viernes, 13 de febrero de 2015

“CENIZO”



Lo que sigue me lo contó una amiga.

 “Mi padre, veterano de la quinta del biberón, llegó a encumbrarse en calidad de Catedrático de Griego Clásico en un Instituto de Enseñanza Media de una pequeña ciudad de provincias.

     Gracias a mi progenitor aquella ciudad ignorada, alcanzó gloria, fugaz pero intensa.  El espeso y abundante saber de mi padre, convertido en leyenda local, alcanzó el Centro y de allí se remitieron encargos de enjundia, impropios de una ciudad de tan poco realce. En realidad eran impropios, como verán, en cualquier espacio y tiempo.  Colegas de más dignidad académica le pedían consejo y gustaban de desentrañar con él los amplios y heterogéneos significados que se desprendían de una frase mínima. La opinión de mi padre, prevalecía.  Tardes enteras con un fragmento de Heráclito. Fines de semana de una quietud plomiza en torno al “Proemio” de Parménides.  Y yo oía un sonido como de frutos secos entrechocando.    Cuando alguien vislumbraba la salida del embrollo, gritaba: “¡Thalassa, Thalassa!” y cuando el embrollo quedaba resuelto, “¡Eureka!”…Eran como niños.

Uno de los encargos más disparatados fue enviarlo a Guinea Ecuatorial a examinar los conocimientos  de los niños de la colonia. Repito: enviarlo a Guinea Ecuatorial a recabar información sobre el conocimiento de los bachilleres de Santa Isabel (Malabo) en la isla de Bioko, acerca de una lengua muerta.  Aquello sonaría como el grito de un animal exótico. En aquellas selvas vivas, húmedas y lujuriosas el solo sonido de una lengua muerta apestaría en cuanto saliera de la boca y expandiría un tufo a lengua de ñu echada a perder. No una vez, sino dos. Dos veces tuvo, mi padre, que hacer las maletas y marchar a la selva con su cargamento de Jenofontes y Tucídides. La primera vez volvió con un casco de explorador, color crema, que yo confundí con un orinal. La segunda, con un loro: gris como la ceniza de la combustión de diferentes tipos de madera. Tenía reflejos negros y las plumas timoneras de un rojo sangre. Mi padre se presentó con su maleta en la izquierda y un bulto oval cubierto con un trapo en la derecha. Supe enseguida que se trataba de un pájaro. Estábamos acostumbrados al traslado de palomas y de perdices. No me imaginaba, sin embargo, que se trataba de un loro de 40 cm de altura y con un pico capaz de hacer regatas. Su nombre era “Cenizo” y su vocabulario, en dos lenguas, infinito. Hablaba en lengua materna y en lengua colonial Lo de “Cenizo” no sólo se refería a la evidencia, sino también a que, según las malas lenguas, había conseguido exterminar a dos generaciones. Dicen que exhalaba una rara enfermedad, mortal de necesidad. En realidad, no quiero entretenerme en el asunto, era su propia longevidad. Tenía, cuando entró por la puerta de nuestra casa, 65 años…Tiempo suficiente para haber visto morir a sus dos dueños anteriores que murieron del dengue. 

 

     Fue regalo de un mulato sobresaliente, agradecido por la distinción que mi padre le otorgó. Con esa donación se libró del maleficio, al tiempo que agasajaba a la autoridad.

     El loro llevaba escrita en la cara el desconsuelo (y la perfidia). De igual manera como aprendía palabras, aprendía expresiones. Llegó justo al comienzo de la temporada veraniega, cuando las reuniones de los “helenistas” se hacían más frecuentes y las discusiones más acaloradas. Colgamos la jaula de una rama baja de la higuera del patio y lo hicieron testigo de los ejercicios de hermenéutica. Cuando empezaba el otoño, añadió una tercera lengua a su bagaje. Recitaba el comienzo de la “Oración Fúnebre” y la discusión de los atenienses con los habitantes de Delos. Se adelantaba a todos con sus “Thalassa” y sus “Eurekas”. Diríase que perforaba con su pico los cerebros de los eruditos y alcanzaba sus (de ellos) presentimientos antes de que llegaran a ser formulados. A mí me cogió una gripe y a mi hermano la escarlatina. Mi padre empezó a dar crédito a lo de “Cenizo” y lo miraba con aprensión. El loro añadió la “aprensión” a sus ya dominadas, “perfidia” y “desconsuelo”.
 
