martes, 28 de octubre de 2014

¡Va por Vds.! “FIN DE CICLO”



La mañana del 17 de octubre del año 1968, después de que las elecciones de junio echaran agua sobre los rescoldos de mayo, fui expulsado, DEFINITIVAMENTE, de los escolapios. Aquellos días deambulaba por entre las desmochadas palmeras, la maleta siempre dispuesta, sin encontrar acomodo definitivo en ningún aposento de la institución educativa. Sabía que se tramaba mi destrucción. Los curas jugaban y me iban cambiando cada día de lecho. Querían sangre antes del golpe postrero. ¿Raro? ¡No me hagan contarles a Vds. de lo que son capaces esos cuervos! ¡Son como los cuervos sobrevolando el último trigal de Van Gogh!

 
Y a mí aquello me gustaba. Me imaginaba como Rimbaud en Oriente. Esperaban de mí una muestra de arrepentimiento, tras la cual expulsarme como a perro que se humilla y lame, aún incluso, apaleado. Sádicamente. Yo no pertenecía a aquella raza. Yo tenía una gota de la estirpe de Lilith. Así que cuando me lo comunicaron, saqué un paquete de “46” que llevaba en el bolsillo, contraviniendo toda norma. Saqué un cigarrillo, me lo puse en los labios, lo prendí y los miré con los ojos entornados (por el humo) y entre convulsiones logré articular: “¡Ahora ya puedo fumar sin esconderme!”. 
 
La música de aquellos días era la “Gran Polonesa” y la “Heroica” de Chopin. Alguien tenía un tocadiscos a pilas y no sé cómo conseguí ese “single”. Oía a Chopin en todo tiempo y, como era a pilas, en todo espacio. 













 ¡Libertad!…Pero también nostalgia de los años pasados en aquel decorado tropical. Melancolía…pero también un sentimiento encantador de comienzo.

La inercia y el exceso de confianza me llevaron al borde del agujero negro, a la espera el golpe “entumecedor”. Éramos tres: A. B. y yo. Los tres estábamos tendidos ante el ara sacrificial, desentrañando en la raída alfombra nuestro indigente futuro. A, era bajito y devoto. B, gordo, alto y un tanto escéptico. Yo, alto, con gafas y apóstata. Formábamos una cascada cuyo origen eran la devoción y su final sería la indiferencia, pasando por el ateísmo.

Sin embargo, aquello también me divertía. Teníamos un pie dentro de la institución. Para poner el segundo debíamos de adoptar un nombre (una “contraseña”, para entendernos) que completara nuestro “perfil”. A, se puso “hermano A. de la virgen del Rosario”, que era la patrona de su pueblo. B, dada su naturaleza más bien positivista, quiso ponerse “hermano B. del Círculo de Viena” que, finalmente cambió por “hermano B. de Santo Tomás apóstol”. Yo había oído algo de un monte que era todo un “cluster” de lugares sagrados, sinécdoque de Jerusalén (de dalt), y me puse: “hermano Joaquín del monte de Venus”. A., sabedor de estos temas, me dijo que el monte que yo vislumbraba era el de Sión y que el monte de Venus no lo conocía. Así éramos: tardíos. Bueno, pues: “hermano Joaquín del monte de Sión”. 



Naturalmente mi familia no apareció por esa ceremonia ridícula y siniestra. No estaban las cosas para hacer gastos inútiles y más sabiendo de mi naturaleza inestable y descreída. La familia de B. me invitó a comer. Fuimos a un restaurante playero y nos comimos una paella. “La playa estaba desierta”. Corría un ventarrón áspero. Cuando salimos parecíamos una familia de cuervos (satisfechos).

Hubo cena especial. Ya noche cerrada, me descolgué por la ventana del váter y me fui a bailar a “Las Termas”. No bailé, naturalmente, pero mi apostasía se afianzó, y una morena no me quitó los ojos de encima. Por ella, por aquellos ojos, renuncié a la apostasía y me lancé, decidido, en brazos del ateísmo. Con el tiempo, y gracias a otros ojos, renuncié al ateísmo y me instalé en la más inmaculada indiferencia.

Cuando volví, el “padre maestro” se asomaba a la ventana como Julieta. Me esperaba con la misma ansiedad y distinto sentimiento. No dijo nada, pero a partir de ese instante, la suerte estuvo echada…y hasta que no me echaron no acabó la función.

Me echaron por la tarde, los muy cabrones. Podían haberse esperado a la mañana siguiente. Pero no. Me echaron por la tarde. Me dieron 500 pesetas (no era la primera vez), me hicieron firmar un recibo y me desearon buena suerte. Estaba claro que yo no pertenecía a los elegidos. Fue entonces cuando me llevé el cigarro a los labios.



