martes, 8 de marzo de 2016

¡¡VA POR VDS. !! FRONTERA SUIZA






 Muchas veces he mencionado, de pasada, como si tal cosa, mi desgraciada y afrentosa aventura en la frontera suiza, por Ginebra. Creo llegado el momento, ahora que me dispongo a pasar nuevamente al país alpino, de descargar mi, diría, conciencia. Pero no, no tengo nada de qué arrepentirme. Fue una desgracia sobrevenida, una tragedia, que  soporte como el gran Ayax soportó la suya.  No consentí en  ningún momento.

 Aquí en Tolbach todo recuerda a Mahler, a sus años más difíciles: la atmosfera adecuada para sincerarme y dar unos zurcidos en mi deshilachada personalidad.

Sigo la carretera hacia Bolzano y, allí, tomaré la  que, por el paso de Taufers, me introducirá en la Engadina. Si todo va según lo previsto, avanzaré hasta Lucerna y el lago de los Cuatro Cantones.... ¿me siguen? Dormiré en Sils-Maria. Avanzaré hasta Lucerna y allí buscaré algo por la zona de Triebschen. ¿De verdad me siguen?... Mahler, Nietzsche, Wagner...un recorrido que cerrará el círculo.
Lo que sigue fue determinante en mi formación. Puedo decir que constituyó un capitulo crucial en mi "Bildungsroman" que me dirigió hacia posiciones anticapitalistas. En mí ya se había forjado la rebeldía, como bien saben Vds. Aquello fue una reacción infantil, airada, de rechazo de la propiedad privada, esto fue un adentrarse voluntario y consciente en el odio de clase y a sus "perros guardianes".

El contraste entre la hermosura de este día de finales de agosto aquí en el Tirol y la sordidez de la historia que tengo, si no me arrepiento antes, intención de contarles, es tal, que necesitaré doble dosis de sensibilidad y artificio.

Νο puedo evitar las lágrimas según me acerco a la frontera: por la belleza y por la vergüenza... esa combinación insoportable. Suena "Resurrección" de Mahler.

El coche se dirige fatalmente hacia donde espero poder descargar mi espíritu (?) de este peso que me abruma desde hace décadas. Será una especie de psicodrama: saldré limpio y ligero, como cuando confesaba mis horribles sacrilegios de pubertad. Si no es así, y la cosa vuelve a ponerse fea, que dios (?) perdone mi υβρυς...

Los pajaritos cantan. A lo lejos se oyen trinos surgidos de gargantas humanas, aclaradas con las famosas hierbas del lugar. Paseantes, ataviados con el agraviante uniforme verde botella, pasean como quien echa un vistazo a sus posesiones. Ante mí se alzan las moles que, cual monstruosas erinias, intentaran evitar la repetición redentora. He de conseguir pasar para, así, relegar al cajón de las anécdotas, lo que, ahora, constituye un obstáculo al recto conducirse de mi sensibilidad y de mi intelecto.

Eran los tiempos en los que me dio por meterme a llevar coca de un sitio a otro. No puedo calificarlo de tráfico, pues las cantidades eran mínimas y el engaño nimio. Nada: un amigo (que en paz descanse) había escondido en mi casa una roca de "ala de mosca". Él iba a lo grande. A mí me permitía recoger las sobras y hacer mis cosillas. Yo solía esconder los gramos en el hueco que tenía el "Samba" en el centro del volante. Hice varios viajes. El más importante y productivo, a Paris. Otros me llevaron por Castilla la Vieja e, incluso, llegué a la cornisa cantábrica. Tenía una báscula de precisión y hacia las cosas a conciencia. La báscula de precisión, así como toda la colección completa del “Viejo Topo” y la de “Vibraciones” y… desaparecieron en el primer expolio. El segundo y definitivo, que me situó en el punto cero de mi existencia, ocurrió estando yo en Nueva York, como, sin duda. Vds. recordarán.

En aquella ocasión nefanda me dirigía a Lübeck con intenciones puramente literarias: iba en pos del aire que respiró Thomas Mann y a pasearme por sus calles...etc...etc. Decidí cruzar por Ginebra y de noche, atraído por la magnificencia de lago a esas horas: las luces artificiales se confunden sin solución de continuidad con las estrellas y es como si condujeras por el mismísimo cielo. Por si a alguien le dice algo, les diré que era el 27 de julio del año 1987 y, para añadir más peso poético, decir que había cogido en autoestop a una chica que dijo llamarse Esmeralda. Tenía los ojos verdes. Se bajó en las proximidades de Grenoble. Todo el viaje estuvo lleno de signos. Decidí pasar por Ginebra (y salir por Basilea) para, a parte de lo dicho, dedicar parte de mis pensamientos a Nietzsche y, así, matar dos pájaros de un tiro.

Hoy, cuando estoy a punto de enfrentarme con mi pasado, es 27 de agosto del año 2010.

Era, como he dicho, la madrugada del 27 de julio del año 1987. Una madrugada que hubiera pasado a la historia de la climatología por su placidez y que ha pasado, sin embargo, a la historia universal de la infamia.

Las luces de la instalación fronteriza brillaban a lo lejos.

