En
plena era 2.0 le llegó a mi madre un regalo de una sobrina segunda: un álbum
familiar de fotos de tercera mano. Superada su prevención
(anti)tecnológica descubrió la utilidad
de tan ingenioso artefacto: Consistía en meter en sobrecitos de celofán toda la
memoria acartonada de la familia. O en pegar las instantáneas en las hojas al
efecto. Y, así, se dio a la re-creación ideal del grumo familiar con pasión de entomólogo. El resultado fue un caos.
Un mundo sin orden ni concierto, mantenido en el Ser por la sola voluntad de su
desmemoria o de un ignaro sentido de las cosas.
La afición actual enlazó con
aquella que tuvo cuando fue el momento de “Los
diez mandamientos”…en que completó, a escondidas, todo el álbum de la
película, por su amor al “desaborío”
Charlton Heston. Yo me quedaba hechizado ante la cuna de mimbre en la que
viajaba, sin moverse, Moisés, Nilo abajo. O ante su enorme, amenazante e
inmóvil brazo adulto golpeando a diestro y siniestro. Y la huida, sin moverse
del sitio, de los israelitas por el desierto. Como esos bebedores que entre
trago y trago golpean “jerezanamente”
la barra acompañando un sincopado “¡Ámonos
que nos vamos!” y no se mueven en
horas del ladrillo que les ha cabido en suerte. ¡En la película todo pasaba tan
de prisa…!
Digo lo dicho para poner de
manifiesto una tendencia que, aunque oculta, anidaba en el corazón materno. Así
que, una vez superadas las prevenciones, se puso manos a la obra y ya no paró
hasta que no hubo rellenado decenas de álbumes familiares. En el último, el que
estaba rellenando cuando la muerte le sorprendió, aparece en la última página,
la boda de la mentada sobrina segunda, que había muerto hacía años, construyendo,
así, un final a la altura de Orson Wells.
Aunque también podía tratarse de
nuda impetuosidad; o de una extraña lógica desconocida para el resto; o de indiferencia
al orden de los acontecimientos; o, directamente, de un desarreglo de la
memoria (por lo demás portentosa)… ¡o de venganza!
El álbum empezaba con una
fotografía de la hija menor del cabo Gutiérrez (el que le pegó la paliza a
Caballero), a quien no veíamos en veinte años (y a quien no veríamos más).
Seguía una foto de estudio de una pareja de bailaores
que habían tenido un cierto éxito por la zona de Montpellier y Nîmes: “a mi prima”. Esa foto siempre me intrigó y me llenó de legítimo orgullo:
En alguna parte del mundo un miembro de
la “familia” triunfaba en el difícil
arte de las “variedades”. El, con
sombrero cordobés y bigotillo (para distinguirse) recogía con el brazo
izquierdo un fardo vestido de “faralaes”
que elevaba los brazos como para pedir auxilio. La mujer no tenía pelos en los
sobacos, lo cual era, por sí solo, algo que te quitaba el sueño, acostumbrados
como estábamos a verdaderos nidos de vencejos. Nunca aclaramos si la “prima” a la que iba dedicada se trataba
de mi madre. Si alguna vez, en aquella lejana (por decir algo) infancia nos
hubiera visitado una pareja de “bailaores”…
¡lo recordaría!
Seguían: la comunión de mi hermano
mayor; la boda del de en medio; mi comunión. Sólo yo recibí la confirmación. El
trajecillo de corte torero y reflejos nacarados servía para todo. Mi hermano
mediano no hizo la comunión. Mis padres se casaron (aquella foto que servía de
calibrador del punto de mira) cuando ya los tres éramos mayores. Ella era una
mocita cuando todas sus conocidas hacía tiempo que criaban malvas. Mi padre de
uniforme y después de orgulloso y guapo paisano. Los sobrinos, nietos y
bisnietos se sucedían sin ninguna lógica
carnal, ni piedad… de tal manera que no había manera de saber quién era quién.
Niños. Era claro como el agua que la cronología, en ninguno de sus aspectos, la
miraras como la miraras, contaba en esa extraña forma de agrupación.
La veías, ensimismada, eligiendo “retratos” (pues han de saber Vds, de
formación digital, que antes las fotografías plasmaban personas… ¡eran
retratos!... Para lo demás estaban las postales… ¡esa es otra!) entre las
decenas que se amontonaban en cajas de cola-cao y pegándolos (¿al buen tuntún?) con engrudos de diversa
naturaleza. El resultado era una especie de poema de Tristan Tzara.
Siempre me ha parecido milagroso,
como lo del “sermón de la montaña”,
la proliferación de fotos… ¡si nunca tuvimos máquina de retratar! … Atributo negativo que hemos heredado todos los
descendientes en primer grado de aquel grumo.
Y que, parece, se va “corrigiendo” según se desciende en la escala o, al
contrario, ascendiendo por las débiles ramas del árbol genealógico familiar.
Nuestro árbol es un arbusto, un matorral, que no llega a hundir las raíces en
ningún sitio. El más veterano: el padre de mi padre… ¡El resto es silencio! De
verdad que no he visto familia que puede extenderse hacia atrás menos que la
nuestra. Es como si hubiéramos aparecido por generación espontánea.
