miércoles, 25 de diciembre de 2013

mi calle



¡¡Va por vds.!!





 Al verse abandonada, cumplió tríadas cada año, con una aplicación ejemplar e incomprensible. Ya sólo quedaba ella… ¡la hermosa Margarita!...empleó sus mejores años en cosas de sacristía y los peores los entregó a la extrema derecha local, que no se dignó (¿) a depositar ni una corona mortuoria en el tanatorio…Ni una flor... ¡vergüenza!...

De los 50 números de mi calle, el 25 lo ostentaba mi casa…de tal manera que mirando a izquierda y derecha captaba en un plis-plas lo que se cocía…y no sólo en sentido figurado.
Uno de los tontos del pueblo vivía en el 21…fue el primero en romper el fuego. Muerto el tonto, todos se reconocieron expuestos. La muerte dejó de divertirse con las excentricidades de nuestro vecino y decidió cortar por lo sano. Lo encontraron sin vida en el patio, mientras echaba el grano las gallinas. Las gallinas le habían picoteado la cara y, en especial los ojos…extraño cereal; una sincera sonrisa, como si hubiera recientemente pronunciado: ¡tiita!...¡tiita!  hizo creer que se trataba de una broma de tonto…hasta que, con el pie, se cercioraron de que llevaba muerto algunas horas y que no se trataba de una tontería.
La iglesia se encargó de todo y le hizo un  servicio completo…¡gratis. Lo enterraron en un nicho transitorio y al cabo de algunos años, cuando fueron a transportar los huesos para su destino definitivo…seguía con su sonrisa de tonto…así que lo dejaron donde estaba y colocaron un epitafio: “Aquí yace Juanico que se rie de la muerte”
La casa quedó vacía y fue, con los años, ocupada por una familia moldava, cercana a la frontera con Rumania.

En el 17 vivía uno de los dos sastres de la calle. Cojo del pie derecho que montaba sobre una plataforma de veinte centímetros. Viudo y en permanente oscuridad…cuando cortaba un traje de colores claros una desacostumbrada claridad salía a raudales por las ventanas y por la puerta, tres escalones sobre el nivel de la calle. En su favor, sus dos hermosas hijas: una, muda…pero igualmente hermosa, si no más, por ese motivo. Ambas se quedaron para vestir santos, lo cual vimos como una lubricada consecuencia y muestra de amor filial.
Ya mayores, desaparecieron y nunca más se habló de ellas ni del sastre. No consiguieron echar raíces.
La casa estuvo vacía durante años, cuando la compró una pareja ecuatoriana de la zona de Jipijapa.

Para el que vivía en el número 27, sastre también, esa pérdida o desaparición no fue sentida de una manera profunda. Algo diría, pero sin demasiada convicción. La verdad es que cortaba con más alegría y luz…trazaba líneas azules y blancas a la vista de todos los que quisieran ver. Dibujaba mangas y perneras con la soltura de quien se sabe único. Siempre llevaba la cinta métrica sobre los hombros. Su mujer, costurera, remataba ojales, cosía botones y, sobre todo, mostraba su belleza (¡todos en mi calle éramos guapos!) a quien quisiera verla. Mi madre se empeñó en vestirme de mafioso, (con un tres piezas de finas rayas verticales sobre un fondo azul celeste (pero de un día de calor metálico))… ¡y lo consiguió!...El sastre se ajustó al máximo a los deseos y presentimientos de mi madre.
Todo parecía ir bien. Sólo que querían tener un hijo y éste no venía. Cuando todo parecía perdido, vino al mundo un hermoso niño que, a los pocos meses, se descubrió con una insobornable y furiosa afición a tocar la batería: al principio fueron cajas de cartón, después botes de tomate en conserva y, por último un verdadera Silver Star VK 50S  SKS Sky Blue Sparkle…como paso previo al campo de lo profesional-profesional.
Un accidente de moto truncó tan esperanzadora carrera y sumió al sastre en un absoluto olvido del mundo y de sí mismo…y al vecindario en un silencio lleno de remordimientos.
Sastre y  costurera se trasladaron a la casa de la madre de ella y, allí, las mujeres rezan, por el
alma sonora del deseado…mientras el marido sigue los ritmos con las alas de su alma desquiciada. No sé qué será de ellos. La casa fue cubierta con placas de hormigón…para que no se escapara ni el más mínimo compás del infeliz que acabó su vida a lomos de una Rieju de 125 c.c.

