lunes, 24 de noviembre de 2014

¡Va por Vds! “Album de fotos”





     En plena era 2.0 le llegó a mi madre un regalo de una sobrina segunda: un álbum familiar de fotos de tercera mano. Superada su prevención (anti)tecnológica  descubrió la utilidad de tan ingenioso artefacto: Consistía en meter en sobrecitos de celofán toda la memoria acartonada de la familia. O en pegar las instantáneas en las hojas al efecto. Y, así, se dio a la re-creación ideal del grumo familiar con pasión de entomólogo. El resultado fue un caos. Un mundo sin orden ni concierto, mantenido en el Ser por la sola voluntad de su desmemoria o de un ignaro sentido de las cosas.

La afición actual enlazó con aquella que tuvo cuando fue el momento de “Los diez mandamientos”…en que completó, a escondidas, todo el álbum de la película, por su amor al “desaborío” Charlton Heston. Yo me quedaba hechizado ante la cuna de mimbre en la que viajaba, sin moverse, Moisés, Nilo abajo. O ante su enorme, amenazante e inmóvil brazo adulto golpeando a diestro y siniestro. Y la huida, sin moverse del sitio, de los israelitas por el desierto. Como esos bebedores que entre trago y trago golpean “jerezanamente” la barra acompañando un sincopado “¡Ámonos que nos vamos!” y no se mueven en horas del ladrillo que les ha cabido en suerte. ¡En la película todo pasaba tan de prisa…!

Digo lo dicho para poner de manifiesto una tendencia que, aunque oculta, anidaba en el corazón materno. Así que, una vez superadas las prevenciones, se puso manos a la obra y ya no paró hasta que no hubo rellenado decenas de álbumes familiares. En el último, el que estaba rellenando cuando la muerte le sorprendió, aparece en la última página, la boda de la mentada sobrina segunda,  que había muerto hacía años, construyendo, así, un final a la altura de Orson Wells.

Aunque también podía tratarse de nuda impetuosidad; o de una extraña lógica desconocida para el resto; o de indiferencia al orden de los acontecimientos; o, directamente, de un desarreglo de la memoria (por lo demás portentosa)… ¡o de venganza!

El álbum empezaba con una fotografía de la hija menor del cabo Gutiérrez (el que le pegó la paliza a Caballero), a quien no veíamos en veinte años (y a quien no veríamos más). Seguía una foto de estudio de una pareja de bailaores que habían tenido un cierto éxito por la zona de Montpellier y Nîmes: “a mi prima”. Esa foto siempre me intrigó y me llenó de legítimo orgullo: En alguna parte del mundo un  miembro de la “familia” triunfaba en el difícil arte de las “variedades”. El, con sombrero cordobés y bigotillo (para distinguirse) recogía con el brazo izquierdo un fardo vestido de “faralaes” que elevaba los brazos como para pedir auxilio. La mujer no tenía pelos en los sobacos, lo cual era, por sí solo, algo que te quitaba el sueño, acostumbrados como estábamos a verdaderos nidos de vencejos. Nunca aclaramos si la “prima” a la que iba dedicada se trataba de mi madre. Si alguna vez, en aquella lejana (por decir algo) infancia nos hubiera visitado una pareja de “bailaores”… ¡lo recordaría!

Seguían: la comunión de mi hermano mayor; la boda del de en medio; mi comunión. Sólo yo recibí la confirmación. El trajecillo de corte torero y reflejos nacarados servía para todo. Mi hermano mediano no hizo la comunión. Mis padres se casaron (aquella foto que servía de calibrador del punto de mira) cuando ya los tres éramos mayores. Ella era una mocita cuando todas sus conocidas hacía tiempo que criaban malvas. Mi padre de uniforme y después de orgulloso y guapo paisano. Los sobrinos, nietos y bisnietos  se sucedían sin ninguna lógica carnal, ni piedad… de tal manera que no había manera de saber quién era quién. Niños. Era claro como el agua que la cronología, en ninguno de sus aspectos, la miraras como la miraras, contaba en esa extraña forma de agrupación.

La veías, ensimismada, eligiendo “retratos” (pues han de saber Vds, de formación digital, que antes las fotografías plasmaban personas… ¡eran retratos!... Para lo demás estaban las postales… ¡esa es otra!) entre las decenas que se amontonaban en cajas de cola-cao y pegándolos (¿al buen tuntún?) con engrudos de diversa naturaleza. El resultado era una especie de poema de Tristan Tzara.

Siempre me ha parecido milagroso, como lo del “sermón de la montaña”, la proliferación de fotos… ¡si nunca tuvimos máquina de retratar! …  Atributo negativo que hemos heredado todos los descendientes en primer grado de aquel grumo. Y que, parece, se va “corrigiendo” según se desciende en la escala o, al contrario, ascendiendo por las débiles ramas del árbol genealógico familiar. Nuestro árbol es un arbusto, un matorral, que no llega a hundir las raíces en ningún sitio. El más veterano: el padre de mi padre… ¡El resto es silencio! De verdad que no he visto familia que puede extenderse hacia atrás menos que la nuestra. Es como si hubiéramos aparecido por generación espontánea.

