martes, 24 de noviembre de 2015

DÍA DE PERROS.


 -1-

Aquello no era París (ni yo Hemingway): así que donde debería haber habido un hermoso hipódromo, había un miserable recinto para desfogue de  perros y humanos. Una especie de teatro griego donde siempre se representaba la misma tragedia: “El hombre que sabía demasiado y, sin embargo, perdía y perdía”.  Incrustado en un patio interior de la última manzana de la Gran Vía, ya con Plaza de España. Había arcos por todas partes, dando la engañosa impresión de espacio. El viento recorría el hall. Los apostantes cogían con furia sus billetes. Los billetes fracasados bailaban el baile “espermático” que Anaxágoras había establecido como origen del universo. Quizás, quién sabe, estuviera a punto de organizarse un nuevo cosmos a partir de los desperdicios desafortunados. Un nuevo cosmos, esta vez sí, favorable a los perdedores.  Quizás la revolución que había fracasado en el 68 y que había sido esperada en la “Transición”, tuviera su origen aquí en este hall “art decó” y sus graderíos se convirtieran en el esperado hemiciclo revolucionario.

Allí ocurría que las sombras iban erguidas como fumarolas y los originales se arrastraban por el suelo, siguiendo a rebufo sus (de ellas) movimientos sinuosos. 

Los días de más afluencia eran los de finales de invierno. El sol, que ya levantaba el vuelo, lamía con dulzura las últimas filas de la cávea. Y allí se amalgamaban los insomnes; los trasnochadores; los que no querían, de ningún modo, volver al hogar; los que soñaban con un tresillo nuevo y todos aquellos para los que la vida era una pesada  sucesión de minutos. Las ganancias, en el mejor de los casos, daban para pasar un día típico de pequeña burguesía: Comer en Can Culleretes, tomar unos carajillos en el Internacional, cenar en el Amaya y volver a casa, exactamente igual como habías salido: con cinco duros.

O, si te contenías: para comprar una pieza del tresillo deseado.

A los perros los sacaban en racimos, para que fueran analizados por la distinguida clientela y se pudiera hacer una idea del material con el que se jugaban los cuartos. Los perros cagaban, meaban, miraban aburridos al tendido y eran retirados…  todo en silencio. Los asiduos comentaban las posibilidades de tal o cual animal. Los poetas se dejaban llevar por el nombre de los cánidos. Otros ni miraban. Hecha la presentación venía el momento de las apuestas. Las ventanillas eran humillantes: no se había tenido en cuenta que la altura media había subido 10 centímetros desde la postguerra: inclinados como alcayatas, metían la cabeza y las manos dentro de esa boca de madriguera y salían rojos, con la vena de la frente marcada y con un atillo de papeletas.

¡No va más!

Volvían a sacar los perros. ¡Ahora sí que ladraban! Era como si les hubiera dado un chute de centramina. Ponían en marcha la “liebre” y los aullidos convertían aquello en un matadero. Los encerraban en sus respectivas jaulas, les hacían esperar un poquito para acrecentar su impaciencia y salían como salen las balas de una metralleta: decididos pero sin objetivo claro; sólo después de unos segundos su atención se iba centrando en ese montón de trapos apestosos que iba girando por el perímetro interior de la pista. ¡A por él! La mayoría de los animales, incapaces de tomar las curvas de “estadio” se estampaban contra las paredes de cemento; quedaban aturdidos, miraban para todas partes y, repuestos, se lanzaban a la carrera en pos de la estela pútrida. Algunos quedaban tan aturdidos que decidían poner fin a su carrera. Los que habían apostado por ellos los insultaban y se tiraban de los pelos.

Después venía cuando se arrojaban las papeletas al viento del interior de la manzana. Giraban en torbellinos infaustos. De vez en cuando se oían gritos: “¡Primero y colocado!”.  Se les miraba con envidia: ¡Ese comerá en “Can Culleretes!”

La cosa acababa como había empezado: lánguidamente. El suelo cubierto de boletos avergonzados agitados por los vientos que, de los cuatro puntos cardinales, los sometían al martirio acostumbrado.  Sala de los pasos perdidos. Alguna chaqueta olvidada. Botellas…Caía la noche sobre el recinto.