En el número 31 vivía “el de los muertos”…cada mes recorría el pueblo recordándonos la fugacidad de la vida y la obligación de pagar la cuota del Ocaso.  Para nosotros, niños, “pagar el Ocaso” fue la primera figura poética. El pionero, con el recuerdo de la brevedad de la vida, dejaba caer proposiciones sicalípticas.  Sólo cuando  cambió el adjetivo recogió algunos frutos.
El primogénito heredó el metro cincuenta, la propensión priápica (¿) y el talonario de los cupones. Se cambió al número 17 y la casa antigua la vendió a una familia magrebí.
Dueño del  moderno tanatorio (detrás de la casa número 25), donde acaban de velar a la hermosa margarita… ¡la fascista!

El 17 no era propiamente una casa, era una guarida de 2 x 6 al fondo de la cual, un remendón se entregaba con alegría a la tarea de resucitar zapatos. De su boca llena de clavitos salían verdades como puños: “Cada cual es cada quién”…”lo más seguro es que Quién sabe”…y sentencias por el estilo. Pasaba, inútil decirlo, por la cabeza pensante de la calle. Coleccionaba “La Codorniz” que dejaba, amontonadas, a disposición de los clientes y, si se me permite, de los flâneurs, que se paraban gustosos a cruzar profundidades con el oráculo. Un día desapareció y a los pocos días echaron abajo el cuchitril que estuvo como solar, rebosante de plantas de aceite de ricino, hasta que el primogénito del agente del Ocaso edificó sobre las huellas del cuchitril y el insospechado patio trasero, su hogar familiar.

En el 29 vivía una familia de polvoristas que nos compraba las pieles de naranja para hacer sus experimentos. Fueron famosos en toda la región gracias a la continuidad y seguridad de sus tracas de Candelaria. De vez en cuando surgían por las ventanas extraños fogonazos y un olor sulfuroso recorría la calle y volvía a introducirse por donde había salido…Aparte de esas glorias anotaremos en su haber el viaje del orinal de la familia. Fue un día de riada. El agua bajaba desde el río, entraba en las casa y se llevaba lo que buena o malamente podía. En su casa entró mansa, elevó la bacinilla y la sacó como un diminuto paso de semana santa…Llegó impasible, entre la admiración del vecindario hasta la punta de la calle, donde torció a la derecha y la perdimos de vista.
Con el tiempo montaron una gasolinera que, actualmente, conducen los vástagos más recientes.
La casa está cerrada. Por fuera no muestra los destrozos interiores.

La casa número 33 era un ventorrillo: vino, cerveza, gaseosa, coñá, anís  y caracoles, patatas asadas o michirones…Sin deseos de renovación o sin capacidad comercial, cerró en la época de los seiscientos, cuando el “desarrollismo”. Mi padre se vio obligado a excursiones un poco más largas pero igualmente productivas.

Más allá y más acá (de la fila de los impares)… todo nebuloso. Sabía de una zapatería… de un bar de tapas modernas. Alguien a quien llamábamos “Go’hlà” (no sé cómo escribirlo) vivía en uno de los extremos. Pasaba más de medio año en Suiza y cada vez que volvía lo hacía con un coche diferente…todos deportivos, y, a veces, con mujeres. Lucía pantalones de cintura y cadera estrechas y pata de plantígrado. Bailaba a la última y gustaba de ciertas expresiones francesas que dejaba caer como colillas. Por mí, que era un niño, sentía cierto aprecio y, tengo para mí, que quería inculcarme el gusto por la aventura y el desprecio por estos miserables cincuenta números. No sé qué fue de él. Era alto y guapo (como todos los de la calle).
Para equilibrar la calle, en el otro extremo, vivía el “Tibiques”, albañil, alto como un ciprés…era el rival del “Go’hlà”…se ignoraban amablemente y rivalizaban en fanfarronadas y en simpatía… ¡guapo! (como todos los de la calle). De éste sé que murió de cirrosis.
De sus casas no sé qué se ha hecho.

