Lo que sigue me lo contó una amiga.
“Mi padre,
veterano de la quinta del biberón, llegó a encumbrarse en calidad de
Catedrático de Griego Clásico en un Instituto de Enseñanza Media de una pequeña
ciudad de provincias.
Gracias a mi progenitor aquella ciudad
ignorada, alcanzó gloria, fugaz pero intensa.
El espeso y abundante saber de mi padre, convertido en leyenda local,
alcanzó el Centro y de allí se remitieron encargos de enjundia, impropios de
una ciudad de tan poco realce. En realidad eran impropios, como verán, en
cualquier espacio y tiempo. Colegas de
más dignidad académica le pedían consejo y gustaban de desentrañar con él los
amplios y heterogéneos significados que se desprendían de una frase mínima. La
opinión de mi padre, prevalecía. Tardes
enteras con un fragmento de Heráclito. Fines de semana de una quietud plomiza
en torno al “Proemio” de
Parménides. Y yo oía un sonido como de
frutos secos entrechocando. Cuando
alguien vislumbraba la salida del embrollo, gritaba: “¡Thalassa, Thalassa!” y cuando el embrollo quedaba resuelto, “¡Eureka!”…Eran como niños.
Uno de los
encargos más disparatados fue enviarlo a Guinea Ecuatorial a examinar los
conocimientos de los niños de la
colonia. Repito: enviarlo a Guinea Ecuatorial a recabar información sobre el
conocimiento de los bachilleres de Santa Isabel (Malabo) en la isla de Bioko,
acerca de una lengua muerta. Aquello
sonaría como el grito de un animal exótico. En aquellas selvas vivas, húmedas y
lujuriosas el solo sonido de una lengua muerta apestaría en cuanto saliera de
la boca y expandiría un tufo a lengua de ñu echada a perder. No una vez, sino
dos. Dos veces tuvo, mi padre, que hacer las maletas y marchar a la selva con
su cargamento de Jenofontes y Tucídides. La primera vez volvió con un casco de
explorador, color crema, que yo confundí con un orinal. La segunda, con un
loro: gris como la ceniza de la combustión de diferentes tipos de madera. Tenía
reflejos negros y las plumas timoneras de un rojo sangre. Mi padre se presentó
con su maleta en la izquierda y un bulto oval cubierto con un trapo en la
derecha. Supe enseguida que se trataba de un pájaro. Estábamos acostumbrados al
traslado de palomas y de perdices. No me imaginaba, sin embargo, que se trataba
de un loro de 40 cm de altura y con un pico capaz de hacer regatas. Su nombre
era “Cenizo” y su vocabulario, en dos
lenguas, infinito. Hablaba en lengua materna y en lengua colonial Lo de “Cenizo” no sólo se refería a la
evidencia, sino también a que, según las malas lenguas, había conseguido
exterminar a dos generaciones. Dicen que exhalaba una rara enfermedad, mortal
de necesidad. En realidad, no quiero entretenerme en el asunto, era su propia
longevidad. Tenía, cuando entró por la puerta de nuestra casa, 65 años…Tiempo
suficiente para haber visto morir a sus dos dueños anteriores que murieron del
dengue.
Fue regalo de un mulato sobresaliente,
agradecido por la distinción que mi padre le otorgó. Con esa donación se libró
del maleficio, al tiempo que agasajaba a la autoridad.
El loro llevaba escrita en la cara el desconsuelo
(y la perfidia). De igual manera como aprendía palabras, aprendía expresiones.
Llegó justo al comienzo de la temporada veraniega, cuando las reuniones de los
“helenistas” se hacían más frecuentes y las discusiones más acaloradas.
Colgamos la jaula de una rama baja de la higuera del patio y lo hicieron
testigo de los ejercicios de hermenéutica. Cuando empezaba el otoño, añadió una
tercera lengua a su bagaje. Recitaba el comienzo de la “Oración Fúnebre” y la discusión de los atenienses con los habitantes
de Delos. Se adelantaba a todos con sus “Thalassa”
y sus “Eurekas”. Diríase que
perforaba con su pico los cerebros de los eruditos y alcanzaba sus (de ellos)
presentimientos antes de que llegaran a ser formulados. A mí me cogió una gripe
y a mi hermano la escarlatina. Mi padre empezó a dar crédito a lo de “Cenizo” y lo miraba con aprensión. El
loro añadió la “aprensión” a sus ya dominadas, “perfidia” y “desconsuelo”.
