viernes, 13 de febrero de 2015

CAPILA






Lo más parecido a las Euménides, desatada su furia, era cuando las madres, a las cinco en punto de la tarde, aparecían, primero, como un ideal punto geométrico…y después, al galope, como  bolo de polvo apache y desordenado del que sobresalían zapatillas, bastones, palos de escoba, raseras y otros útiles mortíferos. Tenía la vibración sahariana. La bola rodaba cuesta abajo como un alud desubicado y fuera de control. Era la masa madre. Cuando veíamos el grumo volábamos como crepitante plaga de langostas. Nuestro baño, en Capila, mítica balsa reptílica, acababa siempre de esa manera abrupta.  La balsa de agua salobre no tenía más de cincuenta centímetros de profundidad…llena de juncos, de culebras y de libélulas…las ranas habían sido devoradas por las culebras. Aquello era, en realidad, un espejismo. Pues en Fortuna, como ya saben Vds. el agua era una idea… o el reflejo de una idea. Nos bañábamos en un espejismo. Nuestras madres, sin embargo, eran reales.

     Mi hermano se lanzó de cabeza y el agua se tiñó de rojo como en Egipto. Quedó boca abajo y por poco no sorbe toda el agua. Lo sacamos y le apretamos el estómago para que devolviera el caudal y poder continuar el baño.

     La bola negra avanzaba chillando como un enjambre de víboras, con más peligro, sin embargo. Mi madre, normalmente, encabezaba la masa. Enarbolaba un rodillo de amasar, más propio de suegra que de madre amorosa, mostrando  de lo que sería capaz en el futuro.

     ¿Han visto Vds. la cabeza de Medusa?... ¡Peor!  Te helaba la sangre en pleno mes de agosto. Te paralizaba como una viuda negra. El esfuerzo que hacíamos por salir de la catatonia inducida era tremendo. Las piernas se negaban a correr…Nos mirábamos sin saber qué decirnos… hasta que a alguien las piernas le empezaban a funcionar…y todos le seguíamos. En ese momento de estampida no había argumentos posibles. La razón chocaba contra el muro materno. Así, que optábamos por la huida y ya, fuera de alcance, trenzábamos versiones e, incluso, mentiras (¡¡)… ¡yo no estaba!...¡estaba pero no me bañé!...Pero…¡si es un “espejismo”!

     La pánica espantada hacía que cada cual cogiera las prendas que encontraba más a mano y si su mano no se cerraba sobre ninguna… ¡pues ninguna! Y tenías que cruzar todo el pueblo desnudo como los abisinios y, para mayor deshonra, sin excusas de ningún tipo.

     Y todo por las cuatro horas reglamentarias de digestión. Lo que comíamos lo digeríamos en media hora: ¡la carne de caballo ya la envasaban a medio digerir!

     Cuando las madres ponían pie en tierra, circunvalaban el charco y volvían a la carga en sentido inverso…para llegar antes que los hijos y esperarlos con las armas dispuestas. Empezaban como bola de nieve negra y se iban convirtiendo en ideal punto geométrico…hasta que desaparecían por el horizonte.

     Las horas pasaban. La ola diaria de calor incendiaba los matojos…nosotros aguardábamos confiados en que el “fresco” (¿) del anochecer calmara los ardores guerreros de nuestras amas. Cada cual en su refugio, como eremitas…rezando abecedarios y tablas de multiplicar. En el otro extremo de la secuencia, las madres afilaban el palo de la escoba y afinaban la voz de cara al gran espectáculo vespertino.

     Sobre las 8’30 de la tarde el pueblo entero rugía.  Era el negativo de la época de las matanzas que discurría en invierno. ¡Me vas a matar a disgustos! ¡No sé qué del tifus!... ¡Acércame el palo de la escoba!...y cuando llegaba aquello de  ¡Si te ahogas, te mato! una explosión incontenible de risa y de lógica se expandía por las calles… y caía el telón.

     De vez en cuando los temores de las madres tomaban cuerpo y alguien aparecía ahogado…  ¡Pero no en Capila!

     Había otras balsas, igualmente inmundas: “Jota”, “las Pareticas”, “la de Cascales”, la de la “Casa Colorá”…  Eran balsas para los mayores.  Para que se ahogaran los mayores. Si intentabas hacer pie estabas perdido: un metro de cieno encofraba tus pies y ya no podías salir. Te sacaban con una polea….como al Cebolla: azul, hinchado y haciendo más evidente que nunca la mueca de asco que le había dejado un “mal aire”.

     Lo del “mal aire”, algunos lo interpretaban como “mal fario”.

     Sin ir más lejos, YO mismo estuve a punto de ser engullido por la masa cenagosa. Fue en una tórrida tarde de julio, en la “Casa Colorá”. Los perros de la casa me dieron un áspero aviso: uno de ellos, jaleado por el más pequeño, me mordió las corvas. El susto puso los garbanzos en el disparadero. Nos metimos mi hermano y yo. Él un nadador autosuficiente y yo una rémora. Fue entrar en aquel líquido espeso y los garbanzos dieron un vuelco. Habíamos comido potaje de acelgas. La cabeza comenzó a darme vueltas, el estómago se me encogió y empezaron a salir garbanzos por mi boca, como lava por el Etna. Me hundía sin remedio…y me ahogaba doblemente: no podía respirar ni fuera ni dentro del agua. Mi hermano me salvó de lo que hubiera sido un típico ahogamiento de verano: “¡Se hinchó a higos calientes y se tiró al agua!”. Por suerte no hubo testigos y el hecho no pudo convertirse en noticia: no se movió del sitio.

