La mañana del 17 de octubre del año
1968, después de que las elecciones de junio echaran agua sobre los rescoldos
de mayo, fui expulsado, DEFINITIVAMENTE, de los escolapios. Aquellos días deambulaba
por entre las desmochadas palmeras, la maleta siempre dispuesta, sin encontrar
acomodo definitivo en ningún aposento de la institución educativa. Sabía que se
tramaba mi destrucción. Los curas jugaban y me iban cambiando cada día de
lecho. Querían sangre antes del golpe postrero. ¿Raro? ¡No me hagan contarles a
Vds. de lo que son capaces esos cuervos! ¡Son como los cuervos sobrevolando el
último trigal de Van Gogh!
Y a mí aquello me gustaba. Me
imaginaba como Rimbaud en Oriente. Esperaban de mí una muestra de
arrepentimiento, tras la cual expulsarme como a perro que se humilla y lame,
aún incluso, apaleado. Sádicamente. Yo no pertenecía a aquella raza. Yo tenía
una gota de la estirpe de Lilith. Así
que cuando me lo comunicaron, saqué un paquete de “46” que llevaba en el bolsillo, contraviniendo toda norma. Saqué un
cigarrillo, me lo puse en los labios, lo prendí y los miré con los ojos
entornados (por el humo) y entre convulsiones logré articular: “¡Ahora ya puedo fumar sin esconderme!”.
La música de aquellos días era la “Gran Polonesa” y la “Heroica” de Chopin. Alguien tenía un
tocadiscos a pilas y no sé cómo conseguí ese “single”. Oía a Chopin en todo tiempo y, como era a pilas, en todo
espacio.

¡Libertad!…Pero también nostalgia de los años pasados en aquel decorado tropical. Melancolía…pero también un sentimiento encantador de comienzo.
La inercia y el exceso de confianza
me llevaron al borde del agujero negro, a la espera el golpe “entumecedor”. Éramos tres: A. B. y yo.
Los tres estábamos tendidos ante el ara sacrificial, desentrañando en la raída
alfombra nuestro indigente futuro. A, era bajito y devoto. B, gordo, alto y un
tanto escéptico. Yo, alto, con gafas y apóstata. Formábamos una cascada cuyo
origen eran la devoción y su final sería la indiferencia, pasando por el
ateísmo.
Sin embargo, aquello también me
divertía. Teníamos un pie dentro de la institución. Para poner el segundo debíamos
de adoptar un nombre (una “contraseña”,
para entendernos) que completara nuestro “perfil”.
A, se puso “hermano A. de la virgen del
Rosario”, que era la patrona de su pueblo. B, dada su naturaleza más bien
positivista, quiso ponerse “hermano B.
del Círculo de Viena” que, finalmente cambió por “hermano B. de Santo Tomás apóstol”. Yo había oído algo de un monte
que era todo un “cluster” de lugares
sagrados, sinécdoque de Jerusalén (de
dalt), y me puse: “hermano Joaquín
del monte de Venus”. A., sabedor de estos temas, me dijo que el monte que
yo vislumbraba era el de Sión y que el monte de Venus no lo conocía. Así
éramos: tardíos. Bueno, pues: “hermano
Joaquín del monte de Sión”.
Naturalmente mi familia no apareció
por esa ceremonia ridícula y siniestra. No estaban las cosas para hacer gastos
inútiles y más sabiendo de mi naturaleza inestable y descreída. La familia de
B. me invitó a comer. Fuimos a un restaurante playero y nos comimos una paella.
“La playa estaba desierta”. Corría un
ventarrón áspero. Cuando salimos parecíamos una familia de cuervos
(satisfechos).
Hubo cena especial. Ya noche
cerrada, me descolgué por la ventana del váter y me fui a bailar a “Las Termas”. No bailé, naturalmente,
pero mi apostasía se afianzó, y una morena no me quitó los ojos de encima. Por
ella, por aquellos ojos, renuncié a la apostasía y me lancé, decidido, en brazos
del ateísmo. Con el tiempo, y gracias a otros ojos, renuncié al ateísmo y me
instalé en la más inmaculada indiferencia.
Cuando volví, el “padre maestro” se asomaba a la ventana
como Julieta. Me esperaba con la misma ansiedad y distinto sentimiento. No dijo
nada, pero a partir de ese instante, la suerte estuvo echada…y hasta que no me
echaron no acabó la función.
