lunes, 24 de noviembre de 2014

¡Va por Vds! “Album de fotos”





     En plena era 2.0 le llegó a mi madre un regalo de una sobrina segunda: un álbum familiar de fotos de tercera mano. Superada su prevención (anti)tecnológica  descubrió la utilidad de tan ingenioso artefacto: Consistía en meter en sobrecitos de celofán toda la memoria acartonada de la familia. O en pegar las instantáneas en las hojas al efecto. Y, así, se dio a la re-creación ideal del grumo familiar con pasión de entomólogo. El resultado fue un caos. Un mundo sin orden ni concierto, mantenido en el Ser por la sola voluntad de su desmemoria o de un ignaro sentido de las cosas.

La afición actual enlazó con aquella que tuvo cuando fue el momento de “Los diez mandamientos”…en que completó, a escondidas, todo el álbum de la película, por su amor al “desaborío” Charlton Heston. Yo me quedaba hechizado ante la cuna de mimbre en la que viajaba, sin moverse, Moisés, Nilo abajo. O ante su enorme, amenazante e inmóvil brazo adulto golpeando a diestro y siniestro. Y la huida, sin moverse del sitio, de los israelitas por el desierto. Como esos bebedores que entre trago y trago golpean “jerezanamente” la barra acompañando un sincopado “¡Ámonos que nos vamos!” y no se mueven en horas del ladrillo que les ha cabido en suerte. ¡En la película todo pasaba tan de prisa…!

Digo lo dicho para poner de manifiesto una tendencia que, aunque oculta, anidaba en el corazón materno. Así que, una vez superadas las prevenciones, se puso manos a la obra y ya no paró hasta que no hubo rellenado decenas de álbumes familiares. En el último, el que estaba rellenando cuando la muerte le sorprendió, aparece en la última página, la boda de la mentada sobrina segunda,  que había muerto hacía años, construyendo, así, un final a la altura de Orson Wells.

Aunque también podía tratarse de nuda impetuosidad; o de una extraña lógica desconocida para el resto; o de indiferencia al orden de los acontecimientos; o, directamente, de un desarreglo de la memoria (por lo demás portentosa)… ¡o de venganza!

El álbum empezaba con una fotografía de la hija menor del cabo Gutiérrez (el que le pegó la paliza a Caballero), a quien no veíamos en veinte años (y a quien no veríamos más). Seguía una foto de estudio de una pareja de bailaores que habían tenido un cierto éxito por la zona de Montpellier y Nîmes: “a mi prima”. Esa foto siempre me intrigó y me llenó de legítimo orgullo: En alguna parte del mundo un  miembro de la “familia” triunfaba en el difícil arte de las “variedades”. El, con sombrero cordobés y bigotillo (para distinguirse) recogía con el brazo izquierdo un fardo vestido de “faralaes” que elevaba los brazos como para pedir auxilio. La mujer no tenía pelos en los sobacos, lo cual era, por sí solo, algo que te quitaba el sueño, acostumbrados como estábamos a verdaderos nidos de vencejos. Nunca aclaramos si la “prima” a la que iba dedicada se trataba de mi madre. Si alguna vez, en aquella lejana (por decir algo) infancia nos hubiera visitado una pareja de “bailaores”… ¡lo recordaría!

Seguían: la comunión de mi hermano mayor; la boda del de en medio; mi comunión. Sólo yo recibí la confirmación. El trajecillo de corte torero y reflejos nacarados servía para todo. Mi hermano mediano no hizo la comunión. Mis padres se casaron (aquella foto que servía de calibrador del punto de mira) cuando ya los tres éramos mayores. Ella era una mocita cuando todas sus conocidas hacía tiempo que criaban malvas. Mi padre de uniforme y después de orgulloso y guapo paisano. Los sobrinos, nietos y bisnietos  se sucedían sin ninguna lógica carnal, ni piedad… de tal manera que no había manera de saber quién era quién. Niños. Era claro como el agua que la cronología, en ninguno de sus aspectos, la miraras como la miraras, contaba en esa extraña forma de agrupación.