Reduje la velocidad según me iban indicando los cartelitos.

Cuando llegue a la garita mi velocímetro marcaba cero.

Dos uniformados fumaban sentados en sendas sillas. Apoyaban las piernas en otras dos sillas colocadas ex profeso. La verdad es que no parecía la frontera suiza, más bien la del Chad o algo parecido (no tengo ánimo de humillar, bastante tengo con lo mío, es sólo un constatación). La lumbre de sus cigarrillos parecían estrellas. Por puro mimetismo me encendí uno. Por lo demás, todo estaba oscuro como boca de lobo. Los faros del coche, con esfuerzo, alumbraban tres metros. Uno de ellos se levantó con desgana, miró al que continuaba sentado y le hizo una mueca siniestra y soberbia: ¡déjamelo a mí! parecía decir. El sentado siguió fumando dispuesto a presenciar una escena extraordinaria y divertida por demás. Iban uniformados reglamentariamente, incluyendo la gorra. Se colocó delante del Samba  y me indicó, con un gesto autosuficiente, como los que abundan en la ITV, que bajara del coche. Quité el contacto y bajé. Lo primero que hizo el gendarme fue sacudirme una hostia y tirarme el cigarrillo, mientras él seguía dando caladas tan profundas como la oscuridad amarillenta que nos envolvía. El sentado lanzó la primera carcajada, hueca, bronca, a lo suizo. El sentado se levantó y sacó una especie de lobo con hambre de días y lo soltó. El perro, quizás el coche estuviera impregnado de perfume de coca, se lanzó a comerse los neumáticos y a destrozar la carrocería del utilitario. Esa reacción del cánido fue suficiente para que las dormidas inquietudes de la gendarmería se pusieran en marcha. Abrieron las tres puertas y el perro daba enloquecidas vueltas por su interior, más bien entraba por una puerta y salía como un cohete por otra. Siempre se paraba delante del volante, olisqueando. El rabo no paraba quieto. De verdad que daba gozo verlo correr y jugar, de no haber sido por las circunstancias. De resultas, la tapicería quedó hecha jirones. El petate de la mili, que no hice, fue vaciado en plena calzada. El lobo mordisqueó mis calzoncillos y a punto estuvo de dejarme en la situación acostumbrada: ¡sin ropa interior! Me preguntaron por la caja de herramientas, yo les mostré un destornillador que por casualidad encontré en el hueco de la rueda de recambio. Me exigieron las luces de repuesto. Un segundo par de gafas, las cadenas.... ¡era pleno verano!....y se reían como locos. Tanta soledad les había vuelto locos o tanto aburrimiento acumulado, hijos de puta. Yo, es claro, no llevaba más que lo estrictamente necesario para que el coche funcionara. Se levantó una ligera brisa que dispersó mis pertenencias textiles. El perro las perseguía con saña. Los dos uniformados reían como si estuvieran martirizando a un judío. ¿No se lo creen? No puedo exigírselo. Pero, por mis muertos, que esos dos desgraciados jugaban conmigo a la "solución final". Suiza dormía el sueño de los inocentes, pero en sus bordes se desarrollaba esta escena digna de la "Lista de Schindler". Descubrieron, no fue difícil, las tres botellas de Terry de malla que llevaba para un apuro y se las apropiaron...sin más. Me pedían más de lo que valía el Samba... ¡por importación de alcohol!

La cosa iba tomando tintes verdaderamente sádicos. Allí, de los suizos, el único que se comportó con cierta humanidad fue el perro lobo, que iba a lo suyo: destrozando sin ton ni son mi petate y su contenido. Me ordenaron abrir el capó, desenroscar el delco o qué se yo, desconectar manguitos, desatornillar tornillos... Después siguieron las ruedas. El chasis quedo apoyado directamente sobre el asfalto. Parecía una obra del "nuevo realismo francés"  o un montón de inmundicia a punto de ser expuesta en una exposición de "arte povera". Mi desconsuelo no tenía límites y sus carcajadas tampoco.

¿Van entendiendo ahora por qué he estado tanto tiempo callando al respecto?

Cuando todo parecía finiquitado, porque ya no había nada que desmontar, vino lo peor. Uno de los uniformados (a estas alturas ya me resultaban indistinguibles) me indicó que le siguiera al interior de la garita. Le seguí. Yo sudaba de oprobio y de indignación. Por suerte no dije nada de la embajada española y tal... me hubieran machacado allí mismo, en los bordes de la verde suiza, que, a estas horas, dormía el sueño de los justos. Le seguí... ¿qué podía hacer?

Una vez dentro del cuchitril colocó un taburete en el centro, me hizo desnudar de cintura para abajo, colocar el pie derecho sobre el mueble y me ordenó relajación mientras él se enfundaba un guante de silicona en la mano derecha y se lo ajustaba con precisión helvética. Cuando consideró que el guante estaba listo, me ordenó que tocara con el pecho la rodilla derecha y en esa humillante posición me introdujo su dedo corazón en el negro y reservado orificio. Un grito desgarrador recorrió todos los valles alpinos. El lago Leman se agitó como en un día otoñal. El reloj de cuco que había pasado desapercibido se disparó y empezó a marcar las horas del juicio final...(Y entonces me acordé de mi madre que siempre quiso un reloj de cuco. Y d mi ingratitud; siempre le llevé regalos que ella consideraba inútiles y que seguramente lo fueran, como, por ejemplo, una yogurtera o un calendario con imágenes de "Die Brücke", o bien un paraguas automático que, como es natural, nunca fue usado, pues, como saben Vds., en Fortuna el agua es una idea).