     Pasó el tiempo, empaquetado en años. El círculo de “helenistas” menguó. “Cenizo” ensayó el “desconsuelo”; y el resto, haciendo de tripas corazón y como homenaje al muerto, redoblaron sus afanes. Mi padre aceptó, ya a la vejez (el loro había cumplido los 80), el encargo hecho por una editorial popular de traducir, de forma asequible, la “Ilíada”. Yo estaba en edad de formar familia y mi hermano había volado. Mi madre seguía atendiendo a los eruditos. Había empezado 1975.  La higuera seguía dando brevas en verano e higos en otoño. El loro vio bien la resolución de mi padre, pues la insistencia con Tucídides empezaba a pesarle como una losa sobre su natural curiosidad (a estas alturas, necesidad imperiosa de ampliar el radio de acción).

     Y se pusieron manos a la obra.

     Liberados de sus obligaciones académicas, dedicaban días enteros a los aqueos, a los troyanos y a toda la maraña divina que dirigía sus destinos. 

Ya desde el principio se puso de manifiesto el diferente sentido poético de los dos “helenistas” sobrevivientes. “La cólera canta, oh diosa, del Pélida Aquiles, maldita…” Fue mi padre quien propuso este brusco comienzo. Su colega le hizo notar la semejanza fonética entre “oh, diosa” y “odiosa” y dijo que podría confundir al lector sencillo y a sus hijos, que oirían de labios de sus padres el relato. Y propuso: “Canta, diosa, la cólera maldita del Pélida Aquiles…”. Mi padre argumentó la necesidad de que el texto empezara por “La cólera”, puesto que de esto trataba la cosa. Se trataba de “Cantar” la cólera de Aquiles…parecería lógico empezar por “Canta…”, argumentó el otro.  Y así, versículo tras versículo, pasó el 75 y las elecciones del 77, sin que hicieran mella en su férrea cerrazón al mundo exterior. “Cenizo” perdía las plumas, que caían, dando giros, sobre los papeles martirizados y volvió a hablar en su lengua original por efecto de una extraña amnesia anterógrada.

     Ya próximos al final del encargo, cuando los troyanos se afanan en acarrear la leña para la pira de Héctor, se enzarzaron en el 785: “Y al amanecer del décimo día, procedieron al sepelio del héroe Héctor llorando; colocaron el cadáver encima de la leña y prendieron fuego”. Mi padre no pudo soportar esa prosa tan alejada del aliento homérico. Había empezado el frío y se discutía en la cocina, arrimados a la mesa de camilla. Cada palabra brotaba envuelta en una espesa nube de vapor. El loro, ocupaba una silla, en calidad de oyente desentendido. ¡“Aurora” y no “amanecer”!  ¡“Audaz” y no “héroe”!  ¡“Pira” y no “leña”!... Fue tanta su agitación y su hartazgo que derribó de un mandoble la frágil mesa del brasero. Las brasas prendieron en la manta acrílica. El fuego saltó al mantel de algodón. Del algodón pasó a los papeles y de los papeles a las plumas resecas del loro, que, oyente desentendido, quedó reducido a cenizas. Así, en la misma pira que Héctor “el troyano”, acabó su existencia el loro “Cenizo”. Sus últimas palabras, pues fueron dos: “¡Thalassa¡ ¡Thalassa!” fueron incapaces de sofocar el incendio.

     Ese mismo día (1 de noviembre) alguien descubrió “Quirón”, el primer centauro de los muchos que circunvalan el sol entre las órbitas de Jupiter y Saturno. Al día siguiente una terrible tormenta, inusitada, se desplomó sobre Atenas causando la muerte de 38 personas. Los “helenistas” lo vivieron con aprensión. Y como la última perfidia del pájaro.





1 comentario:

  1. No había leído el final y desde luego toda una odisea: ¡pobre Cenizo!

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