El número 25, la nuestra, era todo una complicación. En la planta baja, una ruina de la que sacabas capazos de tierra cada mañana, vivía otro zapatero…el único feo de la calle…un Charles Laughton de belfo hipertrofiado y de una gordura deformada por horas y horas de banqueta. Todo olía a cuero y tinturas y se respiraba intranquilidad porque mi madre quería que se marcharan (eran de un pueblo vecino…tampoco echaron raíces) y él esgrimía sus derechos por escrito. A mi madre los escritos no le decían nada…sólo los gritos. Un día, cogió el yunque, las hormas y varios sacos de material y desapareció…dejándonos a deber varios meses de alquiler, lo que a mi madre sumió en la desesperación que compartió con toda la calle. La deuda no daría ni para tomarte un plato de michirones con una botella de vino…Pero así eran las cosas.
El piso de arriba, la parte noble (una habitación embaldosada y adornada con un tresillo esquelético) la ocupaba el practicante del pueblo. Nosotros, cuando estábamos, ocupábamos las otras tres habitaciones y la cocina. Respecto al váter estábamos a merced del zapatero. Te levantabas y te encontrabas con una fila de, sobre todo, mujeres, que iban a ponerse inyecciones o a saber qué. El practicante acabó en una silla de ruedas antes de echar raíces en el cementerio del pueblo.
Una vez en posesión de toda la casa vinieron los problemas. Pero como dios aprieta, pero no ahoga, le tocó la lotería a mi padre y, tras pegarle un suculento pellizco para sus aficiones, dejó algo para el arreglo: Se cegó el misterioso pozo. Se echó abajo la acogedora chimenea. Se igualaron hornacinas. Se sustituyeron las frágiles y delicadas puertas de cristaleras y se dejó todo a la altura de las exigencias  de los nacientes años 70.

Las impares daban por la parte de atrás a lo que llamábamos “el merancho”, un reguero de aguas turbias donde las cañas brotaban de un día para otro y las ratas anidaban por derecho propio. El campo de fútbol limitaba con esa franja dudosa. Para los enfrentamientos salíamos vestidos (los de los impares) a través de los cañaverales. Y ya empezábamos los partidos con más heridas que los visitantes al finalizar el encuentro.
La casa quedó vacía tras la muerte de la viuda y la dispersión de los descendientes. Está a la venta y ni dios se interesa por ella.

Frente al número 25, estaba el 26. Allí vivió y murió Margarita…La más joven y hermosa de las antiguas. Agotó y agostó su tiempo esperando no sé qué. Tampoco sé  lo que le unía a los de la casa 28… ¿lazos familiares?

Los del 28 tenían la única tienda del pueblo que tenía un verdadero escaparate que, incluso, se encendía por las noches. Vendían ropa; pero también regalos, juguetes…Entrabas y sonaba una campanilla delicada y daba gusto entrar por el sonido. La noche de reyes era el centro del pueblo: las mujeres salían con espadas de romano (de plástico)… con pistolas que disparaban un tapón… pistolas de agua…y  algunos juguetes más complicados que contenían mecanismos inalcanzables. Sus cuotas eran tan fijas como las del Ocaso.
Ambos conyugues perdieron la cabeza al mismo tiempo y todo se sumió en un caos que duró hasta que los hijos decidieron, antes de la ruina completa,  poner fin a la aventura comercial, derruir la casa y construir otra con portero eléctrico.

El 24 la ocupaba Rita y su marido (siempre pensé que era su padre). La señora Rita era modista y allí me refugiaba cuando mi madre no estaba en casa. Era una casa “señorial”, con espacios adecuados para cada quehacer. No como las otras en donde todo se hacía en cualquier sitio. Cuarto de coser…cuarto de estar…comedor…etc…etc…
El marido (¿) tendría, cuando yo tenía 4 ó 5 años, unos 90 años. Alto como un San Juan, delgado y huesudo como un junco. Tenía las manos enormes y la cabeza (cara incluida) parecía provenir directamente de la tumba (a donde volvería de un momento a otro). Leía, sentado en el portal de la casa 25, novelas de Marcial Lafuente Estefanía…una tras otra…y sus dedos de sarmiento se crispaban según la lógica del gatillo.  Sentado en el portal de la casa revivía de forma vívida los desiertos de Arizona, las peleas de Saloon y se limpiaba con el dorso de la mano cada vez que los personajes se pimplaban un lingotazo de güisqui.
Me daba miedo. Se rumoreaba no sé qué cosas de la guerra y que él había hecho no sé qué… A veces me contaba, con voz de ultratumba, cosas de cuando él era pequeño y de sus padres y de su abuelo…¡nunca de la guerra! Echemos cuentas: Era el año (pongamos) 1957…él tendría 90. Nacería en 1867 (pongamos)…su padre nacería en 1830 (pongamos)…Su abuelo, en 1800 (¡¡)
O sea que yo, si llegara a esa provecta edad y hablara con un niño de 5 años (sería el año 2035) podría contarle, de primera mano, cosas de 1800 (¡¡)…¡Bárbaro!...
La casa sigue siendo habitada por los descendientes: hija, separada de un chuleta devenido paralítico; nieto, sidótico y bisnieto, con pérdida de masa cerebral…¡Todo un repertorio de los males de nuestro tiempo!

