al parto. Dicen, los que asistían a la liturgia, que, en el momento espectacular de la elevación de la hostia, cuando el monaguillo de la derecha tocaba la campanilla, se oyó como un grito de becerro. Los que estaban en el ajo se dieron por enterados y rogaron con más intensidad, si cabe, por la correcta resolución del asunto. A los que no, se le erizaron los pelos del lomo, como a los pastores alemanes cuando huelen el peligro. Antes de que el cura se retirara con todos sus herramientas, el agua había sobrepasado los peldaños del altar mayor. La gente, santiguándose, había evacuado el recinto mucho antes del "ite misa est".

Toda la noche se pasó vadeando agua y maldiciendo el sentido de la oportunidad de la divinidad: "pero mira cómo beben los peces en el río / pero mira cómo beben por ver a dios (?) nacido".

No se cenó la consabida sopa de menudillos, pero a cambio estaba irrumpiendo en el universo-mundo un niño depositario de la "gracia" de curar enfermos y orientar a descarriados que daría lustre imperecedero a la localidad. A mí, sin embargo, me quedaría una enemistad perenne con el líquido elemento sólo salvada por las normas elementales de la civilidad y el decoro. Y un apego indestructible al "espirituoso", surgido del primer abrazo paterno. Una vaharada de su boca de padre dejó una huella profunda en mi tierno y receptivo espíritu (?). Y es que mi padre, una vez repuesto de tanto golpe en la cabeza y salvado por los pelos de un ahogamiento seguro, subió las escaleras a tientas y desde la puerta del dormitorio: ¡Ha salido a mí!, dijo entre lágrimas más fruto de la chispera y del aturdimiento que de su instinto de paternidad. Pero lo cierto es que lo dijo. Y diciéndolo, se abalanzó sobre la madre y le arrebató la criatura, que, a esas alturas, ya había conseguido nacer. La madre dio un grito de espanto y pidió que me arrancaran de los brazos de "ese inútil...no fuera a ser que...", pero el mal ya estaba hecho.

La comadrona estuvo al quite. Me tomó en sus sabios brazos, me hizo la señal de la cruz en la frente, en la boca y en mi pecho palpitante de cachorrito, al tiempo que depositaba en mis oídos los arcanos sólo reservados a los nacidos en Navidad y en Viernes Santo que te abrían las puertas de la taumaturgia. Después me devolvió al costado de mi madre, que como ballena varada en un charco enfangado, gemía de forma inarticulada.

La ternura de mi madre quedó sepultada por las circunstancias.

Mis, desde ahora, hermanos mataban el tiempo en casa de la señora Rosa y, desde el balcón, veían correr las aguas y los extraños objetos que arrastraban. De mi (rápido me la apropio) casa salían ruidos y voces atronadores.

Al día siguiente salió el sol y empezaron las aguas a secarse (bíblicamente). A mi padre el primer rayo de la mañana de Navidad, le pilló tumbado en el suelo de la cocina, con los brazos abiertos, una sonrisa boba y calado hasta los huesos. Así lo encontraron la señora Rosa y mis dos hermanos cuando fueron a ver el resultado de lo acontecido. Parecía, dicen, un crucificado sin cruz... (a lo Pontormo). Mis hermanos creyeron por un momento que lo que se había producido durante aquella noche había sido el martirio de nuestro progenitor. Superada esta primera impresión subieron al piso de arriba y observaron con indiferencia cómo mi madre me amamantaba.

Mi infancia daba comienzo.

El acontecimiento de mi venida al mundo fue la condición necesaria para que a mi padre lo trasladaran desde aquel bastión antisarraceno y barrera infranqueable contra los estraperlistas que constituía El Portus, al desierto de Fortuna, avanzadilla del Sahel en Europa, como Vds. saben, y fortín frente a los ladrones de rumiantes. Antes tuvieron que pasar 40 días, tantos cuantos pasó Jesucristo ayunando en el desierto. Para contrarrestar esta deficiencia mis padres se instalaron, ya en Fortuna, en una casa contigua a la carnicería de la Olinda.







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