Otra foto curiosa e intrigante era una que recogía un instante en el que mi padre, rodeado de bellas señoritas, marchaba marcial por una calle de Santa Cruz de Tenerife (¿). El formato era inverosímil: algo más grande que una caja de cerillas. Mi madre de tanto mirarla y remirarla la había encogido hasta el límite de la desaparición. Las chicas habían adquirido una tonalidad fantasmal, translúcida…eran plasma… ¡Tal era la capacidad destructiva de mi madre! Mi padre nunca dijo nada acerca de esa “misión” (ya era Guardia Civil), pues así la calificaba.

O aquellas secuencias (en realidad tomas separadas por meses o años) en las que mi progenitor, el marido de mi madre, aparecía, como los escurridizos y exhibicionistas pistoleros de finales del XIX, con una cerveza (o dos)  o con una botella de vino tinto apuntando directamente al cameraman. La cara negra, de tanta correría por el desierto, y por el efecto acumulativo del morapio. Las hay tomadas en invierno, en verano y en las estaciones intermedias… Qué cómo lo sé, si siempre iba vestido de la misma militar guisa, pues… ¡por el sudor! (margen de error: más menos tres meses).

Había otra foto mitológica que recogía a la que dimos en llamar “La novia del primo Rafael”, una amiga que tuvo allá por los inicios de los cincuenta y que le duró exactamente el tiempo que duró la pose. Estaba apoyada en la cerca de madera que había colocado mi primo alrededor del solar en el que decía querer construir una casa…que nunca construyó. Se casó mi primo, tuvo descendencia. Se casaron los descendientes, que le dieron nietos…y aquella mujer sonriente y solitaria siguió siendo “la novia del primo Rafael”. Esta fotografía estaba situada entre la foto de mi confirmación  y una de mi padre acompañado por el “poeta de la localidad” (después afamado: Sánchez Bautista) que, por entonces, hacía de cartero en la localidad. Mi padre recibió su influjo benéfico y gracias a él, empezó a apreciar y a degustar los paisajes desolados y desoladores de Fortuna. Creo que el poeta plantó en mi padre un esqueje de “poesía rural” que, posiblemente, creció hacia abajo. O, en todo caso, no evidenció floración alguna, aparte de aquel gusto por lo desértico. La afición por los cantos litúrgicos ya le venía de lejos.

Estaba yo enredado todavía en las fases freudianas, cuando me sobrevino una grave dolencia: Una severa inflamación de la pleura. La noche anterior a los síntomas alarmantes había comido mucha uva blanca y, por pensamiento mágico, siempre he pensado en que aquello me provocó la enfermedad. Me abrieron, de urgencias, en la mesa de comedor (la única), el costado derecho. Parecería un cochinillo segoviano y me metieron un tubo de goma que, durante años, apareció en los sitios más insospechados (abrías el armario del váter y allí estaba ese reptil albino…junto a alguna dentadura olvidada) para que fuera saliendo todo el líquido. Una noche dejó de brotar líquido pleural y fue manando una corriente que cada vez tomaba un rojo más intenso (como ocurría con las plagas de Egipto). Llamaron al practicante e hizo lo que tuviera que hacer. Gracias (¿) a ese hombre, hoy vivo. Tuve que pagar muy caro esa intervención: cada vez que lo veía por la calle tenía que abalanzarme sobre él y besarlo con sentimiento filial. Se llamaba Don Mariano. Pues bien, una fotografía en la que aparezco en pantalón de pijama y un inevitable jersey de rayas, tomada delante de la Cruz a los Caídos (por Dios y por España) es el único testimonio que existe de aquellos días cruciales. Y es el punto de apoyo sobre el que yo he intentado, sin éxito, recrear el curso de la enfermedad.

A continuación, mi hermano el de en medio, con uniforme de combate, empuña un subfusil (¿). Parece un combatiente de alguna milicia islamista, defendiéndose con fiereza en  los desiertos de Oriente Próximo. Hizo la mili en Lorca.
La siguiente era otra foto memorable: se veía a dos modistas o costureras o simples amas de casa que cosían y tal. Estaban sentadas en una habitación con rejas a la calle, como si estuvieran “pelando la pava”. Una de ellas, la de dientes prominentes, me decían que era la “Tía Ma Titi”, que, se ve, hizo las veces de abuela materna. Mi madre tuvo una infancia complicada. No me acuerdo de la “Tía Ma Titi”. Lo siento.

Así, por acumulación, se fue construyendo una gran colección de libros de fotos. Nunca llegó, sin embargo, el salto cualitativo que yo, secretamente, esperaba: una intuición repentina que pusiera todo en su sitio y dotara a aquella obra (digna de Rodia o de Kurt Schwitters) de un sentido que traspasara generaciones y se convirtiera en símbolo de la fraccionada vida contemporánea.

Allá fue a parar también, tras recorrer todas las paredes posibles, la foto instigadora del famoso gesto de mi madre.

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