La casa 22 era de la carnicera: morcillas, longaniza y mondongos…La carne más delicada era por encargo. Cuando había cordero lo colgaba en un garfio que para tal efecto había colocado a un lado de la puerta de entrada. Las tertulias en las noches de verano se hacían bajo sus efluvios alimenticios.
Una vez al año hacía matanza: los gritos del cochino empezaban el día anterior. Si alguien ha oído gritar premonitoriamente a un cerdo no lo olvida nunca. Se le inmovilizaba atándole los pies y las manos. Se le acostaba en un banco y sin preámbulos ni piedad, se le clavaba un estilete en la yugular. La sangre llegaba a la fachada de enfrente. Humeaba. Cuando se había recogido hasta la última gota, se chamuscaba. Se hervía agua y se le echaba por encima y se frotaba con piedra pómez para limpiarlo bien. Y después venía la verdadera carnicería. Se le colgaba por las patas en el garfio del cordero y se le sajaba el vientre con delicadez de cirujano. Sus interiores se precipitaban hacia el exterior con prisa, como empujándose. Se desechaban  y se procedía al despiece. Orejas, rabo, careta y algo de magro eran consumidos en el acto por la vecindad que ponía, por su parte, el pan y el vino.
El carnicero murió de triquinosis y su mujer mantuvo el negocio abierto hasta que su hija hubo crecido y tomado esposo. Aprovechó la ceremonia de la boda para echar el cierre. Los novios se hicieron una foto ante los restos de un cordero que no había dios que lo adquiriera. Sirvió para el consomé.
La casa está ocupada por otra familia de ecuatorianos, también de Jipijapa.

La número 30 la ocupaba la familia del “Bombas” y la 28 por la del “Rayos”… ¡Zona peligrosa!...El azar (¿) hizo que se juntaran en ese rincón dos meteoros complementarios, pero absolutamente incompatibles con el resto. El “Bombas” hijo sintió la tirada del nombre y engordó de forma grandiosa e incomprensible. El “Rayos”, hizo carrera en los cuerpos especiales de la Policía Nacional, de actuación rápida.

Más allá, casi en límite de lo desconocido, en el número 32, tenía tienda “La Francesa”, vendía de todo: un verdadero “ultramarinos”…antecesor de los supermercados. Fiaba según el estado de ánimo. Así que la desazón era continua. No sabías que día ibas a merendar o te quedarías a dos velas. Por lo demás, de francés ¡nada!...Quizás alguien de la familia hiciera la vendimia en Montpellier…También servían vasos de vino acompañados de sus buenas lonchas de morcón o caracolillos blancos. Cuando entrabas parecía que había granizado.

El verdadero bar era el número 34, ya haciendo esquina con otra calle.  Allí llegó el primer cargamento de güisqui y se sirvieron los primeros combinados. El “Caporro”, no fumaba, mascaba puros y los restos de la trituración caían en cualquier recipiente: “¡es canela!”, decía el muy bribón.
En Semana Santa, cuando se sacaban los santos por las calles y la gente se descolgaba desde los balcones con lamentos “a capella”, y mientras los municipales, con escobas empalmadas, intentaban apartar los cables de la luz para dejar paso al Crucificado (y evitar así que los porteadores quedaran chamuscados como los puros del “Caporro”) los portadores hacían tiempo, echándose al coleto una arroba de vino a cuenta de la cofradía. La continuación estaba llena de incertidumbre e interrumpida continuamente con “Uuuy”…”¡Cuidado!”…”¡Borrachos!
”¡Qué poco respeto!”…pero ganaba en dramatismo y en expresividad…Y las saetas se clavaba de verdad en los corazones de los moradores de la calle.