Me echaron por la tarde, los muy
cabrones. Podían haberse esperado a la mañana siguiente. Pero no. Me echaron
por la tarde. Me dieron 500 pesetas (no era la primera vez), me hicieron firmar
un recibo y me desearon buena suerte. Estaba claro que yo no pertenecía a los
elegidos. Fue entonces cuando me llevé el cigarro a los labios.
Cuando volví, la puerta estaba cerrada, como era de esperar. Pasé la noche en una
paridera del arrabal. (Observen
Vds. esa rítmica rima en ar / al)…Y es que
cuando uno tiene naturaleza poética, las rimas brotan como el agua del manantial).
En aquella ocasión también me
dieron 500 pesetas (sin recibo) y me despidieron. ¡Adiós frescura angelical! Hice la maleta y se la confié
a A.: que la llevara a Albacete, que era nuestro siguiente destino. Cumplió, el
devoto.
Autobús a Cella y tren a Valencia.
Allí pedí asilo en los escolapios de Micer Mascó y me lo denegaron, los muy
cabrones. Fui a “los Viveros” y me
senté en un banco. Yo tenía 15 años. Leía “Hambre”
de Hamsun. A punto estuve de comerme el libro. Cuando llegó la hora del cierre,
el encargado del recinto se apiadó de mí y me indicó una caseta donde guardaba
las herramientas. Allí pasé la noche. Me despertó a las 8 de la mañana.
Crucé Valencia entera, hasta la
salida de Alicante. Entré en un bar, pedí una ración de champiñones (nunca sabré
la razón de tan extraña elección) y, mientras se volvía para calentarlos, le
birlé un “cholek” (cacaolat). Hice autoestop y como nadie
me paraba, me gasté lo que me quedaba en un billete de “La unión de Benisa” hasta Murcia. Y allí dije, orgulloso, que me
habían concedido unas cortas vacaciones por mi buen comportamiento.
Pasados quince días, mi padre, que
tenía que conducir una cuerda de presos a Madrid, me dijo que uno más no se
notaría. Así que subí al tren en condición de presidiario. Hice el viaje en
compañía de aquellos desgraciados y bajo la vigilancia de la “pareja”. En Albacete, mi padre me dio un
beso y bajé del tren. El resto de la cuerda
quiso protestar, pero se enternecieron. El tren se perdió de vista. Aún no había
amanecido. Las cosas extrañas, anómalas, suelen ocurrir fuera de horario.
Ante mí la llanura manchega. A lo
lejos refulgía (¡¡) Albacete. Era un brillo cerúleo, como de navaja después de cortar
tocino. Eché a andar hacia las luces y cuando traspasé el umbral de mi destino,
asomaba “la aurora de rosáceos dedos”. Mi sombra huía como un presagio. Entrando, le corté la
cabeza.
Me presenté al nuevo “padre maestro” que me acogió perplejo.]
Aquello me seguía gustando. Cada
vez me acercaba más a mi ideal poético. Pasé la noche en la playa, entre coches
desvencijados. Me acomodé en un 850 color rata y esperé la salida del astro
rey. Todo se tiñó de rosa y entendí aquello de “aurora de rosáceos dedos”. Y porque lo entendí, pude pensarlo
después.
La sotana se la cedí a B. Bastaría
con “darle” un poco a la altura de la
cintura y quedaría como hecha “ex profeso”.
El ceñidor (¿) lo quemé. El humo salió negro como la brea. Y no ascendía. Se
quedaba horizontal, indicando ostensivamente que mi ofrenda no era aceptada por
la divinidad. Las hormigas y demás habitantes de la pura superficie, miraron
para arriba, vieron la negrura y se apresuraron.
En el pueblo ya conocían a los “Beatles”
y a los “Rollins” e, incluso, a “¡Máquina!” Yo llevaba el disco de Chopin a
todos los guateques. Mi entrada en aquellos selectos grupos fue humilde, me
dediqué durante un tiempo prudencial a poner los discos. De vez en cuando
colaba al polaco. Los más curiosos se acercaban con precaución. Los más,
vociferaban improperios y me declaraban inútil. Eso no duró mucho. En unas semanas
se puso de manifiesto mi espíritu “maldito”
y mi notoriedad se extendió y enraizó (o al revés). Eché fama de poeta. Y las
chicas empezaron a tenerme en cuenta.
Después me enteré de que Chopin
moriría un 17 de octubre y se cerró un ciclo.
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