Otra foto curiosa e intrigante era
una que recogía un instante en el que mi padre, rodeado de bellas señoritas,
marchaba marcial por una calle de Santa Cruz de Tenerife (¿). El formato era
inverosímil: algo más grande que una caja de cerillas. Mi madre de tanto
mirarla y remirarla la había encogido hasta el límite de la desaparición. Las
chicas habían adquirido una tonalidad fantasmal, translúcida…eran plasma… ¡Tal
era la capacidad destructiva de mi madre! Mi padre nunca dijo nada acerca de
esa “misión” (ya era Guardia Civil),
pues así la calificaba.
O aquellas secuencias (en realidad
tomas separadas por meses o años) en las que mi progenitor, el marido de mi
madre, aparecía, como los escurridizos y exhibicionistas pistoleros de finales
del XIX, con una cerveza (o dos) o con
una botella de vino tinto apuntando directamente al cameraman. La cara negra,
de tanta correría por el desierto, y
por el efecto acumulativo del morapio. Las hay tomadas en invierno, en verano y
en las estaciones intermedias… Qué cómo lo sé, si siempre iba vestido de la
misma militar guisa, pues… ¡por el sudor! (margen de error: más menos tres
meses).
Había otra foto mitológica que
recogía a la que dimos en llamar “La
novia del primo Rafael”, una
amiga que tuvo allá por los inicios de los cincuenta y que le duró exactamente
el tiempo que duró la pose. Estaba apoyada en la cerca de madera que había
colocado mi primo alrededor del solar en el que decía querer construir una
casa…que nunca construyó. Se casó mi primo, tuvo descendencia. Se casaron los
descendientes, que le dieron nietos…y aquella mujer sonriente y solitaria
siguió siendo “la novia del primo Rafael”.
Esta fotografía estaba situada entre la foto de mi confirmación y una de mi
padre acompañado por el “poeta de la
localidad” (después afamado: Sánchez Bautista) que, por entonces, hacía de
cartero en la localidad. Mi padre recibió su influjo benéfico y gracias a él,
empezó a apreciar y a degustar los paisajes desolados y desoladores de Fortuna.
Creo que el poeta plantó en mi padre un esqueje de “poesía rural” que, posiblemente, creció hacia abajo. O, en todo
caso, no evidenció floración alguna, aparte de aquel gusto por lo desértico. La
afición por los cantos litúrgicos ya le venía de lejos.
Estaba yo enredado todavía en las
fases freudianas, cuando me sobrevino una grave dolencia: Una severa
inflamación de la pleura. La noche anterior a los síntomas alarmantes había
comido mucha uva blanca y, por pensamiento mágico, siempre he pensado en que
aquello me provocó la enfermedad. Me abrieron, de urgencias, en la mesa de
comedor (la única), el costado derecho. Parecería un cochinillo segoviano y me
metieron un tubo de goma que, durante años, apareció en los sitios más
insospechados (abrías el armario del váter y allí estaba ese reptil albino…junto
a alguna dentadura olvidada) para que fuera saliendo todo el líquido. Una noche
dejó de brotar líquido pleural y fue manando una corriente que cada vez tomaba
un rojo más intenso (como ocurría con las plagas de Egipto). Llamaron al
practicante e hizo lo que tuviera que hacer. Gracias (¿) a ese hombre, hoy
vivo. Tuve que pagar muy caro esa intervención: cada vez que lo veía por la
calle tenía que abalanzarme sobre él y besarlo con sentimiento filial. Se
llamaba Don Mariano. Pues bien, una fotografía en la que aparezco en pantalón
de pijama y un inevitable jersey de rayas, tomada delante de la Cruz a los Caídos
(por Dios y por España) es el único testimonio que existe de aquellos días
cruciales. Y es el punto de apoyo sobre el que yo he intentado, sin éxito,
recrear el curso de la enfermedad.
A continuación, mi hermano el de en
medio, con uniforme de combate, empuña un subfusil
(¿). Parece un combatiente de alguna milicia islamista, defendiéndose con
fiereza en los desiertos de Oriente
Próximo. Hizo la mili en Lorca.
La siguiente era otra foto
memorable: se veía a dos modistas o costureras o simples amas de casa que
cosían y tal. Estaban sentadas en una habitación con rejas a la calle, como si
estuvieran “pelando la pava”. Una de
ellas, la de dientes prominentes, me decían que era la “Tía Ma Titi”, que, se ve, hizo las veces de abuela materna. Mi
madre tuvo una infancia complicada. No me acuerdo de la “Tía Ma Titi”. Lo siento.
Así, por acumulación, se fue
construyendo una gran colección de libros de fotos. Nunca llegó, sin embargo,
el salto cualitativo que yo, secretamente, esperaba: una intuición repentina
que pusiera todo en su sitio y dotara a aquella obra (digna de Rodia o de Kurt
Schwitters) de un sentido que traspasara generaciones y se convirtiera en
símbolo de la fraccionada vida contemporánea.
Allá fue a parar también, tras
recorrer todas las paredes posibles, la foto instigadora del famoso gesto de mi madre.