     No fue como aquella vez, cuando los paracaidistas se lanzaron en tropel sobre el desierto del Ajauque. Todo el pueblo en procesión acudimos al ensayo del apocalipsis. Los aviones atronaban y hacían sombra cual espesa manada de tordos. Del cielo caían (paracaidistas) a decenas, como cápsulas de opio. Resultó un éxito. Volvíamos de a tres comentando las incidencias (las impresiones, más bien). Y en esto que la abuela “Matafulas” me vio y lanzó un grito de plañidera de oficio que hizo girar en redondo un avión rezagado y elevarse al último paracaidista…que se perdió en la inmensidad de aquel cielo azul-plomo agitando las piernas de terror. Me abrazó. Me cubrió de besos con sabor a anís y me rasgó la cara de arriba abajo con sus cerdas, más afiladas  que cuchillas…  ¡Estaba vivo! ¡No me había caído encima una de esas gigantescas cápsulas de opio!...como estaba empezando a formularse. También salí vivo del abrazo.

     En este caso lo que no había ocurrido, se convirtió en noticia y se propalaba a la velocidad de la sombra. Por suerte llegué a mi casa antes que el “bulo”. Mi madre se ahorró aquello de: “Si te mueres, te mato”…y pudimos cenar en paz las acostumbradas patatas con ajo.




      Y había “bocaminas” de benéfica y templada agua (por la cual es famoso el pueblo en el mundo entero). Las “bocaminas” eran otra cosa. Brotaban en los sitios más insospechados: entre almendros, entre las uvas, en pleno desierto… Según te acercabas oías borbotar el agua espesa y perfumada. Veías el humo salir de la tierra.  En torno a esas grietas surgía una flora delicada y casi marina. Normalmente compartías el sitio con las abuelas que intentaban calmar sus dolores y la viveza de sus recuerdos. Te abrazaban, te lavaban…mientras te preguntaban ¿y tú de quién eres? Eran lugares atávicos; restos del reino de Pan; pedazos de Arcadia. Te frotaban la piel con romero y con salvia…

     Naturalmente han desaparecido todas. Si quieren Vds. baños termales, tendrán que acudir al Balneario y allí entrar en una relación comercial.

     Y hablando de agua y tal  ¿Recuerdan Vds. los “pilares”? Nosotros nos surtíamos del de Miguel Servet, al lado de la casa del “Boli”. Allí se concentraban los animales después del trabajo. Los caballos se revolcaban entre asfixiantes nubes de polvo. Los burros aceleraban el paso y metían pacíficos sus hocicos en aquellas aguas plagadas de avispas, tábanos y sanguijuelas. Las personas (mujeres y niños) hacíamos cola delante del grifo para recoger el agua necesaria.

     Un día Josefa “la de los pavicos” se presentó en la cola con sus dos cubos y el cántaro, más amarilla que el azafrán. No se encontraba bien… ¡era evidente! La dejamos pasar.

      ––¡Ay, he’manica he’mosa, gracia’h! Una no e’htá pa ná. Tengo a mi he’mana Rosa en la cama…más malica quel decil.

     Puso el primer cubo debajo del grifo y apretó…tanto, que se hizo encima. Fue un ruido de nubes desgarradas, de tormenta inusual y un olor a cieno mezclado con leguminosas, partiendo del punto de toma, se extendió hasta la casa del médico. Josefa se desplomó simulando una dolencia de las peores. Las mujeres le hicieron aire con sus faldas, y los niños nos sujetábamos el lugar donde debería haber estado el estómago… ¡de la risa! Josefa profundizó en su dolencia y decidió perder el sentido.

     Los alaridos alertaron al galeno. Se asomó a la ventana y recabó noticias. Todo apuntaba a una de las frecuentes lipotimias veraniegas. Salió, todavía llevaba la babilla en la comisura, y fue hacia el tumulto. Apartó a las mujeres para que corriera el aire y cuando corrió, una vaharada espesa lo detuvo en seco. La Josefa abrió un ojo y se lo guiñó al médico:

     ––¡Hala! ¡Llevadla a su casa y que descanse!

     Cuatro mujeres la cogieron por las extremidades y la condujeron a casa como un epitafio griego. Otra, detrás, llevaba los cubos, uno en cada mano y el cántaro, en la cabeza…en un ejercicio sobrenatural (que allí era natural) de equilibrio y de cotidiana solidaridad.

     Los niños seguíamos a lo nuestro que era coger avispas. Cuando había plaga (y entonces la había) nos las pagaban a cinco la perrica… ¡pero vivas!

     No sé si Vds. sabrán que hay avispas que no pican, que en vez de un aguijón duro y peligroso tienen dos tiernos hilos velludos e inofensivos; tienen, además, los ojillos verdes y, en general, son más peludas que las normales, que son como de cerámica. Se distinguen de lejos. Así que éstas eran las principales víctimas. Para completar el jornal, sacábamos las avispas ahogadas y las enterrábamos en la tierra caliente…pues bien: ¡al cabo de un cuarto de hora resucitaban!...por aquello de la respiración cutánea…Y entre unas y otras sacábamos una peseta o seis reales, que, excitados, gastábamos en el puesto de la “tía Peladilla”…




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