Pasó el tiempo, empaquetado en años. El
círculo de “helenistas” menguó. “Cenizo” ensayó el “desconsuelo”; y el resto, haciendo de tripas corazón y como
homenaje al muerto, redoblaron sus afanes. Mi padre aceptó, ya a la vejez (el
loro había cumplido los 80), el encargo hecho por una editorial popular de
traducir, de forma asequible, la “Ilíada”.
Yo estaba en edad de formar familia y mi hermano había volado. Mi madre seguía
atendiendo a los eruditos. Había empezado 1975. La higuera seguía dando brevas en verano e
higos en otoño. El loro vio bien la resolución de mi padre, pues la insistencia
con Tucídides empezaba a pesarle como una losa sobre su natural curiosidad (a
estas alturas, necesidad imperiosa de ampliar el radio de acción).
Y se pusieron manos a la obra.
Liberados de sus obligaciones académicas,
dedicaban días enteros a los aqueos, a los troyanos y a toda la maraña divina
que dirigía sus destinos.
Ya desde el
principio se puso de manifiesto el diferente sentido poético de los dos “helenistas” sobrevivientes. “La cólera canta, oh diosa, del Pélida
Aquiles, maldita…” Fue mi padre quien propuso este brusco comienzo. Su
colega le hizo notar la semejanza fonética entre “oh, diosa” y “odiosa” y
dijo que podría confundir al lector sencillo y a sus hijos, que oirían de
labios de sus padres el relato. Y propuso: “Canta,
diosa, la cólera maldita del Pélida
Aquiles…”. Mi padre argumentó la necesidad de que el texto empezara por “La cólera”, puesto que de esto trataba
la cosa. Se trataba de “Cantar” la
cólera de Aquiles…parecería lógico empezar por “Canta…”, argumentó el otro.
Y así, versículo tras versículo, pasó el 75 y las elecciones del 77, sin
que hicieran mella en su férrea cerrazón al mundo exterior. “Cenizo” perdía las plumas, que caían,
dando giros, sobre los papeles martirizados y volvió a hablar en su lengua
original por efecto de una extraña amnesia anterógrada.
Ya próximos al final del encargo, cuando
los troyanos se afanan en acarrear la leña para la pira de Héctor, se
enzarzaron en el 785: “Y al amanecer del
décimo día, procedieron al sepelio
del héroe Héctor llorando; colocaron el cadáver encima de la leña y prendieron
fuego”. Mi padre no pudo soportar esa prosa tan alejada del aliento
homérico. Había empezado el frío y se discutía en la cocina, arrimados a la
mesa de camilla. Cada palabra brotaba envuelta en una espesa nube de vapor. El
loro, ocupaba una silla, en calidad de oyente desentendido. ¡“Aurora” y no “amanecer”! ¡“Audaz” y no “héroe”! ¡“Pira” y no “leña”!... Fue tanta su agitación y su hartazgo que derribó de un
mandoble la frágil mesa del brasero. Las brasas prendieron en la manta
acrílica. El fuego saltó al mantel de algodón. Del algodón pasó a los papeles y
de los papeles a las plumas resecas del loro, que, oyente desentendido, quedó
reducido a cenizas. Así, en la misma pira que Héctor “el troyano”, acabó su existencia el loro “Cenizo”. Sus últimas palabras, pues fueron dos: “¡Thalassa¡ ¡Thalassa!” fueron incapaces de sofocar el incendio.
Ese mismo día (1 de noviembre) alguien
descubrió “Quirón”, el primer centauro de los muchos que circunvalan
el sol entre las órbitas de Jupiter y Saturno. Al día siguiente una terrible
tormenta, inusitada, se desplomó sobre Atenas causando la muerte de 38
personas. Los “helenistas” lo
vivieron con aprensión. Y como la última perfidia del pájaro.
No había leído el final y desde luego toda una odisea: ¡pobre Cenizo!
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