Podría decirse que yo era un asiduo de fin de semana. Concretamente de los sábados: de 10 a 1. Compraba el periódico, escogía una buena plaza y adquiría, al azar, algunos boletos: siempre a perros que se llamaran Lucero (Lucero I, Lucero II, Lucero III…). Nunca gané nada… hasta el día en que gané algo. Y fue el día adecuado, porque la necesidad se había convertido en pobreza sin remisión (hasta la próxima paga)… ¡Y estábamos a 11 de marzo! Todo un mes por delante. Un mes de espinacas congeladas. Un mes que me tendría que pedir de baja para ahorrarme el trayecto al trabajo y los gastos que el mero hecho de trabajar lleva aparejados.

Y la vergüenza. ¡Un mes de perros!

Harto de la saga de los “Lucero”, me decidí por un galgo propietario de un nombre fugaz: “Reflejo”.  Y de colocado aposté por “Lucero IV”. “Lucero IV” se estampó contra el cemento en la primera curva, se sentó y cuando la troupe volvió a pasar se unió a ella entre ladridos y moviendo la cola de forma poco competitiva. “Reflejo”, sin embargo, ganó. Se pagaba quince a uno. Así que me llevé, limpias, 350 pesetas. Pensé que podía ser el comienzo de un día memorable y lo aposté todo a un perro que aparecía con el arrebatador nombre de “Nube de Tormenta”  (en familia le llamarían “Trotsky”). De colocado anoté a “Lucero II”,  que se estampó en la segunda curva y se volvió cabizbajo a la jaula, maldiciendo la mala suerte de la saga. Ganó “Nube de Tormenta” y se pagó a 12’5 x 1. ¡Toda una fortuna! Parecía el” Día Internacional de lo Imposible”.

Llevaba en el bolsillo más de tres mil pesetas. Decidí que ya estaba bien. Tomé una cerveza acariciado por el sol anunciador de la primavera, dejé el periódico (desapareció antes de acabar de incorporarme) y salí. Alguien intentó lanzarme un “mal de ojo”, que pude esquivar.

En el “hall” yacía de cualquier manera un tipo cetrino. Del puño derecho, cerrado con furia, sobresalían unos boletos. Pensé que serviría como inicio de una novela policíaca. Pero se levantó, le pegó una patada a un vaso de plástico y se dirigió, presto, a la gradería.

Gran Vía hacia Besós, lado mar, circulaba silbando una melodía de invención propia que coincidía, nota por nota, con “Midnight Cowboy”. El día era hermoso de verdad. En el Boadas tomé un Dry y me dirigí a “Can Culleretes”, dispuesto a zamparme una “escudella amb pilota”, antes de que el invierno se despidiera definitivamente.

Al girar hacia Ferrán me encontré con mi amigo “el Cojo”, el que vendió mi reloj para comprarse unos juegos de gomas para las muletas. Éste, artista empedernido y enojado con el mundo, era capaz de recorrer Barcelona de punta a punta, bajo una sonora tormenta de otoño, para comerse un par de huevos fritos por el morro. Tenía la finura de aparecer por “La Palma” justo en el momento en el que aparecía el bocadillo de atún con olivas. Preguntar si quería era tan superfluo que jamás proferí semejante conjunto de palabras. Apoyaba la muleta en la barra y se lanzaba decidido sobre el trozo de comida. En su favor: no tenía un duro. En su contra: si lo hubiera tenido no te hubiera invitado ni a un vaso de vino.

Naturalmente no le dije nada de mi buena suerte. La necesidad agudiza no sólo el ingenio, sino también la intuición. Algo notó: quizás el brillo extravagante de mis ojos; o puede que una soltura desacostumbrada. Fue inevitable tomar algo en el Edén. Lo dejé sentado a una desalentadora mesa de aluminio. Noté su mirada en el pescuezo como puñales. Sin volverme, levanté la izquierda. ¡Adiós! ¡Voy a zamparme una “escudella amb pilota”! (pensé).

Era sábado. Una familia numerosa esperaba turno: padre, madre, suegra y cuatro niños: dos gemelos de unos seis años, una niña ya púber y un mozalbete con la cara llena de granos. No es fácil conseguir una mesa para siete. Yo iba solo y entré. Me situaron en un rincón apartado. Al poco entró la familia, desorientada. El padre intentaba pedir en nombre de todos.

–Hombre, Kino ¿has ganado en los perros?– El camarero, noctámbulo, estaba al tanto de mis costumbres– ¿Por fin los “Luceros” te han iluminado?

