Mi padre era un
ser extraordinario, fuera de norma. El hecho de que fuera Guardia Civil, añade
épica (y lírica) a esta afirmación.
Impuso la ley en los desiertos de Fortuna. Con sólo verlo, los enemigos
hacían las paces, escondían las navajas (de la vecina Albacete) y sacaban la botella de Jumilla. La coñá fue
para mi padre como el vino dulce para el clero: un medio para producir el
milagro. Calificar, y menos “tachar”,
a mi padre de “borracho” es
desconocer los tortuosos senderos por donde circula el odio, la bondad, el
afecto o el respeto. Mi padre conocía perfectamente esos itinerarios de la
pasión. Era, por otra parte, aficionado a las grandes liturgias: misas
cantadas, misas de tres curas, canto gregoriano; acompañaba su afeitado diario
con una improvisación en “canto llano”.
Pasaba a contrapelo su navaja barbera por la base de la mandíbula, al compás del “Dies irae, dies illa”. Una
afición que apareció por generación espontánea. Mi madre, con ese gesto suyo,
tan propio, le lanzaba desde la cocina: ¡Ya
estás con tu “Gori…Gori”! ¡No esperes lujos cuando te mueras!
Naturalmente también le gustaban los fastos
de la Semana Santa. Había una cosa, sin embargo, con la que disentía: que
cerraran los bares en fechas tan señaladas y ociosas. El “ayuno” le era indiferente (él tenía la desordenada y frugal forma
de comer de los alcohólicos) y la “abstinencia”,
obligada. Pero no poder apoyar el codo el mármol de Crevillente, ni poder
departir con los parroquianos sobre el significado teológico de esos “fastos”, era algo que añadía un poco de
angostura a lo que, de lo contrario, hubieran sido unas vacaciones pagadas.
El viernes es un día infausto. Hay más “viernes negros” que “domingos sangrientos”. Y de entre todos
los “viernes negros”, aquel Viernes
Santo de 1959, 27 de marzo, fue el más negro.
En la época del nacionalcatolicismo las
fuerzas armadas y la iglesia constituían una unidad indisoluble. Así que era
inconcebible una Semana Santa sin la presencia de la “benemérita”. Su aportación más importante era escoltar el “Santo Entierro”.
Mi padre había
votado en contra de que la escolta se hiciera a caballo. Aún estaba en carne
viva la broma de “Renato”. Todos,
menos Bermejo, fueron de ese parecer. Esa fue la única votación que mi padre
ganó en toda su vida.
Los seis guardias civiles tenían algo que
hacer. El cabo, ocioso es decirlo, formaba parte de la fila de las fuerzas
vivas, entre las cuales intentaba colarse el barbero (el del “Atlético de Bilbao”). La tropa se
repartía de la siguiente guisa: 4 guarneciendo el sepulcro; 1 delante, abriendo
paso y otro, detrás, a rebufo. A mi padre le tocó abrir paso. Toda la semana estuvo sacando brillo a los
correajes amarillos, de gala, y al tricornio vellutino-cuello de caballo. El tricornio portaba una flor amarilla
como de calabacín.
Mi padre estuvo contento con el reparto.
El año anterior le había tocado el vértice trasero izquierdo y pasó
desapercibido. A las 9’30 de la noche, desde la iglesia, saldría el cortejo. A
las 9 y cuarto salieron los seis en formación: 1-4-1 depositando su confianza
en el castillo de proa. Parecían una constelación mortecina en expansión.
Portaban el mosquetón con la bayoneta calada, colgado al hombro y apuntando al
centro de la tierra. Allí no había nada marcial. Era un arrastrarse rural,
rústico, puro fatalismo y desánimo. La noche había caído y el silencio era
obligado. A lo lejos se oía el ruido de las cadenas de los penitentes. Esa
especie de osa menor con la estrella polar paterna al frente, se dirigía con
dificultad a la iglesia parroquial desde donde saldría el “Entierro”. Un trono impresionante: un ataúd de cristal rodeado de
campánulas temblorosas y dentro “el
muerto”. Era movido por 18 penitentes (seis por “anda”) a los que se sumaban seis niños que colocaban las “muletas” en los descansos. Si faltaban
penitentes ya se encargaba el cabo de enviar
algún “voluntario”.