La casa número 18 era de una sólo planta, pequeña…descuidada…siempre con olor a moho. Era el local de la CNS. Había escupideras por todas partes. Allí se jugaba fuerte: Brisca a peseta la partida.  Y a la “Garrafina” a 10 céntimos el pase y a no sé cuanto la partida. De ahí salían ruidos secos como de bulerías de Jerez, pero con ritmo de pistoleros. En el patio crecía el aceite de ricino y un solitario palo santo (para guardar las apariencias). En la fachada, las caras en negativo de los innombrables. Allí se hizo el velatorio de mi abuelo y allí desfilé yo (de tres años) ante el cadáver y las sonrisas benevolentes de la trajeada, con chaquetas cruzadas, guardia de franco en pleno.
La casa fue adquirida por gente venida de los suburbios de Bucarest.

La 16 fue clave en el desarrollo del pueblo. Fue ejemplo a imitar (y se imitó). Derribaron una casa que siempre vi deshabitada y construyeron un edificio de planta baja y tres pisos…¡¡Los setenta!!...La planta baja…¡eso sí que era una tienda!...Fluorescentes…escaparates…espejos.
Chicas guapas que te atendían…
¡En fín!...la construcción de ese edificio dio la puntilla a la calle del Caudillo, ahora, Pérez Reverte, de Beniel. Murcia.

Tras la muerte de Margarita…¡La Fascista!...ya no queda nadie que recuerde los años de la guerra pasada y los años que siguieron.

19 de junio 2013











¡Va por vds.! Kubala. 17 de mayo.

  Tal día como hoy, del año 1927, nació el gran ¡¡Kubala!!
  ¡Alegría de mi infancia!...(quien me conoce sabe que en mi casa, alegrías…¡pocas!). Mi padre, tras sufrir las consecuencias de la derrota, llegó a formar parte de las fuerzas vivas desparramadas por las aldeas del país. Encargado de mantener, imponer, crear, milagrosear el orden que, por otra parte, se mantenía sólo, gracias (¿) a la falta absoluta de fuerza y de lo que los lacanianos llamarían “deseo”. 
     Bueno…alguna que otra paliza y ¡tan amigos!

     Como aquella que le metió el cabo Castillo a José Cascales por la sospecha sobre el paradero de una oveja. Es por tu bien, le decía. Y Cascales, sorbiendo la sangre que le brotaba de la boca, contestaba, sí, sí, ya lo sé. Y así, hasta que confesó ser un cuatrero despreciable. Tuvo que abandonar el pueblo. El cabo Castillo se encargó de hacer correr sus cualidades para la investigación de altura.
O aquel otro martirio, propio de agosto: atiborrar de bacalao en salazón a un pobre desgraciado y dejarlo a la solana en plena canícula, mientras el guardia “de puertas  bebía agua del botijo perlado, golpeando el agua contra los dientes, fabricando un arco iris que nada tenía de reconciliador.

     Pese a lo dicho…mi padre era del Barça (nosotros decíamos “del Barcelona” y “Barça” lo leíamos “Barca”…Así que “Barca 3, rival 0”), lo que, pasando por encima de la bondad natural de mi progenitor, le causó no pocos problemas e inquinas. Los dos barberos del pueblo, como si de una conspiración blanquista se tratara, eran del Atletic de Bilbao y usaban chapela incluso en verano (43 grados a la sombra). También ellos contarían y no pararían. Pero… ¡era diferente! (como siempre lo ha sido)…ellos eran exóticos “leones”; los “culés” (nombre que jamás oímos), sin embargo, eran traidores. Los del Madrid imponían la norma. Pese a que durante toda mi primera infancia, el Barca dominó las competiciones “nacionales”.