No le di explicación alguna y él, sin preguntar, me trajo un plato de “escudella amb pilota”, con el dedo gordo de la mano derecha dentro del caldo. En la izquierda traía una botella de Berichó de tapón de plástico. Le hice devolver la botella y que me trajera un rioja.

–Pensé que te iría bien un vino “perrero”–Su simpatía era proverbial.

Bueno, todo fue según lo estipulado. La familia numerosa aún no se había decidido cuando yo doblaba la servilleta, dejaba un duro de propina, me levantaba y salía por donde había entrado. El día seguía estupendo. Me dirigí al Internacional a continuar con la ronda de aguardientes. Pasé por la puerta del Amaya. Le eché una mirada como diciéndole: nos veremos esta noche, cariño, y seguí Ramblas abajo.
Allí, sentado bajo la dorada luz de este hermoso día de finales de invierno, apoyada la muleta en el borde de la mesa y estirada la pierna inválida sobre una silla metálica, estaba “el Cojo”. Tomaba un pipermint. La luz del sol, al atravesar ese verde contundente, creaba un arco iris equivocado. Su cara, verde, parecía sacada de un cuadro de Munch y a su alrededor se había extendido la desolación. Era como un eucaliptus: había secado todo el terreno circundante. Traje negro, de pana, amplio y al cuello los restos de lo que debió ser un elegante foulard color vino. La combinación de colores daba miedo.

Tiré el palillo para que no dedujera nada acerca de la “escudella”.

Fue verme y ofrecerme la silla de la que, con esfuerzo, quitaba la pierna articulada. Se le soltó una pieza. La colocó.  Tomé asiento. El camarero, con retranca, dijo de ponerme una granadina, para complicar la ya complicada combinación de colores. Le dije que se ahorrara la crítica artística y que sirviera lo de siempre: orujo blanco. “El Cojo” dijo algo sobre un pincho de tortilla.

–Es curioso cómo todos los caracoles son dextrógiros.

Esa afirmación la lanzó entre “espérmatas” de tortilla. Retomaba una conversación que dejamos a medias hacía 9 años en un bar de Valencia. Para demostrar su proposición pidió un plato de caracoles. Se los iba zampando y me mostraba, uno por uno, su caparazón dextrógiro. Se extendió en simetrías que no eran tales, en figuras imposibles y desembocó en un artículo que acababan de publicarle en una universidad australiana de provincias, en el que demostraba la posibilidad de que un camello entrara por el ojo de una aguja.

También los Smith and Wesson son dextrógiros (pensé).

El sol se hundía por les Drassanes. La conversación giraba levógiramente. El camarero había dejado la botella del “Afilador” que, ahora sí, proyectó un último arco iris correcto. La conversación se elevaba; llegamos a la problemática cubista y convinimos en que una botella de “Anís el Mono” sería más adecuada.  El “cubismo” es fúnebre, siniestro, levógiro. Aunque, finalmente, incorporó el color y se volvió dextrógiro. El mundo se está volviendo levógiro. (y tú…¡de negro!, pensé). La conversación subía y bajaba. Pasaba de la panorámica al primerísimo plano…siempre de la mano de esta pareja de conceptos. “El Cojo” había ordenado su “weltanchaung” en torno a esas categorías que funcionaban en su argumentario como lo “Apolíneo” y lo “Dionisíaco” en el pensamiento de Nietzsche.

–¿Es el universo el que se vuelve levógiro?– dije para expandir (y enfriar la conversación)

–¡¡Es Barcelona!!– Contestó de forma inesperada… y condensando el tema.

Miré cómo se ponía el sol y di la última calada al cigarrillo. El lucero de la tarde ya había aparecido. Pensé que mi amigo era la fiel representación de lo “levógiro”.

-2-
La alegría con la que había salido del canódromo se iba desvaneciendo. Era como si hubiera ganado a finales del XIX. Ahora estábamos sumidos en lo más espeso de la problemática del siglo XX. Vaciamos la botella de “Anís el Mono”, pagué (¡¡) y empezamos a peregrinar Ramblas arriba. Oscurecía. Al ritmo renqueante que marcaba mi amigo, cuando llegamos al cercano Pastís era noche cerrada. J.A. estaba abriendo y dando los últimos toques. Nos sirvió sendos copuzos de esa bebida criminal y nos lanzó al frío universo en expansión. Éramos como estrellas binarias en rotación. Avanzábamos estratégicamente: un paso adelante, una vuelta, otro paso adelante, rotación, un paso atrás, rotación… Y así, y esquivando los tinglados de los “hippies”, conseguimos cruzar las Ramblas. A la altura de Pitarra nos encontramos de cara con “La Trini”, una versión destartalada de “Nadja”.