La veías, ensimismada, eligiendo “retratos” (pues han de saber Vds, de formación digital, que antes las fotografías plasmaban personas… ¡eran retratos!... Para lo demás estaban las postales… ¡esa es otra!) entre las decenas que se amontonaban en cajas de cola-cao y pegándolos (¿al buen tuntún?) con engrudos de diversa naturaleza. El resultado era una especie de poema de Tristan Tzara.

Siempre me ha parecido milagroso, como lo del “sermón de la montaña”, la proliferación de fotos… ¡si nunca tuvimos máquina de retratar! …  Atributo negativo que hemos heredado todos los descendientes en primer grado de aquel grumo. Y que, parece, se va “corrigiendo” según se desciende en la escala o, al contrario, ascendiendo por las débiles ramas del árbol genealógico familiar. Nuestro árbol es un arbusto, un matorral, que no llega a hundir las raíces en ningún sitio. El más veterano: el padre de mi padre… ¡El resto es silencio! De verdad que no he visto familia que puede extenderse hacia atrás menos que la nuestra. Es como si hubiéramos aparecido por generación espontánea.

Otra foto curiosa e intrigante era una que recogía un instante en el que mi padre, rodeado de bellas señoritas, marchaba marcial por una calle de Santa Cruz de Tenerife (¿). El formato era inverosímil: algo más grande que una caja de cerillas. Mi madre de tanto mirarla y remirarla la había encogido hasta el límite de la desaparición. Las chicas habían adquirido una tonalidad fantasmal, translúcida…eran plasma… ¡Tal era la capacidad destructiva de mi madre! Mi padre nunca dijo nada acerca de esa “misión” (ya era Guardia Civil), pues así la calificaba.

O aquellas secuencias (en realidad tomas separadas por meses o años) en las que mi progenitor, el marido de mi madre, aparecía, como los escurridizos y exhibicionistas pistoleros de finales del XIX, con una cerveza (o dos)  o con una botella de vino tinto apuntando directamente al cameraman. La cara negra, de tanta correría por el desierto, y por el efecto acumulativo del morapio. Las hay tomadas en invierno, en verano y en las estaciones intermedias… Qué cómo lo sé, si siempre iba vestido de la misma militar guisa, pues… ¡por el sudor! (margen de error: más menos tres meses).

Había otra foto mitológica que recogía a la que dimos en llamar “La novia del primo Rafael”, una amiga que tuvo allá por los inicios de los cincuenta y que le duró exactamente el tiempo que duró la pose. Estaba apoyada en la cerca de madera que había colocado mi primo alrededor del solar en el que decía querer construir una casa…que nunca construyó. Se casó mi primo, tuvo descendencia. Se casaron los descendientes, que le dieron nietos…y aquella mujer sonriente y solitaria siguió siendo “la novia del primo Rafael”. Esta fotografía estaba situada entre la foto de mi confirmación  y una de mi padre acompañado por el “poeta de la localidad” (después afamado: Sánchez Bautista) que, por entonces, hacía de cartero en la localidad. Mi padre recibió su influjo benéfico y gracias a él, empezó a apreciar y a degustar los paisajes desolados y desoladores de Fortuna. Creo que el poeta plantó en mi padre un esqueje de “poesía rural” que, posiblemente, creció hacia abajo. O, en todo caso, no evidenció floración alguna, aparte de aquel gusto por lo desértico. La afición por los cantos litúrgicos ya le venía de lejos.

Estaba yo enredado todavía en las fases freudianas, cuando me sobrevino una grave dolencia: Una severa inflamación de la pleura. La noche anterior a los síntomas alarmantes había comido mucha uva blanca y, por pensamiento mágico, siempre he pensado en que aquello me provocó la enfermedad. Me abrieron, de urgencias, en la mesa de comedor (la única), el costado derecho. Parecería un cochinillo segoviano y me metieron un tubo de goma que, durante años, apareció en los sitios más insospechados (abrías el armario del váter y allí estaba ese reptil albino…junto a alguna dentadura olvidada) para que fuera saliendo todo el líquido. Una noche dejó de brotar líquido pleural y fue manando una corriente que cada vez tomaba un rojo más intenso (como ocurría con las plagas de Egipto). Llamaron al practicante e hizo lo que tuviera que hacer. Gracias (¿) a ese hombre, hoy vivo. Tuve que pagar muy caro esa intervención: cada vez que lo veía por la calle tenía que abalanzarme sobre él y besarlo con sentimiento filial. Se llamaba Don Mariano. Pues bien, una fotografía en la que aparezco en pantalón de pijama y un inevitable jersey de rayas, tomada delante de la Cruz a los Caídos (por Dios y por España) es el único testimonio que existe de aquellos días cruciales. Y es el punto de apoyo sobre el que yo he intentado, sin éxito, recrear el curso de la enfermedad.