Toda una complicación para aquellas
estrechas calles de Fortuna.
La noche del viernes todos los cofrades se
unían formando un solo grupo. Vestían de negro teléfono y llevaban un farol. Los
faroles iban unidos por un cordón que formaba preciosas catenarias. Marchaban
en doble fila y en medio iba el catafalco.
A las 9’20, la
constelación echó de menos un trago. Todos los bares estaban cerrados. A las
9’23, ya a punto de entrar en la zona de influencia del “cadáver”, echaron en falta otro. Mi padre, dicen, se compadeció y
sacó una petaca de Terry. Llevaba 4, una en cada bolsillo de la guerrera.
Llegaron y el tambor se puso a marcar el
ritmo. El cabo ordenó un ritmo más lento y solemne. Todos empezaron a
balancearse como una llama lenta y espesa. trran,
trrran, ratatrán ….trran, trrran, Tranratrrratrán… El catafalco seguía el
ritmo de esa ola. Espera tensa. Las filas de nazarenos se fueron formando y
dentro de esas oscuras orillas, las fuerzas vivas se desplegaron como un verso
de Pemán. Después, abriendo paso a la mole que era flanqueada por cuatro
números, venía mi padre, y cerrando la composición el guardia Bermejo. Detrás,
a varios metros de distancia, descalzos y encadenados, iban los penitentes y
los agradecidos; los tullidos con esperanzas y los asesinos “in pectore” (luchando a brazo tendido
contra sus tendencias). Mujeres con hábitos morados y cíngulos amarillos
arrastraban cadenas y el ruido era un digno contrapunto al trran, trrran, ratatrán… trran, trrran, Tranratrrratrán. Los “espectadores” abarrotaban las aceras. La
noche del viernes no se daban caramelos, ni habas, ni huevos cocidos… ¡no se
daba nada! No se cantaban saetas ni había nada que pudiera apartar a la
feligresía de la contemplación doliente del “muerto”.
La luna estaba en fase de plenilunio. Todo
un juego de sombras: fijas y frías; móviles y cálidas. Se dio la orden y la
procesión se puso en marcha. El tambor, el ruido de las cadenas, el sonido
áspero de los pasos sobre el suelo, el balanceo, alguna tos.
27 de marzo de
1959. Empezaba la tragicomedia.
Mi padre había cedido las petacas al
costalero mayor, el que ordenaba parar y seguir. A cada parada mi padre se
lanzaba solícito en auxilio de los esforzados y, a escondidas, se amorraba a la
petaca. Desplegó todo un repertorio de gestos y disimulos. Aún, el féretro, no
había doblado por la calle de San José y mi padre ya andaba, habiendo roto la
armoniosa constelación, como un cometa descontrolado. Incapaz de seguir el
ritmo ni, menos, la línea recta, daba tumbos, rechazado por los flancos, como
una pieza de aquel antiguo juego del “Tennis
for Two”, anterior, incluso, al “Tetris”.
La bayoneta echaba chispas cada vez que
rozaba alguna piedra del suelo. Las paradas seguían según el orden estipulado y
mi padre, cada vez más solícito, se arrodillaba para atarse una bota y se
pegaba un lingotazo de aquí te espero o se acercaba al hombro del cofrade mayor
como para hacer una sugerencia y se pimplaba un trago de padre y muy señor mío.
Mi padre había, definitivamente, perdido el norte y conducía el túmulo como si
descendiera por “aguas bravas”. La
comitiva enfiló San Judas Tadeo; salió victoriosa de San Judas y entró
tambaleándose en la carretera de Abanilla. Era territorio paterno. Por aquí se
enseñoreaba la taberna “El Zorro”, de
la cual mi padre era el cliente más distinguido y honorable.
Mi padre empezaba ya a hacer el “paso de la oca”, levantando oleadas de
admiración y rechifla. Y es que mi padre, cuando estaba en su punto, con sólo
existir, era una demostración ostensiva del ridículo metafísico del mundo. El “verso” de las fuerzas vivas perdía la
perfecta distribución de los acentos y la correcta colocación de las sílabas
largas y breves.