...El uniformado lo acalló de un golpe de carnicero profesional. Sobre el suelo de cemento quedaron los restos del pajarito y unos lagos minúsculos que mis propios ojos habían fabricado. En cada uno de ellos se reflejaba la bombilla desnuda, que colgaba como un ahorcado.

Era como un collage de Hans Arp.






Di gracias a dios (?) porque me hubiera introducido el dedo "corazón", el más sentimental. ¿Qué hubiera sido de mí si hubiera operado con el maléfico "índice"…?

Se quitó el guante, lo tiró a la papelera (nunca faltan en Suiza) y salió carcajeándose. Salí del cubículo como Samsa, arrastrándome y llorando como un niño: roto por dentro y descosido por fuera… (y destrozado el Samba que tenía que llevarme a respirar los aires del mejor humanismo alemán: Mann, Nietzsche, Mahler...).

Volvieron a su posición original. El perro lobo, aburrido, se tendió a su vera.

Amaneció. Llegaron dos nuevos uniformados y se marcharon los bromistas. El tráfico empezó a fluir. Los viajeros me miraban con compasión (mezclada con rechifla). Dieron las doce del mediodía y todavía seguía yo intentando colocar manguitos y atornillar piezas. Sobre las dos de la tarde, sin probar bocado, conseguí poner el coche en marcha. Cuando me iba, el relevo sacó una botella de Terry de malla, me señalaron con el frasco y se arrearon, a mi salud, unos lingotazos de aquí te espero.
Entonces caí en la cuenta de que no me habían pedido ni el pasaporte.

Me coloco detrás del último coche y avanzo al ritmo que marcan desde la garita...Mi corazón se acelera, el coche desacelera...

¿Saben qué les digo? ¡que les den pol culo! Rompo filas y me dirijo hacia el lago Como, Milan, Turin, valle de Susa, Francia... según el itinerario acostumbrado. Si he pasado veinte años con ese fardo, podré pasar otros veinte.

Y juro por mis muertos que nunca más pasaré la frontera suiza.

El atardecer rojizo anuncia ventolera.