A continuación, mi hermano el de en medio, con uniforme de combate, empuña un subfusil (¿). Parece un combatiente de alguna milicia islamista, defendiéndose con fiereza en  los desiertos de Oriente Próximo. Hizo la mili en Lorca.
La siguiente era otra foto memorable: se veía a dos modistas o costureras o simples amas de casa que cosían y tal. Estaban sentadas en una habitación con rejas a la calle, como si estuvieran “pelando la pava”. Una de ellas, la de dientes prominentes, me decían que era la “Tía Ma Titi”, que, se ve, hizo las veces de abuela materna. Mi madre tuvo una infancia complicada. No me acuerdo de la “Tía Ma Titi”. Lo siento.

Así, por acumulación, se fue construyendo una gran colección de libros de fotos. Nunca llegó, sin embargo, el salto cualitativo que yo, secretamente, esperaba: una intuición repentina que pusiera todo en su sitio y dotara a aquella obra (digna de Rodia o de Kurt Schwitters) de un sentido que traspasara generaciones y se convirtiera en símbolo de la fraccionada vida contemporánea.

Allá fue a parar también, tras recorrer todas las paredes posibles, la foto instigadora del famoso gesto de mi madre.

martes, 28 de octubre de 2014

¡Va por Vds.! “FIN DE CICLO”



La mañana del 17 de octubre del año 1968, después de que las elecciones de junio echaran agua sobre los rescoldos de mayo, fui expulsado, DEFINITIVAMENTE, de los escolapios. Aquellos días deambulaba por entre las desmochadas palmeras, la maleta siempre dispuesta, sin encontrar acomodo definitivo en ningún aposento de la institución educativa. Sabía que se tramaba mi destrucción. Los curas jugaban y me iban cambiando cada día de lecho. Querían sangre antes del golpe postrero. ¿Raro? ¡No me hagan contarles a Vds. de lo que son capaces esos cuervos! ¡Son como los cuervos sobrevolando el último trigal de Van Gogh!

 
Y a mí aquello me gustaba. Me imaginaba como Rimbaud en Oriente. Esperaban de mí una muestra de arrepentimiento, tras la cual expulsarme como a perro que se humilla y lame, aún incluso, apaleado. Sádicamente. Yo no pertenecía a aquella raza. Yo tenía una gota de la estirpe de Lilith. Así que cuando me lo comunicaron, saqué un paquete de “46” que llevaba en el bolsillo, contraviniendo toda norma. Saqué un cigarrillo, me lo puse en los labios, lo prendí y los miré con los ojos entornados (por el humo) y entre convulsiones logré articular: “¡Ahora ya puedo fumar sin esconderme!”. 
 
La música de aquellos días era la “Gran Polonesa” y la “Heroica” de Chopin. Alguien tenía un tocadiscos a pilas y no sé cómo conseguí ese “single”. Oía a Chopin en todo tiempo y, como era a pilas, en todo espacio. 













 ¡Libertad!…Pero también nostalgia de los años pasados en aquel decorado tropical. Melancolía…pero también un sentimiento encantador de comienzo.

La inercia y el exceso de confianza me llevaron al borde del agujero negro, a la espera el golpe “entumecedor”. Éramos tres: A. B. y yo. Los tres estábamos tendidos ante el ara sacrificial, desentrañando en la raída alfombra nuestro indigente futuro. A, era bajito y devoto. B, gordo, alto y un tanto escéptico. Yo, alto, con gafas y apóstata. Formábamos una cascada cuyo origen eran la devoción y su final sería la indiferencia, pasando por el ateísmo.