Y como todo lo que puede empeorar,
empeora, una voz salida de la anónima oscuridad que envolvía el cortejo, pero,
sin duda, perteneciente a la congregación de “El Zorro”, lanzó un ¡”Viva el
guardia Herrero!” que hizo detenerse
en seco la riada de los devotos. El cabo echó mano a la cartuchera. El cura
párroco, detuvo, con su mano pequeña y carnosa, la mano decidida de la
autoridad. Mi padre, riendo por lo bajini, quiso corresponder y fijando
decidido la pierna izquierda, giró, grácil, la derecha sobre ese eje. Conservó,
como es natural, el movimiento de vaivén. Así que, podría decirse, giró como
gira la tierra en torno a sí misma, con un movimiento complejo que incluyó algo
parecido al “Bamboleo de Chandler”.
De tanta complejidad resultó que la bayoneta se clavó en el suelo y mi padre no
pudo concluir la pirueta. La pierna derecha se enroscó, como la hiedra, en la
pierna izquierda y ambas sobre el
mosquetón de madera de ciprés. Seguía sonriendo cuando cayó espiralmente.
En su desplome, arrastró tras de sí la
catenaria de su izquierda. Los faroles de toda la fila sufrieron las
consecuencias y los portadores, en su afán por sujetarlos, acabaron, unos sí
otros no, rodando por el suelo cogidos a las luminarias. Las velas prendieron
las tulipas y un incendio lineal se declaró en el flanco izquierdo.
El costalero mayor acudió en auxilio de mi
padre, que se amorró, con las escasas pero decididas fuerzas que le quedaban, a
la petaca, dispuesto a no separarse nunca jamás de ella.
Naturalmente yo llevaba una de las “muletas” y lo vi todo. Vi como a mi
padre le sangraba la cabeza y la pierna derecha que, en la caída, había
tropezado con la afilada bayoneta. Mi progenitor, caliente como iba y aturdido
por el fragor de los acontecimientos no se daba cuenta del destrozo.
Alguien señaló
con el dedo el pequeño río de sangre. Acudió el cura. El cabo miraba desde
lejos deseando que se desangrara de una vez. Entre el costalero mayor, el cura
y algunos “voluntarios”, elevaron el
cuerpo de mi padre (parecía un Caravaggio.
Aunque visto desde mi perspectiva más parecía un Mantegna) y, tras un momento de desconcierto, lo depositaron sobre
la tapa de cristal del “Entierro”. El
primer “muerto” parecía incómodo.
Fue un momento de gloria: mi padre
yacente, rodeado de campánulas prendidas, y siendo conducido entre una
muchedumbre confusa. La procesión siguió al ritmo, algo más acelerado,
implacable del tambor. En la calle de La
Piedad aquello era tumulto, más que procesión.
“La Cama”, precedida,
ahora por el guardia Bermejo, que había dejado su puesto vacante, enfilaba
hacia la ermita de San Antón. El Céfiro
y la luna se concentraron en la cabeza de mi padre, que parecía un verdadero
mártir, sonriendo ante la inminencia del paraíso. Aquella noche mi padre
eclipsó al Redentor.
En San Antón ya esperaba el practicante
con la inyección del tétano. Lo bajaron del túmulo y lo tendieron sobre un
banco de la ermita. Le rasgaron la pernera izquierda. Cuando se dieron cuenta
del error le rasgaron también la derecha, y le vendaron la cabeza. Lo llevaron
en volandas al cuartel. Fue como un
entierro musulmán. Más parecía una momia, recién descubierta, del Imperio Medio
que un accidentado laboral. Mi madre, cuando lo vio entrar, elevó el labio para
dibujar ese gesto tan suyo, y volvió a decir aquello de: “¡Ayyyy! ¡Cualquier día me
dejas viuda!”.
Al día siguiente, el hijo del “Zorro” trajo a casa el mosquetón con la
bayoneta torcida y el primoroso y aterciopelado tricornio de gala. Faltaba la
hoja de calabacín.
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