     Pues, ¡eso!... que Kubala fue la alegría de mi infancia. Jamás vi su rostro, ni su figura…sólo su caricatura dibujada en la cara de las cajas de cerillas (“toreros” le llamábamos nosotros). Regordete, pelo rizado y rubio y haciendo malabarismos con el balón (de costuras como espinazo de dinosaurio) pegado a la bota. Los “toreros” y las “bolas” (canicas) eran los trofeos para quienes ganaban en los absurdos juegos en los que nos embarcábamos.
     Buscábamos los “toreros” en el basurero…entre buches de pavo, tripas de cerdo, cartas de procedencias desconocidas, y, naturalmente, basuras de todo tipo. Con un palo, como profesionales de los desperdicios. Pero, allí, nadie desperdiciaba nada…así que lo que llegaba al basurero era…verdaderamente ¡la hez de la hez!

      Los atardeceres (y noches, en invierno) de los festivos, eran, por doquier, similares (que no iguales). Sacábamos las sillas (una mesita para la radio) a la calle; los niños… ¡en el suelo! Y se oía a Matías Prats (¿padre?, ¿abuelo?, ¿bisabuelo?)…contándote cualquier cosa...hasta que había un gol y, entonces, caíamos en que se trataba de un partido de fútbol. Como aquello de Gila cuando retransmitía simultáneamente una boda, un partido de fútbol y una corrida de toros. Acabada la retransmisión nos dedicábamos a buscar satélites, puntitos luminosos que se movían entre las estrellas de aquellos cielos tan profundos y límpidos… ¡Uno!... ¡He visto uno!...y todos mirábamos el dedo sucio del chivato. O a descubrir “salamanquesas” (¿), (esa especie de lagartija con ventosas en los dedos, que llamamos dragones…¡Si te caía una en la mano…¡te pelaba la piel!...) que apreciaban la luz. Y así hasta la hora de la sopa de aletría… ¡Con “cubitos”!

     La televisión alteró la situación. Lo primero que vimos en la tele fue la final de la recopa de Europa entre el Atlético de Madrid y la Florentina. Ganó el Atlético por 3 a 0 con goles de Jones, Mendoza y Peiró. Fue en septiembre del 62 y yo no había cumplido los diez años. Mi padre, que estaba en la barra del bar pimplándose un vaso de coñá, nos pagó una fanta de naranja. Nos pusieron la botella y dos pajitas de auténtico cereal.    Media hora antes estábamos todos sentados frente a una caja extraña, ovalada, verde infierno, en la que bajaban a un ritmo incomprensible unas líneas negras que anunciaban, decían, las verdaderas imágenes. Cuando aparecieron, algunos se santiguaron y escupieron al suelo ahuyentando los malos espíritus. Otros, que sabían de qué iba la cosa, miraban con cara de entendidos y gestos tranquilizadores.
     Tener una televisión propia fue tan emocionante como para Virginia Wolf tener una habitación propia. El primero fue el cabo Castillo. A mí me llegó junto con el acné.

     Kubala era, para mí, como Coppi…un símbolo de ¡yo que sé!...Los dos eran el paraguas de mi infancia.   No podía hablarse de modelos, de acicates, de estímulos, de ideales… ¡esas cosas no existían!...eran ¡Kubala y Coppi!...pronunciados con rabia, como si con ello produjeras una alteración de las condiciones objetivas…Eran como agujeritos por donde entraba luz al saco negro en el que se desenvolvía todo.

     Kubala éramos todos (¡los del Barca!)…la coge Kubala…avanza…chuta….¡¡¡gol!!!

     Y junto a Kubala: Kocsis, Evaristo, Suárez y Czibor (Vila, Villaverde)…Se inauguraba el Camp Nou…La de Serrat era la inmediatamente anterior (la de Las Corts).

     El equipo de mi pueblo jugaba en alguna categoría (¡eso seguro!) porque venían equipos de pueblos vecinos e, incluso, de bastantes kilómetros a la redonda.  Decir que el campo era de tierra es, simplemente mentir. Era una especie de cantera de áridos para la construcción, en la que se hubiera, cuidadosamente, colocado las piedras con sus aristas más afiladas hacia arriba. Los pocos goles que marcaba el equipo local se celebraban (trompeta y tambor) con aquella melodía tan de la época: 
“Ay qué tío, Ay qué tío…
Qué golazo c’a metió”.

     Y con gaseosas “la flor de Murcia”…refrescadas en grandes cubos con hielo…Aún recuerdo el sonido Psssssssf…¡los niños nos bebíamos los culitos!