Sin embargo, aquello también me divertía. Teníamos un pie dentro de la institución. Para poner el segundo debíamos de adoptar un nombre (una “contraseña”, para entendernos) que completara nuestro “perfil”. A, se puso “hermano A. de la virgen del Rosario”, que era la patrona de su pueblo. B, dada su naturaleza más bien positivista, quiso ponerse “hermano B. del Círculo de Viena” que, finalmente cambió por “hermano B. de Santo Tomás apóstol”. Yo había oído algo de un monte que era todo un “cluster” de lugares sagrados, sinécdoque de Jerusalén (de dalt), y me puse: “hermano Joaquín del monte de Venus”. A., sabedor de estos temas, me dijo que el monte que yo vislumbraba era el de Sión y que el monte de Venus no lo conocía. Así éramos: tardíos. Bueno, pues: “hermano Joaquín del monte de Sión”. 



Naturalmente mi familia no apareció por esa ceremonia ridícula y siniestra. No estaban las cosas para hacer gastos inútiles y más sabiendo de mi naturaleza inestable y descreída. La familia de B. me invitó a comer. Fuimos a un restaurante playero y nos comimos una paella. “La playa estaba desierta”. Corría un ventarrón áspero. Cuando salimos parecíamos una familia de cuervos (satisfechos).

Hubo cena especial. Ya noche cerrada, me descolgué por la ventana del váter y me fui a bailar a “Las Termas”. No bailé, naturalmente, pero mi apostasía se afianzó, y una morena no me quitó los ojos de encima. Por ella, por aquellos ojos, renuncié a la apostasía y me lancé, decidido, en brazos del ateísmo. Con el tiempo, y gracias a otros ojos, renuncié al ateísmo y me instalé en la más inmaculada indiferencia.

Cuando volví, el “padre maestro” se asomaba a la ventana como Julieta. Me esperaba con la misma ansiedad y distinto sentimiento. No dijo nada, pero a partir de ese instante, la suerte estuvo echada…y hasta que no me echaron no acabó la función.

Me echaron por la tarde, los muy cabrones. Podían haberse esperado a la mañana siguiente. Pero no. Me echaron por la tarde. Me dieron 500 pesetas (no era la primera vez), me hicieron firmar un recibo y me desearon buena suerte. Estaba claro que yo no pertenecía a los elegidos. Fue entonces cuando me llevé el cigarro a los labios.



[El año anterior ya había sido expulsado. Pero mi insistencia logró que se me abrieran nuevamente las puertas del cielo. Aquello fue tan grotesco como la segunda, y definitiva, vez. Pasábamos los veranos en Albarracín, cual aristocracia venida a menos. Aquellos septiembres eran una hermosura: El aire leve. Una frescura angelical. Todo olía a leña ardiendo. Cierta noche de luna menguante, arriba se rezaba el rosario y yo y dos amigas paseábamos por la carretera del río. Las “ave marías” se despeñaban. Las “santa marías” rebotaban en el farallón de enfrente y, descoyuntadas, se introducían en el complejo mecanismo auditivo. La noche se llenó de ensalmos. Mi sitio estaba arriba. Yo estaba abajo, con estas dos niñas a las que amaba más que al santo padre fundador. De pronto un aullido rasgó la noche serena: ¡¡¡Herreroooo!!!  ¡¡¡Suba inmediatamente!!! Lo oí. Y se oyó hasta en Orihuela del Tremedal. El reclamo recorrió los “Montes Universales” y cuando regresó, nos pilló a los tres acurrucados bajo un manzano (¿o era peral?, descalzos los pies, sumergidos en la corriente helada del “Guadalaviar”. La media luna ponía el toque oriental. Inolvidable aquella desobediencia sensual.

Cuando volví,  la puerta estaba cerrada, como era de esperar. Pasé la noche en una paridera del arrabal. (Observen Vds. esa rítmica rima en ar / al)…Y es que cuando uno tiene naturaleza poética, las rimas brotan como el agua del manantial)
En aquella ocasión también me dieron 500 pesetas (sin recibo) y me despidieron. ¡Adiós frescura angelical! Hice la maleta y se la confié a A.: que la llevara a Albacete, que era nuestro siguiente destino. Cumplió, el devoto.
Autobús a Cella y tren a Valencia. Allí pedí asilo en los escolapios de Micer Mascó y me lo denegaron, los muy cabrones. Fui a “los Viveros” y me senté en un banco. Yo tenía 15 años. Leía “Hambre” de Hamsun. A punto estuve de comerme el libro. Cuando llegó la hora del cierre, el encargado del recinto se apiadó de mí y me indicó una caseta donde guardaba las herramientas. Allí pasé la noche. Me despertó a las 8 de la mañana.