viernes, 4 de marzo de 2016

EJERCICIO DE ESTILO

     ¿No les ha ocurrido nunca, o al menos alguna vez, que, sobresaltados, han intentado levantarse por el lado equivocado de la cama, aquel que, inevitablemente, da a la pared, y se han golpeado la cara de tal manera y con tanta intensidad que, primero, han lucido un bonito moratón durante todo el día y, segundo, ha sido oído por el vecino de la izquierda, aquel que, precisamente, no quieren que se entere de nada y menos de las desgracias, por razones sobre las que ya estarán sobre aviso, y todo porque el cartero se empeña, día tras día, en apretar el timbre de su casa, a sabiendas, o quizás exactamente por eso, de que Vd. se acuesta tarde? ¿No les ha ocurrido nunca?
     ¿No?...
     ¡Eso es que no viven en un bajo!
     Yo vivo en un bajo, y, por lo tanto, he sufrido esa circunstancia con una frecuencia inquietante que, lejos de aminorarse, fue siempre a más, tanto que, pensé, el cartero pensaba hacerme la vida (sobre todo las mañanas) insoportable por alguna razón oculta o, al menos para mí, desconocida, a no ser que lo siguiente sea causa suficiente de tanto resentimiento.
     Eso que, entonces, se convirtió en rito martirizante tuvo un comienzo, como es natural, pues todas las cosas o procesos (¿o acaso no son lo mismo?) actuales tuvieron un comienzo en el tiempo, suponiendo, claro está, que mi suposición sea acertada. Hacía dos días que vivía en este nuevo domicilio, un bajo que, en realidad, por la parte que da al sur, por donde, por razones que desconozco y que me llenan de incertidumbre, ora sí, ora no, se vislumbra el mar, aparece como un primero, cuando, por primera vez, sonó el timbre a las 8’45 de la mañana, hora en la que estoy, por primera vez en toda la noche, después de intentarlo de todas las maneras, profundamente dormido. Tras golpearme la cabeza contra la pared, algo que, entonces, me pareció gracioso, y que, después, como he dicho, se convirtió en un rito de martirio, me levanté presuroso y con el corazón latiendo, como late de miedo y ansiedad el corazón en el pecho de un gorrioncillo y la cabeza dolorida, me dirigí, de forma incierta, hacia donde parecía proceder el sonido que, yo aún lo ignoraba,  llegaría a convertirse en insidioso. Vi al fondo del pasillo un resplandor fosforescente, como esas luces que, dicen, emiten los huesos de los muertos, y me dirigí hacia él. Una pantallita algo más grande que la de un teléfono móvil me mostraba el exterior, y en ese exterior no había nadie, como si una ráfaga de viento, al azar, hubiera incidido en el botón que activa el timbre de mi casa o un ave, perdida su ruta, lo hubiera golpeado con su pico. Volvió a sonar. Volvió a iluminarse la pantalla. Y volvió a no haber nadie en el exterior. Abrí la puerta para resolver el enigma, pues, como es natural, siendo la primera vez, aún no se había creado en mí la reactividad ni, en consecuencia, mi negativa, insobornable, a abrir la puerta a ese enano que, con esfuerzo, conseguía alcanzar el timbre del bajo, y ello, a pesar de que el cuadro de mandos está colocado a menos de ciento cincuenta centímetros del suelo; esto fue lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y, mientras consumaba el asesinato, miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, pese a lo cual, lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y mientras consumaba el asesinato miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, produjo en mí una corriente incontenible de hilaridad que, el cartero, o, más bien, el mensajero de las empresas, pues no pertenecía, según pude deducir de su ausencia total de insignias y de la impropia cartera, al cuerpo de funcionarios del Estado, tomó como dirigida, sin atenuantes, directamente a su persona y no, como era el caso, a todo el cúmulo de circunstancias que concurrían y convertían la secuencia en humorística. Ese fue el origen de este martirio matutino, pues, desde entonces, viéndose, el mensajero, humillado a causa, en exclusiva, así lo creía, de una condición innata y, sin recapacitar en los inconvenientes que provocaba su, a todas luces, innecesaria, acción, convirtió lo que había sido casi azaroso, aunque, bien mirado, los carteros y los mensajeros de empresas siempre importunan a los moradores de los bajos, pese a que por encima de ellos se enseñoreen cinco plantas, en una costumbre totalmente premeditada y cargada, por eso mismo, de maldad, que sólo tocó a su fin el día en que, era finales de la primavera, desde las 8’30 esperé, en los espacios comunes, la llegada del enano. A las 8’43 Llegó, precedido de una sombra escasa. Apretó el timbre y con la mano libre hacía, dirigidos a mí, gestos insultantes que yo vería, creyó, con esa luz mortuoria, en la pantallita, algo más grande que la de un móvil normal; y mientras se entretenía en esas puerilidades, y, por lo tanto, perversidades, solté al perro (“Hegel”) que, en su afán por cumplir, pronto y bien, con sus obligaciones, se estampó contra la puerta cristalera que lo separaba del emisario comercial, produciendo tal estruendo que el vecino, aquel que, precisamente, no quieren que, bajo ningún concepto, se entere de nada que concierna a su persona ni a sus circunstancias, salió cubierto con ropa deportiva y requirió explicaciones con unas formas que, a poco sagaz que se fuera, denotaban una sobrada capacitación para cometer todo tipo de desmanes. El perro no paró de ladrar. El enano comprendió, creo, pues no ha vuelto, que la escena ponía el punto final a su divertimento. El vecino dijo algo que, a causa de los insistentes y continuos ladridos de “Hegel”, no pude entender pero, esto lo supongo, debían ser advertencias y referencias a, porque, en un momento determinado de su extravío, comenzó a dar golpes contra la pared de las dependencias comunes, en concreto contra la que delimitaba la morada del vecino de la derecha, que salió alarmado y con la cara cubierta de espuma de afeitar blanca, como es normal, y que enterado de lo que pasaba, volvió, no sin abroncarnos, a introducirse en su morada, sabedor de que de tal guisa no causaba impresión, sino que, bien al contrario, era objeto de rechifla y añadía confusión a lo que estaba desarrollándose, los extraños y abruptos golpes que sonaban cada mañana, precisamente a la hora en la que estábamos protagonizando aquella lamentable, pero eficacísima, escena.


sábado, 27 de febrero de 2016

CINE

     En Fortuna había un cine. Parecía el Arca de Noé sin calafatear, o, si quieren Vds., tras descansar décadas en la solitaria cima del Ararat. Después abrieron el segundo, que era de Tercero, poseedor, a su vez, de un ultramarinos en la misma la plaza del mercado; allí fue donde mi hermano mayor aprendió los rudimentos de la proyección cinematográfica y se aficionó, de paso, a la mecánica en general, de la que, por cierto,  no sacó ningún provecho, a no ser que Uds. consideren provechoso pasar meses dibujando grifos y llaves inglesas.

     El primero, el de Don Paco, tenía solera. Durante años no caímos en la cuenta. Sólo cuando Tercero abrió el segundo, nos dimos cuenta de su belleza bíblica. Se enseñoreaba en la parte antigua del pueblo, en pleno territorio del “Zorro” y sus cofrades. El segundo asentaba sus reales en la Avenida Miguel Servet, de quien nadie supo nunca dar noticia.

     De entre todos los grandes acontecimientos cinematográficos recuerdo dos o tres que despuntaron por encima del grandísimo nivel exhibido. Hay que decir, para poner de manifiesto el valor pedagógico de los “carteles” que, antes de acudir al cine,  los contemplábamos con mirada crítica y sacábamos nuestras propias conclusiones. Esas conclusiones eran contrastadas con la visión del film y al final volvíamos sobre los mismos para modificar o reafirmar nuestras primeras impresiones. Era un ejercicio epistemológico que durante años nos educó en la crítica. Y así veías, delante de las ruinosas estampas, campesinos de Caprés o habitantes de la calle de san Judas, discutiendo dialécticamente sobre lo adecuado de la selección hecha. Tras la visión, los carteles eran utilizados para abrir el significado de lo visto y dar sentido al conjunto. Pura iluminación profana. Más de uno se llevaba a casa los más procaces.