[El año anterior ya había sido expulsado. Pero mi insistencia logró que se me abrieran nuevamente las puertas del cielo. Aquello fue tan grotesco como la segunda, y definitiva, vez. Pasábamos los veranos en Albarracín, cual aristocracia venida a menos. Aquellos septiembres eran una hermosura: El aire leve. Una frescura angelical. Todo olía a leña ardiendo. Cierta noche de luna menguante, arriba se rezaba el rosario y yo y dos amigas paseábamos por la carretera del río. Las “ave marías” se despeñaban. Las “santa marías” rebotaban en el farallón de enfrente y, descoyuntadas, se introducían en el complejo mecanismo auditivo. La noche se llenó de ensalmos. Mi sitio estaba arriba. Yo estaba abajo, con estas dos niñas a las que amaba más que al santo padre fundador. De pronto un aullido rasgó la noche serena: ¡¡¡Herreroooo!!!  ¡¡¡Suba inmediatamente!!! Lo oí. Y se oyó hasta en Orihuela del Tremedal. El reclamo recorrió los “Montes Universales” y cuando regresó, nos pilló a los tres acurrucados bajo un manzano (¿o era peral?, descalzos los pies, sumergidos en la corriente helada del “Guadalaviar”. La media luna ponía el toque oriental. Inolvidable aquella desobediencia sensual.

Cuando volví,  la puerta estaba cerrada, como era de esperar. Pasé la noche en una paridera del arrabal. (Observen Vds. esa rítmica rima en ar / al)…Y es que cuando uno tiene naturaleza poética, las rimas brotan como el agua del manantial)
En aquella ocasión también me dieron 500 pesetas (sin recibo) y me despidieron. ¡Adiós frescura angelical! Hice la maleta y se la confié a A.: que la llevara a Albacete, que era nuestro siguiente destino. Cumplió, el devoto.
Autobús a Cella y tren a Valencia. Allí pedí asilo en los escolapios de Micer Mascó y me lo denegaron, los muy cabrones. Fui a “los Viveros” y me senté en un banco. Yo tenía 15 años. Leía “Hambre” de Hamsun. A punto estuve de comerme el libro. Cuando llegó la hora del cierre, el encargado del recinto se apiadó de mí y me indicó una caseta donde guardaba las herramientas. Allí pasé la noche. Me despertó a las 8 de la mañana.

Crucé Valencia entera, hasta la salida de Alicante. Entré en un bar, pedí una ración de champiñones (nunca sabré la razón de tan extraña elección) y, mientras se volvía para calentarlos, le birlé un “cholek” (cacaolat). Hice autoestop y como nadie me paraba, me gasté lo que me quedaba en un billete de “La unión de Benisa” hasta Murcia. Y allí dije, orgulloso, que me habían concedido unas cortas vacaciones por mi buen comportamiento.

Pasados quince días, mi padre, que tenía que conducir una cuerda de presos a Madrid, me dijo que uno más no se notaría. Así que subí al tren en condición de presidiario. Hice el viaje en compañía de aquellos desgraciados y bajo la vigilancia de la “pareja”. En Albacete, mi padre me dio un beso y bajé del tren. El resto de la cuerda quiso protestar, pero se enternecieron. El tren se perdió de vista. Aún no había amanecido. Las cosas extrañas, anómalas, suelen ocurrir fuera de horario.
Ante mí la llanura manchega. A lo lejos refulgía (¡¡) Albacete. Era un brillo cerúleo, como de navaja después de cortar tocino. Eché a andar hacia las luces y cuando traspasé el umbral de mi destino, asomaba “la aurora de rosáceos dedos”. Mi sombra huía  como un presagio. Entrando, le corté la cabeza.
Me presenté al nuevo “padre maestro” que me acogió perplejo.]


 Aquello me seguía gustando. Cada vez me acercaba más a mi ideal poético. Pasé la noche en la playa, entre coches desvencijados. Me acomodé en un 850 color rata y esperé la salida del astro rey. Todo se tiñó de rosa y entendí aquello de “aurora de rosáceos dedos”. Y porque lo entendí, pude pensarlo después.

La sotana se la cedí a B. Bastaría con “darle” un poco a la altura de la cintura y quedaría como hecha “ex profeso”. El ceñidor (¿) lo quemé. El humo salió negro como la brea. Y no ascendía. Se quedaba horizontal, indicando ostensivamente que mi ofrenda no era aceptada por la divinidad. Las hormigas y demás habitantes de la pura superficie, miraron para arriba, vieron la negrura y se apresuraron.

En el pueblo ya conocían a los “Beatles” y a los “Rollins” e, incluso, a “¡Máquina!” Yo llevaba el disco de Chopin a todos los guateques. Mi entrada en aquellos selectos grupos fue humilde, me dediqué durante un tiempo prudencial a poner los discos. De vez en cuando colaba al polaco. Los más curiosos se acercaban con precaución. Los más, vociferaban improperios y me declaraban inútil. Eso no duró mucho. En unas semanas se puso de manifiesto mi espíritu “maldito” y mi notoriedad se extendió y enraizó (o al revés). Eché fama de poeta. Y las chicas empezaron a tenerme en cuenta.

Después me enteré de que Chopin moriría un 17 de octubre y se cerró un ciclo.


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