Crucé Valencia entera, hasta la salida de Alicante. Entré en un bar, pedí una ración de champiñones (nunca sabré la razón de tan extraña elección) y, mientras se volvía para calentarlos, le birlé un “cholek” (cacaolat). Hice autoestop y como nadie me paraba, me gasté lo que me quedaba en un billete de “La unión de Benisa” hasta Murcia. Y allí dije, orgulloso, que me habían concedido unas cortas vacaciones por mi buen comportamiento.

Pasados quince días, mi padre, que tenía que conducir una cuerda de presos a Madrid, me dijo que uno más no se notaría. Así que subí al tren en condición de presidiario. Hice el viaje en compañía de aquellos desgraciados y bajo la vigilancia de la “pareja”. En Albacete, mi padre me dio un beso y bajé del tren. El resto de la cuerda quiso protestar, pero se enternecieron. El tren se perdió de vista. Aún no había amanecido. Las cosas extrañas, anómalas, suelen ocurrir fuera de horario.
Ante mí la llanura manchega. A lo lejos refulgía (¡¡) Albacete. Era un brillo cerúleo, como de navaja después de cortar tocino. Eché a andar hacia las luces y cuando traspasé el umbral de mi destino, asomaba “la aurora de rosáceos dedos”. Mi sombra huía  como un presagio. Entrando, le corté la cabeza.
Me presenté al nuevo “padre maestro” que me acogió perplejo.]


 Aquello me seguía gustando. Cada vez me acercaba más a mi ideal poético. Pasé la noche en la playa, entre coches desvencijados. Me acomodé en un 850 color rata y esperé la salida del astro rey. Todo se tiñó de rosa y entendí aquello de “aurora de rosáceos dedos”. Y porque lo entendí, pude pensarlo después.

La sotana se la cedí a B. Bastaría con “darle” un poco a la altura de la cintura y quedaría como hecha “ex profeso”. El ceñidor (¿) lo quemé. El humo salió negro como la brea. Y no ascendía. Se quedaba horizontal, indicando ostensivamente que mi ofrenda no era aceptada por la divinidad. Las hormigas y demás habitantes de la pura superficie, miraron para arriba, vieron la negrura y se apresuraron.

En el pueblo ya conocían a los “Beatles” y a los “Rollins” e, incluso, a “¡Máquina!” Yo llevaba el disco de Chopin a todos los guateques. Mi entrada en aquellos selectos grupos fue humilde, me dediqué durante un tiempo prudencial a poner los discos. De vez en cuando colaba al polaco. Los más curiosos se acercaban con precaución. Los más, vociferaban improperios y me declaraban inútil. Eso no duró mucho. En unas semanas se puso de manifiesto mi espíritu “maldito” y mi notoriedad se extendió y enraizó (o al revés). Eché fama de poeta. Y las chicas empezaron a tenerme en cuenta.

Después me enteré de que Chopin moriría un 17 de octubre y se cerró un ciclo.


miércoles, 1 de octubre de 2014

¡¡Va por Vds.!! Día Infausto.




 ¿Quieren vds. saber lo que es un día infausto?

Un olor espeso, como a deposición canina (¡qué sagacidad!) me despierta. Inspecciono y encuentro la causa. Son las 5’30 de la mañana. Noche cerrada. Limpio a conciencia y cuando todo parece que ha recobrado su aspecto normal, “Hegel” vuelve a exonerar el vientre. Vuelvo a pasar la fregona. La casa huele a podrido. Saco las bolsitas a la basura. Cuando entro me golpea un olor de morgue. Espero, en la terraza, a que amanezca embozado con una manta zamorana y con la bufanda del barça tapándome la cabeza como el hombre invisible. “Hegel” se acurruca a mi lado. No acaba de entender por qué, teniendo una hermosa cama, yazco aquí, al raso. El hedor me impide tomar el tentempié matutino. Le pongo la correa a “Hegel” y vamos al bar del “Día” (¿que no me cambiaré al “Día”?). Ato al perro en el árbol acostumbrado. Carajillo de recuelo y unas tostadas perreras, que “Hegel” mira con legítimo agravio.