     Los hijos de la benemérita no sabían a qué atenerse. Don Paco les hacía pagar media entrada, siempre y cuando trajeran su propia silla. Tercero, les daba entrada libre, ora sí, ora no, dependiendo del estado de ánimo. Y su estado de ánimo era imprevisible. Esta observación no valía para mí. Don Paco, por respeto a mi padre, distinguido cliente de la taberna del Zorro, me daba entrada libre. Y en el cine de Tercero, subía directamente a la cabina y de allí bajaba a la sala de butacas, como llamábamos a aquellos artefactos de madera de pino sin desbastar que se plegaban con un estruendo de matraca y que tenían verdadero peligro.


1.




     Cuando pusieron en Fortuna “Arroz amargo”  y vimos en pantalones cortos a Silvana Mangano entendimos, súbitamente iluminados, de qué iba el juego de la censura. El párroco le otorgó un “4” (gravemente peligrosa) y estuvo repitiendo la advertencia desde dos semanas antes de su estreno. Hasta los niños estábamos expectantes. Las mujeres sufrían en silencio y a punto estuvieron de hacer una escena a lo Aristófanes.  Que qué tenía esa puta que no tuvieran ellas. Era imposible explicárselo. Así que no se hablaba del tema en su presencia. Sólo cuando vieron los carteles reconocieron lo evidente y se postraron humildes (como si estuvieran fregando el suelo) ante tan deslumbrante belleza. Los hombres la amaron desde el principio, pero, acabada la película, añadieron la estimación y el reconocimiento moral. Las mujeres asintieron resignadas.

     Mi hermano, que, como saben, era el que “echaba el cine”, cortó algunos fotogramas de cuando la “chica” está en el arrozal y se limpia el sudor con el dorso de la mano y las demás, agachadas como si fregaran el suelo, recogen el arroz. Con ese tesoro conseguía yo un suplemento de canela o un trocito más de aquel queso amarillo y redondo que iluminaba nuestras aburridas tardes en la escuela de los “cagones”. Digo yo que cuando llegara la película a Riomalo de Abajo, próximo a Malpartida, sólo sería visible el título y el FIN.

     Y es que ver, después, a nuestras madres, rodillas en tierra, junto a un caldero de agua pútrida, como ñus abrevando en un charco del Serengueti, y un trapo en la derecha, con el que intentaban sacar brillo a un suelo de barro cocido…era como para ponerse a llorar. Algunas usaban “rodilleras” de guardameta. Las más iban colocando un amasijo de trapos bajo las rodillas. Algunas a pelo. Nada que ver con el culo de la “Mengano” (como empezó a llamársele). Era verdaderamente para ponerse a llorar. Y llorábamos.

     Así que cuando Manuel Jalón Corominas, desarrolló, a partir de un cubo con rodillos, un artilugio al que Enrique Falcón Morellón (primer vendedor de la empresa) puso el nombre de “fregona”, a nuestras madres se les abrió el paraíso terrenal. Acababa la década de los sesenta cuando hizo aparición en nuestra casa. Por entonces ya nadie se acordaba de culo de la “Mengano”. ¡¡Qué inventen ellos!! Se le hubiera atragantado la proclama al catedrático a la vista de tan hermoso, sencillo y humanitario utensilio. Y no quedó ahí la cosa, también ofreció al universo-mundo la aguja hipodérmica desechable y decenas de baratijas que la memoria colectiva no ha tenido a bien conservar. Era una especie de Melquíades que extrajera de sí mismo las maravillas. Ahora nuestras madres, un poco tarde la verdad, podrían lucir su palmito incluso entregadas a las faenas domésticas.


2.


     Cuando proyectaron “De entre los muertos” (“Vértigo”), de nada nos sirvió el análisis exhaustivo de los carteles. Nadie entendió nada, así que se proclamó como doctrina oficial que el operador había alterado el orden de los rollos. Mi hermano juró y perjuró que los había proyectado en el orden establecido y que (él era lector de “Film Ideal”) nosotros no sabíamos leer los tropos cinematográficos. A la gente lo de los tropos le pareció demasiado subterráneo y exigió que le devolvieran el dinero pagado o que volvieran a proyectar la película en el orden que los asistentes votaran. No era lógico que una mujer se arrojara desde un campanario y que después apareciera tan campan(an)te. No era lógico y así lo hicieron saber de forma contundente. Se volvió a proyectar la película en el orden “democrático”. La cosa aún se complicó más. Insistieron en lo del dinero y como el Sr. Tercero no accedió, asaltaron la cantina del Reyes y lo dejaron sin pipas y sin gaseosas.

     Aún ahora, después de más de cincuenta años, cuando la cosa se pone turbia y amenaza reyerta, alguien vaticina: “¡Se armará la de Reyes!”