–Parecéis electrones.

–¡Dextrógiros!– acotó el incapacitado.

–En busca de núcleo.

Vestía falda medieval que le cubría las playeras. Debajo de la falda arrastraba todo un cúmulo de detritus. Por donde pasaba quedaba tan limpio como si hubiera pasado un caracol. A ella no le importaba: le gustaban las faldas largas. Se pegó a nosotros y nos convertimos en un átomo, unido por la terrible fuerza electromagnética.

La Trini” era una poeta a tiempo completo, vagabunda y beoda. Se ganaba los tragos recitando versos en los tugurios del Raval y la Ribera…La comida la conseguía en los mercados…un poco antes de cerrar.

“Tengo un tráfico de sangres
Que dibuja simetrías
Y una brecha en el costado”.

Y agitaba los brazos como molinos manchegos. Nosotros seguíamos con nuestro caminar estratégico: avanzar y girar. Retroceder, girar, avanzar.

“Bienaventurado sea el muerto
Que dejó a la muerte tiritando
Sumida en agrio olor de adormidera”.

Eran como haikus de bienvenida. En éste había conseguido avanzar sílaba a sílaba…hasta el endecasílabo.

Tomamos unas cervezas en la Ópera. ELLA, se levantó y agitando la falda como una gitana (dejó al descubierto el montón de porquería), recitó:

“Con índice yerto
Recorro el mapa apaisado
De la sodomía”.

Y haciendo de la falda, gorra, fue recorriendo las mesas. Pagó y nos largamos. Su fuerte era las tercetas de rima libre. Nosotros éramos tres. Tocábamos  a verso por cabeza.  De ese gusto por lo “trino” le venía el nombre.

Así fueron pasando esas horas incómodas que comunican la sobremesa con la hora de cenar. Decidimos ir a cenar al “Rodri”, junto a “Zeleste”. Una “butifarras amb mongetes”. Yo llevaba un día de lo más “casolà”. Nos situamos en la mesa justo a la salida de la barra. Detrás estaba la máquina tragaperras.

“Por arte de birlibirloque
La luna
Se metió en tu escote”

E introdujo una moneda solitaria en la ranura. La máquina empezó a vomitar monedas. El bar se paralizó y los comensales nos miraron con odio. Lo que se dice: Llegar y besar el santo. Para consolar al distinguido, recitó:

“Monedita plateada
Que el universo paga
Por su deseo de verte”

Y fue dejando una moneda (¡veinte pavos!) en cada una de las mesas ocupadas.  Aún nos sobraría para pagar las butifarras y los carajillos. “El cojo” metió la mano en el depósito para comprobar que no había quedado nada.

La Trini” había contrarrestado el “mal fario”. Con ella había vuelto la alegría de la mañana. El dinero fluía hacia nosotros… ¡Y la poesía!

–Con que “levógiro”, ¿eh?

El artista respondió con un extraño crujido: seco y definitivo. Su dentadura cayó por fases, sobre el plato, en el que, ni la “científica”, hubiera podido discernir qué había contenido. De su boca fueron cayendo tres trozos, como los trozos de un cohete espacial fracasado. Aquí y allá las luces de neón conseguían sacar algún reflejo: trocitos de plata que unían las piezas de hueso. Cuando levanté, con prevención, la cabeza, vi frente a mí a un anciano sin boca. En su lugar unos pliegues. Como si su cara se hubiera derrumbado sobre sí misma. Implosión. Pensé que su odio contra el mundo tenía fundamento y que no se trataba de un arranque de adolescente. De seguir así llegaría a casa, literalmente, hecho pedazos. Un despojo color vino se enrollaba en su cuello. Justo en ese momento empezó a sonar el sedicioso silbidito de “Crisis? What crisis?”. Después sonó “Jinetes en la Tormenta”:

“Riders on the storm
Riders on the storm
Into this house we're born
Into this world we're thrown
like a dog without a bone
An actor out alone…”

que ELLA tradujo, danzando y recogiendo los desperdicios con su falda.

Se metió, ÉL, los restos en el bolsillo negro de la chaqueta. Y dijo:

–Como la cosa está tomando un cariz definitivamente sórdido… ¿por qué no vamos al bingo?–sonó como cuando bates mantequilla.