Tengo que ir a Barcelona a una de esas transacciones absurdas: sacar dinero de un sitio y meterlo en otro…ya saben vds. Tenía que haberlo hecho el día 1, pero era domingo. El lunes no pude, el martes, no quise y el miércoles se me olvidó. Así que, hoy, jueves día 5 de diciembre, tengo que ir a Barcelona a realizar una de esas transacciones absurdas. Como un especulador. En realidad visto un santo desnudando a otro. Saco la cama del perro a la terraza y lo encierro. A la altura de la segunda salida de Badalona, pincho la rueda del copiloto. Llamo a mi cuñado de Mapfre y me envía, en media hora, un operario. La entrada por Glorias, parece el juicio final motorizado. Las almas acuden en tropel en sus utilitarios a rendir cuentas ante el altísimo. Nadie sonríe, al contrario; la cola es tal que más de uno llora desconsolado sobre el volante. Otros llaman por el móvil. Los más, miran al horizonte y hacen planes para las navidades (si consiguen llegar).

Al entrar al parking de Rambla con Plaza Catalunya destrozo el retrovisor contra la máquina dispensadora de tiquetes. Aparco en la planta cuarta en un espacio escaso, estrecho, de los reservados a los “smarts”. El precio es el mismo. Me dirijo a “Bankia” (Caja Madrid), que me tienen cogido por los cojones con la “dichosa” hipoteca, referenciada al IRPH cajas (cuando YA no existen cajas): he de sacar dinero de ahí y ponerlo en “Caja de Ingenieros”. Bankia está cerrada por obras (o definitivamente, nunca se sabe). Una guardia de seguridad (¿) me aconseja que utilice el cajero de la fachada que todavía funciona. El cajero no admite cartillas. ¡Le falta la ranura! Me envían a Layetana con Ramalleres. 


Los adornos de navidad ya cuelgan desvergonzados. Papás Noel chinos escalan las fachadas.
  
Consigo sacar los 300 euros y vuelvo a la Rambla. Hago el ingreso. Se me olvida pedir el “vale” de aparcamiento. Ya que estoy en Barcelona me acerco a la Boquería a comprar un pollo de la “besavia” y un conejo alimentado con romero y tomillo. Añado unas croquetas de jamón. ¡Una pasta!

Cada minuto que pasa son 5 céntimos. ¿Serà pers diners? Me dirijo al Gasparov. Allí siempre tienen los periódicos: En Atapuerca se ha encontrado en ADN más antiguo de Europa. Faltan matemáticos. Ucrania. La pregunta catalana. La primera noticia me la esperaba, por algo se trata de “Castilla La Vieja”; la segunda me hace replantear toda mi vida profesional; la tercera me llena de inquietud y la última de indiferencia. Pago las dos cervezas. Voy al váter y cuando salgo las bolsas con los alimentos necesarios para toda la semana, ha desaparecido. A lo lejos alguien corre (huye) y dobla, peligrosamente, la esquina del ayuntamiento de distrito. No es plan de ponerse a perseguir a un hambriento. ¡Adiós conejo a las finas hierbas! ¡Adéu pollastre de la besàvia!.  Tendría más necesidad que yo.

¡Me cago en sus muertos!

Hablaba de un día infausto.

Cuando estoy frente a la máquina de pagar, advierto que la cartera la había metido en la bolsa del pollo. Es una cartera incómoda de llevar en el bolsillo de los vaqueros…ya saben vds. En la cartera llevaba el tíquet del párking; el ADN, perdón: el DNI; la tarjeta y demás elementos imprescindibles para la libre circulación. Hablo con el indiferente encargado de atención al cliente. Me pide la denuncia. En el rellano una mujer pide, a voz en grito una ayuda. Hace un mes ya estaba. Me entran ganas de hacerle la segunda voz. Llego a la comisaria subterránea, explico el caso. Me hacen un papel. Voy con el papel a la ventanilla del indiferente. No puede hacer nada: He de pagar el máximo. ¿Cuánto es el máximo? ¿Desde 1714? ¿Desde la victoria de los nacionales? La mujer sigue pidiendo auxilio. Exijo la presencia inmediata del encargado del negocio. El indiferente no puede contener la risa en su interior y explota como un volcán, echando lava por las narices. ¡Quiero ver al capataz! ¡Y yo! (me dice). Me invade una idea siniestra: la pobre mujer que pide ayuda… ¿no le habrá pasado lo que me…? Rechazo la idea, que da una vuelta y vuelve. Pongamos un poco de racionalidad en el asunto: Joven, necesito el coche. Me han robado los papeles. Aquí tengo la denuncia. Si me deja un folio puedo firmarle un pagaré. Llama por teléfono. Le doy mis datos y los del vehículo. Parece que creen que el coche que reclamo es mío. ¡Ya hemos adelantado algo! ¡El coche es mío! Ahora falta lo principal: llevármelo.