      O, a veces, se abrían los cielos y las jerarquías aladas cantaban, a 9 voces, la belleza del gol local que anulaba los infinitos que nos marcaban.
     Los infinitos que nos marcaban (el portero tenía un brazo impedido y, por eso, se había sacado de la manga (¿) un remate de codo…que fue famoso en toda la comarca…¡Y algo más allá!...pero que nunca alcanzó, además, la eficacia) se ignoraban o, como mucho, se anotaban con indiferencia en el marcador “visitante”.
     El equipo se alimentaba de la cantera. Por las tardes nos juntábamos en el campo de áridos, esperando inquietos la llegada del propietario del balón: lo llamábamos "entreno"… ¿hay entreno?
     Nos dividiamos en dos grupos y comenzábamos una carrera sin cuartel ni finalidad. Nos invadía una obsesión: golpear el balón...¡en la dirección que fuera! Los únicos que lo tenían algo claro eran los guardametas.
     Mi hermano mayor (salido, como es natural, de la cantera) tuvo la desgracia de ser cancerbero durante una temporada (¿)…¡de récord Guinnes! Recuerdo el día que llegó el equipo de jugar contra el Molina del Segura: ¡22 a 1!…mi hermano jugó (¿) media parte y le metieron 18…¡Eran tiempos más fecundos! Bajaban del autobús como gotas de aceite cuando ya no queda aceite en la botella: rezagándose, indecisos, temblando…
     Cuando el pueblo se enteró del resultado, pasada la conmoción, se les invitó a unos quintos, entre palmadas de ánimo en la espalda y cánticos de resistencia y odio vecinal.
     Por la noche en el cine, era domingo, el héroe que había sido capaz de batir la portería contraria, entró ranqueante por entre las filas de butacas y a voz en grito:
   --¡Me duele tor cuerpo der golazo que he metío!
     Le siguió un aplauso atronador…y mi hermano, la víctima, que era, además, el que echaba el cine…paró la película para dar tiempo a que la gloria (se condensara y) fuera asimilada y ¡no se olvidara en toda nuestras vidas!

     Hablo de Fortuna (Murcia)…Imagínese Vd...¡ Malpartida de abajo!

     Y hablando de cine y tal… ¿recuerdan vds. “Los héroes escogen (¿prefieren? la paz”…aquella película que contaba la evasión de Kubala de Hungría y las peripecias hasta llegar a la España franquista?...Kubala se interpretaba a sí mismo. Que, además, fuera un arma propagandista…me enteré después. Entonces sólo tenía ojos para ¡¡Kubala!!...

     Bueno pues, como mi hermano, como he dicho, echaba el cine, me hice con un cartel (de los de antes) de la película y con un montón de fotogramas (filminas) que las mirábamos a través de aquellos aparatos en forma de pirámide truncada…que tenían una pequeña lente de aumento en el vértice (truncado) y una ranura en la base, por donde metías la filmina y la veías más grande y como incorporada a ti…

     Era la envidia de todos…

     Yo, naturalmente tenía muchas filminas… ¡de todo tipo! (…esa es otra historia…). El cartel lo desplegaba de vez en cuando…En mi casa no había pared para carteles. El escaso estaba ocupado por la abuela y por una fotografía  de mi madre, a la que alguien había desfigurado los labios, con un dedo húmedo...¡Así eran entonces las fotografías!...Toda mi primera infancia con ese rasgo despectivo…que mi madre, sin esfuerzo, conseguiría adquirir... ¿y el día de la boda? preguntarán vds…. ¿por qué no lo colgó vd. en su habitación?... ¡les ahorro la respuesta!
     Todos los carteles, prospectos, láminas, tebeos…
fueron destruidos por mi madre en un "auto de fe"...coincidiendo con la llegada de los misioneros, enviados a recristianizar la zona.

     Cuando ya mayor, fui a Barcelona, lo primero que hice fue visitar y pimplar en “La Bohemia”, de la calle Lancaster (otro mito de mi infancia). No sé si en la película aparecía, o no, la desgraciada bodega… ¡creo que sí!...En todo caso fue mi primera visita… ¡La Sagrada Familia aún no la he visitado!

     Maldigo a quien decidió el derribo de “La Bohemia” y arrojó al paro a los integrantes de esa cooperativa ejemplar y edificante: ¡Honor al tanguero!... ¡al "tomatero de Orihuela"!--- ¡al maestro!...a todos los que nos hicieron pasar momentos tan ajenos a la asepsia que nos invade.
     ¡¡Gracias Kubala!...! Por tí… y por darme la escusa para recordar lo recordado.