El día había empezado inquietante, pero hermoso. Iba a acabar inquietante, pero miserable: ¡¡levógiro!!

“Y ahora vamos al bingo:

Saldrá el número

De la muerte común”

Y salimos como sombras que se doblan por encima de las mesas, de las sillas, y recorren las paredes, proyectándose sobre el techo, reptando por el suelo… ELLA roció el bar con el resto de las monedas. Se oyó un tumulto de reyerta.

Al pasar por la puerta de Zeleste alguien dijo: “Fugaces como sombras…reflejadas en alas de colibrí… ¿Adónde os dirigís?”. Seguro que fue “el Barajas”, que tenía su noche poética. Así eran las cosas: la poesía brotaba por doquier. Cualquier ciudadano era capaz de construir, en verso libre, un saludo matutino o una despedida.

El tiempo es raro, ya lo decía san Agustín. Pero… ¡el espacio! ¿Qué me dicen del espacio?

Tardamos eones en llegar ante las puertas del bingo de las Ramblas. Siglos en traspasarlas. Años en encontrar una mesa. Meses en sentarnos. Semanas en pedir los cartones. Días en exigir las cervezas. Horas entre número y número. Minutos en tomarnos la consumición.

“I  el noventa sortirá
 I qui no cagui…
 ¡reventarà!”

Con soltura, como la Isadora de los nuevos tiempos. ¡Y salió el noventa!

“I, ara, el trentadós
 Com la falç
 Sega la flor”.

No lo creerán. Y no me extrañaré de su incredulidad… ¡pero salió el 32!... ¡Y cantamos bingo!... ¡A la primera! Fueron cinco mil pesetas que añadimos a la ya lánguida bolsa.

El jefe de sala, en su papel, vino a poner orden. Dijimos que nos iríamos en cuanto nos dieran la pasta. Nos la dieron y salimos, cruzando la galaxia. Nuestra imagen se multiplicó en los espejos del “hall” y se reflejó en los cristales alzados de los coches…y desapareció con ellos.

La cola del “Karma” llegaba hasta la fuente. El “Maño” nos facilitó la cosa. Bajando la escalera, el cojo “pisó” con la muleta la falda de la Trini que cayó rodando y quedó como una serpiente que ha perdido la piel. La falda, extendida cubistamente sobre los escalones. El Cojo, del ímpetu, acabó rodando y golpeando (dextrógira y levógiramente) al personal. Fue una entrada desgarradora.

De rodillas y en ropa interior:

“Expongo mi corazón
 Al aguijón insomne
 De vuestra pureza”

… Y acabó de caer… ¡de cabeza! “El Cojo” intentaba recomponerse la pierna. A nuestras espaldas se acumulaban los clientes ansiosos. Me las vi y me las deseé  para no ser pisoteados por este rebaño de ñus. Yo perdí las gafas, cosa a la que ya estaba acostumbrado. Tomamos unas cervezas y nos largamos.

La Trini” parecía una loca que acabara de ser violada; “el Cojo” una agrupación de signos de Lineal B y yo  un desorientado turista en busca de las fuentes del ¡horror!

Las Ramblas estaban animadas. Barcelona era una fiesta. Los transeúntes se apartaban como las aguas del mar rojo ante la llegada del pueblo elegido. La falda de la mujer arrastraba kilos de porquería andaba con esfuerzo. El artista daba saltos de batracio y yo arrastraba los pies y adelantaba los brazos como el monstruo de Frankenstein o el kouros del Metropolitan. En el “Pinocho” tomamos unas cervezas.

Alguien propuso, para acabar de arreglarlo, coger el coche y amanecer en Andorra. Nos pareció bien.

Ahora hay un vacío y nos veo entrando en el 2 CV.

La “Trini” se tumbó en el asiento trasero. El malhumorado ocupó la plaza del copiloto. Colocó la pierna en el espacio entre los asientos delanteros y el ocupado por la versificadora. Yo me dispuse a conducirlos al paraíso (fiscal). Puse en marcha el coche. No había radio. 

El tráfico. El viento dándonos en la cara. Las fábricas del Vallés. Montserrat. El Pantano de Oliana…

El sol empezó a calentar y nos despertamos: estábamos en Borrell con Sepúlveda. El motor encendido y la capota abierta como un bostezo.

Las campanas de las iglesias llamaban a misa de doce.