3.



     Pero la proyección, si puede llamarse así, más comprometida fue la de “Misterios de Tánger”.

     Sólo sacamos en claro que algo pasaba en Tánger.

     No sé si Uds. están puestos en el mecanismo de los antiguos proyectores.  Era una especie de caldera en el que ardían unas barritas de carbón (o algo parecido). Sobre ese ardiente telón de fondo unos cilindros dentados  arrastraban la cinta, a la velocidad adecuada, que circulaba entre ese fuego infernal y una lente de aumento. Si la cinta tenía rotos los agujeritos que debían engarzarse en los cilindros, éstos no podían hacer circular la cinta… y se paraba. Entonces en la pantalla aparecía una mancha marrón-café que rápidamente ocupaba toda la pantalla. De la ventanilla de proyección salía humo negro, se paraba la proyección y se encendían las luces de la sala. Era necesario cortar unos fotogramas y volver a pegar la película. Toda esta operación se llevaba sus buenos 5 minutos…si el fuego no se extendía por toda la cabina.

     “Los misterios de Tánger” sufrió más cortes que Carnicerito de Úbeda. Habíamos entrado al cine a las 6 de la tarde, eran las doce de la noche y todavía no sabíamos de la naturaleza dual de la bella espía polaca. La segunda película se suspendió.
     La cosa empezó normal. El NO-DO recogía la visita del sultán de Marruecos, Mohamed V, a Barcelona. Había llegado en el transatlántico “Casablanca” y lo llevaron a Monjuic y tal. No hacía mucho que se había declarado la independencia oficial de Marruecos. Muchos de los presentes habían hecho la mili, o lo que fuera, en el Protectorado o en la ciudad ocupada de Tánger. Cuando apareció el sultán, los insultos y los quintos (de cerveza) volaron por el espacio escénico. La pantalla quedó hecha un asco, lo que añadió dificultad a la comprensión de la trama.

     La verdad es que el NO-DO no ayudó a la recepción de la película sobre Tánger y sus misterios, que pretendía ser la réplica franquista a “Casablanca”.
     El primer corte era algo natural. La gente aprovechaba para ir al váter o comprar una gaseosa en la cantina del Reyes. El segundo, podía coincidir con el cambio de rollo (pues sepan Vds. que en un rollo de aquellos no cabía la película entera). El tercero, mosqueó a los espectadores y el cuarto y las decenas siguientes se sucedieron como ráfagas de metralleta. No conseguimos oír ninguna frase completa.
     La sala se convirtió en la “batalla de Platea”. Por suerte mi madre no había ido al cine, así que se ahorró la vergüenza de ser la madre del inútil de la cabina. Mi hermano sacaba la cabeza, negra de humo (parecía un tangerino) por la ventanilla del cinemascope (habían dos: una normal y otra cinemascope, que se construyó exprofeso para el estreno de “La túnica sagrada”. Fue algo así como lo que hizo Newton con la camada de su gatita: construyó una gatera para cada uno de los cachorrillos) e intentaba dar explicaciones.




     No hacía mucho de la humillante derrota del Fortuna C.F. contra el Molina de Segura. Mi hermano había jugado de portero (¡media parte!) y le metieron 18 goles. Así que añadieron a los insultos motivados, el ultraje pasado que, de verdad, no venía a cuento.

     A las doce de la noche, aún, como he dicho, sin aclararnos sobre la espía polaca, empezó a salir por las dos ventanillas, la normal y la del cinemascope, un humo espeso y picante y unas llamaradas tales que amenazaban con prender los paneles de fibra de vidrio que cubrían las paredes. Los espectadores, saltando por encima de las matracas, se lanzaron a la calle sin respetar mujeres ni niños. Mi hermano subía y bajaba de la cabina con cubos de agua y se oía un fffsss….fffsss que proclamaba la gravedad del asunto. El sr.Tercero tuvo que improvisar una oferta: La semana siguiente se daría cine gratis.

     Ahora me río, pero entonces no me reía. De verdad que vi peligrar la integridad de la familia y, lo juro, de nada hubiera valido tener por padre al gran guardia Herrero.




viernes, 12 de febrero de 2016

21 DE MARZO DE 1964





     En aquellos tiempos, la atracción más importante de la semana era el ciego que nos cantaba los horrores que ocurrían a nuestro alrededor y de los cuales parecía que estábamos a salvo. Desplegaba su fridesca orla y nos cantaba, con una melodía primitiva e insidiosa, las puñaladas (lo que variaba era la cantidad) que alguien había propinado a un prójimo.  Recuerdo la melodía como si la hubiera oído ayer en el esputofaif. Acabada su actuación vendía la letra, ilustrada, por “la voluntad”. El dinero conseguido lo gastaba en salazones (¡si lo sabré yo!). La escena tenía lugar los sábados, día de mercado. Un sábado dejó de venir.

     Dijeron que le había dado un ataque de tensión.