Cada minuto son cinco céntimos. Entre preguntas, contestaciones, trámites y demás ya son las 3 y media. Eran las 11 y cuarto cuando destrocé el retrovisor.

El indiferente me dice que en 25 minutos vendrá el “encargado”. Salgo a tomar unas cervezas. Me siento debajo de una estufa de gas,  de esas que parecen torres petroquímicas. No hay nadie que pase y no me eche una mirada recelosa. No debo tener muy buen aspecto. De fondo los gritos de la necesitada. Pasado 1 euro con 25 céntimos, pago y bajo al Hades. Junto al indiferente, en la garita, alguien se ríe y para en seco cuando me ve. ¿Les hago gracia? ¡Sigan con su juerga! ¡por mí no se corten! No se ponga así, es que acaba de contarme un chiste, aquel de…

YO: Sí, hombre, sí…aquél que dice que uno perdió la cartera y el tiquet del párking.
EL INDIFERENTE (echando espuma por la nariz): No se ponga así. Más se perdió en la guerra de Cuba.
YO: ¡Lo dudo!
EL RECIEN LLEGADO (serio): Bueno, vamos a ver, ¿qué le ha pasado a vd.?
YO (de fondo el lamento de la menesterosa): ¡Otra vez no! ¡Ya lo sabe!
EL RECIÉN LLEGADO (indiferente): Yo acabo de llegar. No sé nada.

Así pasan otros dos euros.

Por fin se me ocurre algo que a ellos ya se le había ocurrido al principio de todo este dislate: Miren vds. las cámaras que registran las matrículas y comprueben la hora de entrada. Se miran y admiran mi sagacidad. Pasados un euro y 32 céntimos consigo la autorización para sacar el coche del infierno, como Orfeo con Eurídice. Son las 5’30 (redondeando): 6 horas x 3 euros (redondeando) = 18 euros. Sin contar los 42 del pollo, el conejo, las croquetas y el retrovisor.
Una cosa es la autorización y otra es pagar el estacionamiento: no llevo ni un duro.

EL RECIÉN LLEGADO: A ver esto como lo arreglamos.
YO: ¡esto no tiene arreglo!
EL RECIÉN LLEGADO: Nosotros necesitamos una garantía…etc…etc

Quieren una garantía de que volveré a pagar la deuda. Yo no puedo ofrecer garantía de ningún tipo. Vuelta a comisaría. Allí me dicen que han encontrado la cartera. Alguien la ha entregado. No falta nada.
¿Y no iba dentro de una bolsa con un pollo?

Finalmente todo se “resuelve”: Son 20 euros. Pago con la tarjeta. No quiero discutir más.

Subo la rampa ¡sin mirar atrás! Y desemboco en el semáforo de Rambla con Plaza de Catalunya.



Las luces navideñas me hacen llorar. Los chinos siguen escalando. Parece una invasión de microorganismos. Una epidemia de rubeola.
 
En El Masnou ha anochecido. Temor y temblor: “¡Hegel!”. La mano me tiembla, pero consigo abrir la puerta. Me dirijo a la terraza, esperando encontrar un estercolero. Hegel duerme apaciblemente en su camita de lunares. Cuando me ve, me salta encima con la ligereza de una pluma que arrastra el viento.
¿Y mi comida? ¡Ya estoy bien! Todo el día esperando para esto.
Son cosas que comprenderás cuando seas mayor.
Le cuezo un poco de arroz y le pongo dos tazas de bolitas. Y me lanzo al condis como Sísifo: con una desesperanzada esperanza.