MORALEJA: si ganas a los perros… ¡no imites a la pequeña burguesía!

















martes, 15 de septiembre de 2015

TORO EMBOLAT




TORO EMBOLAT


Aquello de que “más cornadas da el hambre” será verdadero en todo el universo-mundo menos el Albalat dels sorells y alrededores. Allí las cornadas las dan astados que toman venganza (inútil y desesperada). Vengan al “toro de Tordesillas” y a los demás compañeros que mueren sin consuelo en los más diversos y siniestros cosos de la cristiandad. Mueren igualmente, y, a veces, de forma afrentosa, pero se llevan por delante lo que pueden



     ¡¡Que vivan los toros!!

     Lo que paso a relatar ocurrió el sábado pasado, pero ha salido publicado hoy en las hojas que suelo leer.

     Al atardecer de los últimos días de agosto, en Albalat (y alrededores) sueltan los toros para que recorran el pueblo a su antojo. Cierran calles, aseguran puertas…pero siempre hay bromistas. La juventud se divierte “embolando” a las reses y puteándolas hasta la desesperación. Como el tábano que perseguía a la hermosa y delicada Io. No son dioses, sin embargo, son enfermos, que acuden al llamado del sufrimiento ajeno.

     Una octogenaria (o nonagenaria) sorda, naturalmente, pasaba la tarde viendo el festejo retransmitido por la televisión local. Hacía un calor pegajoso. La vieja vestía un viso, como un “peplo” de esclava. Calzaba zapatillas de felpa a cuadros escoceses. Sobre el regazo “La ciudad de Dios” de san Agustín, a la que era aficionada en grado sumo.  El santo escribió ese memorial mientras los “bárbaros de norte” reducían a cenizas la ciudad de Cartago (¡otra vez!). Así, la anciana leía y miraba la pantalla mientras los salvajes laceraban rumiantes. Su marido nonagenario (u octogenario) había salido a participar del sacrificio, aunque fuera desde detrás de las seguras puertas del bar de la plaza. Su participación era “crítica”. El octogenario (o nonagenario), imbuido como estaba por el “iusnaturalismo inmanentista” de Grocio, defendía con temblor de jubilado en su tramo final, la existencia de normas mínimas naturales de convivencia, incluso en lo tocante a la vida animal. Por lo demás, como es natural, consideraba como ejemplo claro de guerra injusta, la acometida contra los astados. Los abuelos escuchaban, pero no oían (no podían). Albalat dels sorells, gracias a estas dos lumbreras agonizantes, se ha labrado un nombre en la lista de “pueblos de interés cultural”.

     El cameraman, “freelance” de la época dorada del Serengueti y, en especial, aficionado a las locas correrías de los ñus, se había, en su declive, especializado en cuartos traseros de astados “embolats”. Los perseguía por los callejones y en sus difíciles e imprevisibles incursiones domiciliarias. Así, la tarde del viernes, siguió la marcha frenética, pero decidida, de un bóvido acochinado y avisado, que ascendía las escaleras estrechas de una casa de vecinos, incendiando la vegetación de papel pintado. La nonagenaria (u octogenaria) seguía, conteniendo la respiración, el movimiento presagioso y tenso de las nalgas del cornúpeta. Vio como embestía contra una puerta que le resultó familiar y vio, como si de las Meninas se tratara, la reproducción de su codiciada “pintura” de los lobos atacando a los ciervos. Se vio, asimismo, a sí misma, en la tersura del plasma de 40 pulgadas. Y fue justo en el momento en el que el rumiante alanceaba el sillón-masajeador, cuando se vio, de forma nítida, una octagenaria (o nonagenaria) volar por el espacio escaso de la sala de estar. Flotaba sobre bolas de fuego. Vestía un peplo de esclava y ropa interior como bolsas del condis (de las grandes). Y en su inestable mente se fundieron con brusquedad la realidad real y la realidad virtual. El octagenario (o nonagenario), declaró injusta la guerra del rumiante contra su querida y antigua compañera nonagenaria (u octogenaria), con quien había superado las telúricas “afinidades electivas”. Apuró la mistela y cayó de rodillas. Otra cosa no pudo hacer. El abuelo explicaba a quien quisiera oírlo y a quien no, que la reproducción no era tal, sino que se trataba de un auténtico Sumanovic, a quien conoció en su época de miliciano antifascista por tierras serbias. La audiencia ni asintió ni negó.