     Mi padre era suscriptor de “El Caso”, así que a mí aquello no me hacía mucha impresión. Lo de mi padre se explicaba porque su oficio tenía que ver con la criminalidad y era su obligación, decía, estar al corriente de las tendencias. Mi madre, ajena a este deber paterno, anunció un día un “auto de fe” al que fueron a parar todos los ejemplares de “El Caso”, y de paso, todos los tebeos del “Jabato” y de “Hazañas Bélicas”, los relatos del ciego, y todos los carteles de cine y todas las filminas que guardaba (yo) como un tesoro, entre las cuales Silvana Mangano en “Arroz Amargo”.  Los “autos de fe” eran la chifladura de mi madre. Pasaban los años como si no pasara nada y de golpe y porrazo sacaba al patio toneladas de papeles y los prendía con una furia propia de quien se quema por dentro y no sabe cómo poner remedio.

     El último precedió en semanas a su propia desaparición y fue anunciado un martes por la mañana en el Centro de Día del pueblo. Fue el punto y final: una baraja editada en conmemoración del décimo aniversario de la muerte de Stalin y otra fabricada con ocasión de la llegada del hombre a la luna; todos los libros de Ediciones Progreso, que con tanto afán había yo recogido de los barcos soviéticos que llegaban al puerto fluvial de Bremen, en el que por entonces me desempeñaba; así como un lote desordenado y deshojado de novelitas editadas en Plaza y Janés, entre las que destacaban, obras de Hamsun y de Pear S. Buck…Creo que también fue inmolada, pues no he vuelto a verla, la orla que conmemoraba la finalización de mi bachillerato superior (y el abandono definitivo de los escolapios).

     En la edad “heroica”, en los años en que soñamos con hacer heroicidades y vivir aventuras extraordinarias, o sea sobre los 12 años, a mí me dio por ofrecerle al crucificado las heladas madrugadas de enero, a imitación de (Do)minguito Savio: cuando mis condiscípulos se sumían en sus despreciables sueños aderezados de ruidos y exclamaciones, yo abría de par en par la ventana que estaba justo detrás de mi cama. Los trenes nocturnos parecía que pasasen por el pasillo y el olor a carbonilla y la carbonilla misma, impulsados por el viento frío y húmedo, inundaba los lóbregos dormitorios corridos e inundaba todos los recovecos.

 Media docena acabamos en urgencias. Aquello pareció durante unas semanas un rebrote de la gripe española.

     Una vez superada la tendencia al martirio, el deseo de santidad se filtró, como la carbonilla, por otras grietas y apareció disfrazado de “obras de caridad”. Y era con esa finalidad que guardaba la chocolatina diaria (roja y plana, de Nestlé que escondía un cromo dentro; a mí siempre salía “el arco de Barà”); con esa finalidad recorría como un vagabundo ansioso las calles de la Malvarrosa a la búsqueda de necesitados. Aquel (do)mingo 21 de marzo de 1964 fue rico en incompletas obras de caridad, no en vano era el día más largo del año.

     Aunque les pueda parecer extraño, dada la época en que vivimos, regida por reglas que derivan del fondo putrefacto de la familia menguante, entonces se nos dejaba salir del centro escolar y hacer lo que nos diera la gana…¡teníamos 12 años! Y con esa tierna edad yo, con autorización, me iba solo a la playa, o, como digo, a recorrer la geografía de la miseria y de la desgracia para, en ellas, hacer brillar mis “buenas obras”. Si me permiten la comparación, era como D. Quijote a la búsqueda de ocasiones en las que poner de manifiesto mi capacidad para el bien. Y así salía yo: armado con chocolatinas y deseos de ayudar al prójimo. Quizás fuera la reacción a tantas maldades como había oído relatar al ciego y a las espeluznantes historias del rotativo.

     A este día, ya de por sí distinguido, nosotros añadíamos la celebración de la onomástica del padre rector, Luís Carrión, neurálgico y poeta. Así empezábamos el verano: bajo el manto tórrido de san Luís Gonzaga y de su encarnación en la tierra, el dolorido poeta que, a más de neurálgico, el hábito de fumar le había tintado los dedos índice y corazón de la mano izquierda de un amarillo ocre parecido al colorante culinario. Cuando, en contadas ocasiones, lo veíamos celebrar misa y elevar la hostia en el momento álgido (valga la redundancia) el contraste entre la blancura de la oblea y el amarillo intenso de sus dedos era alarmante y daba a la escena un aire sacrílego.