     El toro olió los cuartos traseros que ocupaban las cuarenta pulgadas. Y se giró desencantado. Una cara inconfundible de toro miró al cameraman  y un primer plano escalofriante se enseñoreó de todas las pantallas del pueblo. Fue el momento de gloria. El clímax. El “freelance”, arrojó la cámara, siguió un plano vertiginoso y, finalmente, un negro profundo y definitivo. El cineasta fue atendido en el CAP de la localidad. La abuela necesitó las atenciones de un centro médico de más envergadura.


lunes, 7 de septiembre de 2015

MI NACIMIENTO.


Irrumpí en el universo-mundo con cuatro kilos y medio y con la misma fuerza y decisión que las aguas, que en ese preciso momento, habiendo roto la arenosa mota del río,  destrozado el pontón y habiendo recorrido ya, de forma insensata y sucia medio pueblo (los clientes del bar el "Caporro" que apuraban, aterrorizados pero decididos, sus vasos de vino arrodillados sobre los taburetes y quizás arrepintiéndose de no haber ido a la misa de gallo, transmitieron la noticia a los asiduos de "la Paca" y éstos la lanzaron más allá, como en "Los Persas" de Esquilo. Un asiduo probó a transmitir la mala nueva en plan "maratón", pero fracasó un poco antes de completar los cincuenta metros que separaban los dos ventorrillos. Tuvo que ser rescatado. Además, su heroica acción quedó deslucida, pues la noticia había llegado antes).



La fuerza y decisión que se evidenciaron en ese inicio se agotaron una vez estuve fuera por completo. Una pleuritis temprana casi me lleva a la tumba. Hubiera sido un perfecto ejemplo de "vida breve".
Puede resumirse así la cosa: romper aguas mi madre y salirse de madre las aguas, fue todo una. No podía ser menos: mi concepción ya había sido espectacular.

Alguien aulló: "¡ya llega!  ¡ya está aquí!" Y fue entonces cuando un grito como de becerro pronunció de forma clara y contundente la primera de las vocales. Mi madre continuó la serie en una octava más alta. En efecto, el agua ya estaba a allí y lamía las patas de la recia mesa de comedor en la que, por seguridad, se estaba desarrollando la escena.

Las prisas, malas consejeras, hicieron que la partera apretara de más mi maleable cabeza y tirara de las orejas de forma un tanto descuidada. Como resultado: no puedo colocarme, sin pegarlos con esparadrapo, los auriculares esos que reparten en el tren... y la forma ahuevada (a lo Pontormo) de mi cabeza. Cuando ya las aguas habían anegado los calcetines de lana de la comadrona, se decidió que sería mejor trasladar el "conjunto" al piso de arriba. Yo ya tenía la cabeza fuera y aquello me pareció un disparate, pero... ¿qué podía hacer?

El coro, que asistía atónito a este milagro de la naturaleza, se introdujo en la trama y, entre todos, consiguieron lo que parecía imposible. Mi padre, de más decirlo, entorpecía la maniobra con su desoladora y espirituosa desorientación. Sin embargo, creyó necesario dirigir el asunto, a fin de cuentas la cosa iba con él. Daba instrucciones desordenadas e imposibles. Por suerte caían en el vacío (por el hueco de la escalera).

Aquello, dicen, parecía, la representación errónea del "descendimiento" (a lo Pontormo) o, según otros, la torpe ascensión de la virgen al cielo(raso). El trono se balanceaba, siempre  bordeando la tragedia. Mi madre declamaba, de corrido, el corro de las vocales y a veces construía frases como: "¡apartar a ese inútil de la escalera!" "¡no creas que te voy a dejar viudo!". Yo, como he dicho, ya tenía toda la cabeza fuera.



Mi padre, pues, (la partera me lo contó años más tarde) se empeñó en dirigir la ascensión. Dirigía subiendo las escaleras de espaldas. Tropezó con el último escalón y cayó, tieso como el palo de la escoba. Resbaló y fue, golpeándose la cabeza con cada uno de los 12 descansillos. El tropel le pasó por encima como un rebaño de ñus en estampida. Él iba el dirección contraria. Cuando nos cruzamos, es decir, cuando mi padre vio mi cabeza colgando como un badajo, me sonrió y frunció los labios como para darme un beso, pero siguió su curso marcando las horas. Cuando pareció que su martirio había llegado a su final aún dio otro medio cabezazo y quedó estable: las doce y media

"Pero mira como beben los peces en rio,
Pero mira como beben por ver a dios (?) nacido...."

Así era, los peces "borrachos" chapoteaban en el comedor.