     El domingo 21 de junio de 1964, por la razón expuesta, desayunamos una taza de chocolate y unos cuantos melindres. Además se nos ofrecieron caramelos y doble ración de chocolatinas. Yo me conformé con la taza de chocolate. El resto lo guardé como medio para expresar mi desespero por el bien. Acabado el refrigerio nos dirigían hacia la sala de música que hacía las veces de sala de actos y allí dábamos rienda suelta a nuestra inspiración artística en honor del homenajeado. Normalmente el encargo poético recaía  sobre Ángel, cuyo apellido, Claramonte, refulgía entre los García, Gómez y otros de la misma catadura. El tal, con la costumbre, dominaba a la perfección las rimas asonantes en a-a: “Gonzaga”, “alba”, “mañana”, “esperanza”, “vaga” (en la acepción de “vaporosa”, “indefinida”…Resaltar que evitaba, en esto seguía las instrucciones del cura poeta, los imperfectos en “aba”) que combinaba con rimas en ó- : “Carrión”, “amor”, “corazón”, “Señor”, “gorrión”, formando cuartetas de octosílabos inseguros. El poeta y fumador oía la voz del bardo habitual con los ojos cerrados y echando espesas fumarolas azul plomizo. Cuando acababa el recitado, el “padre rector” analizaba el “poema” desde el punto de vista técnico, que incluía métrica y acentos y desde el punto de vista más elevado del uso de las figuras literarias y tropos, acabado lo cual pasaba a recitarnos su producción última que normalmente ocupaba varios centenares de versos. Aquello se hacía insoportable de verdad. Siempre acabábamos diciéndonos que preferíamos la aguachirle cotidiana. Pero antes de llegar a esa inexorable conclusión teníamos aún que sufrir unas interpretaciones pianísticas a cargo de los más avanzados de la clase. Normalmente todo giraba en torno a Schumann.




     Sólo después de estos puyazos nos dejaban libres hasta la hora de comer (paella, naturalmente). Unos se iban a la playa, otros a seguir durmiendo, los había que preferían jugar al fútbol. Yo era de los del fútbol. Pero aquel día me dirigí, lleno de amor al prójimo, al campamento de gitanos de la Patacona. Recuerden que yo tenía 12 años. Entré en aquel laberinto de chabolas con la seguridad que me daba mi inocencia. Aún no había andado ni cincuenta metros cuando una pareja de churumbeles se me acercó y sin decir ni me quitaron la caja de las dádivas y se marcharon corriendo divertidos. Describir el estado en el que me quedé es inútil y como es inútil no lo intentaré. Me di la vuelta y me marché. Algo entendí: era preferible arrebatar que esperar a que un imbécil como yo apareciera con su cargamento de chocolatinas y melindros.

     La paella siempre me producía un amargo dolor de estómago y la esperaba con consternación. No fue diferente. Así que, ese día, tuve algo más que ofrecer por el bien de la humanidad en su conjunto.

     Fue dejar los curas y desaparecer la dolencia. Y para demostrárselo a Vds. me haré, ahora mismo (ante su vista), una paella de costijellas y verduras y me pimplaré una botellita de verdejo. Remataré con unas copitas de Master Jager (¿) Mike Jaeger (¿)…¡el del ciervo! que acaban de traerme de Tubinga.

     La siesta era ineludible. Y a eso de las seis y media nos daban otras dos horas de paseo libre. Estaba a punto de acabar el día y yo no había conseguido anotar nada en mi HABER, salvo ese asqueroso dolor de estómago. Salí decidido. Borracho de bien. En cuanto dejé la Senda de la Carrasca y desemboqué en la Avenida vi una mujer mayor que llevaba un pesado bulto sobre sus espaldas. Me acerqué, se lo cogí y cargué con el fardo detrás de ella. La mujer reaccionó mal; pensó que iba a robárselo y me arreó un bofetón que se oyó hasta en la ermita de Vera. Le expliqué mis intenciones. Se calmó y creo que pensó que estaba en presencia de un niño loco capaz de cualquier cosa, así que me dejó hacer. No vivía lejos. El bulto era pesado de verdad, como las obras completas de Pérez Galdós y Pardo Bazán juntas. Aguanté y cuando llegamos a la meta me sentí ligero como un jilguero (¡!) y feliz como una perdiz (¡!). Estaba claro que me había impregnado del espíritu poético de la mañana. No contento con la proeza que acababa de realizar me dirigí al Hospital Infantil de san Juan de Dios a “visitar a los enfermos”. Pensé que el Cotolengo me pillaba demasiado lejos. No llevaba chocolatinas ni caramelos, sólo mis ansias de bien y de ayudar al prójimo. Les digo que entonces todo era más fácil que ahora: nadie me preguntó nada.


     Fue abrir la puerta de la sala de enfermos “menos graves”, cuando todos los reunidos (que eran multitud) y muchos de los pacientes infantiles saltaron de alegría, lanzando alaridos de puro júbilo. Las almohadas volaban por los aires, los sombreros recorrían el espacio como platillos volantes. Los que estaban de pie saltaban enloquecidos y los que estaban en las camas, también. Pensé que de repente dios (¿) me había otorgado poder taumatúrgico; que mi sola presencia hacía andar a los cojos y hablar a los mudos, tal como me había anunciado la comadrona. Avancé un poco por entre las filas de camas metálicas, me imaginé como el Señor entrando en Jerusalén y giré sobre mí mismo para ver el espectáculo que mi mera presencia estaba produciendo. Sobre la puerta de entrada una televisión retransmitía un partido de fútbol. Marcelino, a falta de 8 minutos, acababa de marcar el 2 a 1 contra la URSS. Centró Pereda (¡no fue Amancio!) y remató de forma inverosímil Marcelino. Así ganó la Copa de Europa la “roja” en el año 64: ¡contra los “rojos”.

     Como no había moviola no pude ver la jugada hasta muchos años después.

    Les supongo enterados de todas las circunstancias que envolvieron ese enfrentamiento, si no… ¡Infórmense Vds. Infórmense! (Merece la pena).