Fuimos instalados en la cama de matrimonio y la cosa empezó a tomar forma. Estábamos en el corazón de la nochebuena. Dos cuartos de la población asistía a la misa del gallo, otro cuarto defendía con ardor (de estómago) sus vasos de vino en los taburetes del "Caporro" y de la "Paca" y el otro cuarto se repartía entre enfermos y asistentes al parto. Dicen, los que asistían a la liturgia, que, en el momento espectacular de la elevación de la hostia, cuando el monaguillo de la derecha tocaba la campanilla, se oyó como un grito de becerro. Los que estaban en el ajo se dieron por enterados y rogaron con más intensidad, si cabe, por la correcta resolución del asunto. A los que no, se le erizaron los pelos del lomo, como a los pastores alemanes cuando huelen el peligro. Antes de que el cura se retirara con todos sus herramientas, el agua había sobrepasado los peldaños del altar mayor. La gente, santiguándose, había evacuado el recinto mucho antes del "ite misa est".

Toda la noche se pasó vadeando agua y maldiciendo el sentido de la oportunidad de la divinidad: "pero mira cómo beben los peces en el río / pero mira cómo beben por ver a dios (?) nacido".

No se cenó la consabida sopa de menudillos, pero a cambio estaba irrumpiendo en el universo-mundo un niño depositario de la "gracia" de curar enfermos y orientar a descarriados que daría lustre imperecedero a la localidad. A mí, sin embargo, me quedaría una enemistad perenne con el líquido elemento sólo salvada por las normas elementales de la civilidad y el decoro. Y un apego indestructible al "espirituoso", surgido del primer abrazo paterno. Una vaharada de su boca de padre dejó una huella profunda en mi tierno y receptivo espíritu (?). Y es que mi padre, una vez repuesto de tanto golpe en la cabeza y salvado por los pelos de un ahogamiento seguro, subió las escaleras a tientas y desde la puerta del dormitorio: ¡Ha salido a mí!, dijo entre lágrimas más fruto de la chispera y del aturdimiento que de su instinto de paternidad. Pero lo cierto es que lo dijo. Y diciéndolo, se abalanzó sobre la madre y le arrebató la criatura, que, a esas alturas, ya había conseguido nacer. La madre dio un grito de espanto y pidió que me arrancaran de los brazos de "ese inútil...no fuera a ser que...", pero el mal ya estaba hecho.

La comadrona estuvo al quite. Me tomó en sus sabios brazos, me hizo la señal de la cruz en la frente, en la boca y en mi pecho palpitante de cachorrito, al tiempo que depositaba en mis oídos los arcanos sólo reservados a los nacidos en Navidad y en Viernes Santo que te abrían las puertas de la taumaturgia. Después me devolvió al costado de mi madre, que como ballena varada en un charco enfangado, gemía de forma inarticulada.

La ternura de mi madre quedó sepultada por las circunstancias.

Mis, desde ahora, hermanos mataban el tiempo en casa de la señora Rosa y, desde el balcón, veían correr las aguas y los extraños objetos que arrastraban. De mi (rápido me la apropio) casa salían ruidos y voces atronadores.

Al día siguiente salió el sol y empezaron las aguas a secarse (bíblicamente). A mi padre el primer rayo de la mañana de Navidad, le pilló tumbado en el suelo de la cocina, con los brazos abiertos, una sonrisa boba y calado hasta los huesos. Así lo encontraron la señora Rosa y mis dos hermanos cuando fueron a ver el resultado de lo acontecido. Parecía, dicen, un crucificado sin cruz... (a lo Pontormo). Mis hermanos creyeron por un momento que lo que se había producido durante aquella noche había sido el martirio de nuestro progenitor. Superada esta primera impresión subieron al piso de arriba y observaron con indiferencia cómo mi madre me amamantaba.

Mi infancia daba comienzo.

El acontecimiento de mi venida al mundo fue la condición necesaria para que a mi padre lo trasladaran desde aquel bastión antisarraceno y barrera infranqueable contra los estraperlistas que constituía El Portus, al desierto de Fortuna, avanzadilla del Sahel en Europa, como Vds. saben, y fortín frente a los ladrones de rumiantes. Antes tuvieron que pasar 40 días, tantos cuantos pasó Jesucristo ayunando en el desierto. Para contrarrestar esta deficiencia mis padres se instalaron, ya en Fortuna, en una casa contigua a la carnicería de la Olinda.