¡Va por vds…y por mi padre!



Era una mañana de un hermoso día de comienzos de primavera (como en las novelas de Schnitzler)…y cuando digo hermoso, digo “hermoso”. Pero la hermosura de Fortuna no es la de Viena. Hermosura a secas…no había nada hermoso…había “hermosura” ¡a secas!...luz, transparencia y un vientecillo fresco, residuo del frío ventarrón nocturno.

La “pareja” de la “benemérita” se aparejaba para su tradicional salida…A poner orden en un cosmos que ya empezaba a dislocarse: habían robado alguna cabra, y se comentaba que los cuatreros rondaban por La Garapacha. Por tanto era una salida acostumbrada, pero cargada de una gran responsabilidad y de expectativas casi insólitas. La pareja recorría (ese era el mandato) los desiertos y los mantenía a raya, no sólo de forma panorámica…escudriñaban a fondo cuando olían unas tajadas de tocino o el agrio olor del vino viejo… ¡no digamos ya del nuevo!











Era la época de las “parejas a caballo”, después vendría la bicicleta y por último el motor de diferentes tiempos (y espacios).

Habían tres caballos: dos bermejos y uno como la pez. Al tercero le llamábamos, con una consecuencia a medias, “Renato, el Negro”, y tenía todas las cualidades del enredador caballo platónico capaz de arrancar el alma de su eje…y arrojarla al lodazal de este mundo lleno de ladrones de rumiantes; además de algo que, en un humano, llamaríamos “humor”…sentido de lo cómico:
Un día apareció subido (¡¡) en su pesebre…y había evacuado en el comedero de uno de sus vecinos.
En otra ocasión se zampó todas los matojos que con esfuerzo (ingrato) habían conseguido crecer en los cuatro esquinitas del patio comunal…¡Eran verdes y fue una lástima!
Su hazaña más memorable, y por la cual todavía se le recordaba años después de su desaparición, fue su irrupción en medio de la celebración de la santa patrona del Cuerpo: La Virgen del Pilar. Lo discutimos en grupo y lo reflexionamos en privado y no conseguimos una explicación que reuniera un mínimo de consenso. El cuadrúpedo se lanzó a por las papas fritas y cuando acabó con ellas fue a por los platos de mejillones en escabeche, después bebió agua, plagada de sanguijuelas, del lavadero y se retiró a sus aposentos. ¡Así era “el Negro”!


 
  







A su favor, a más, la entrañable amistad que forjó con el pobre cerdo familiar…¡aquel que se estancó en los 22 kilos y 200 gramos!

Cuento lo contado para que no crean vds. que mi padre era un jinete inexperto.

Y, ahora, que mi padre ya no existe en el reino de los vivos (¿) no creo que le importe que recuerde (por mi bien) y que añada invención (también por mi bien): algunas escenas que intentan introducir algo de humor y de ternura en una vida en la que no abundó ni lo uno ni lo otro. Por lo demás, la afición de mi padre a la “Nuestra Señora de las vides” y su pertenencia a la “Cofradía de la Uva”, le dieron las cualidades por las cuales fue apreciado, es más, querido, por todos aquellos que lo conocieron. La medida de la estima que se le profesaba la da el hecho de que, desde un corte de pelo a unas costillas de cordero han sido cargadas a su cuenta.

Ambos, mi padre y el caballo, eran conflictivos; por tal motivo el cabo los había unido de forma indisoluble. El caballo hacía como que obedecía a su “dueño” putativo, pero de vez en cuando dejaba ir su innato sentido del humor…a costa del ridículo y del escarnio de mi progenitor. Mi padre lo entendía e incluso se reía por lo bajini…¡Los demás, NO! Lo que para mi padre era una broma animal, para los demás era efecto inapelable de “la coñá”.

Aquella mañana mi padre formaba parte de la “pareja”. Desde la cama vi sus preparativos: antes de ponerse los pantalones abrió con sigilo (“sigilo” no es una palabra adecuada. Era como la definición del movimiento de Duns Scoto: una continuidad de momentos de absoluta inmovilidad) el armario, sacó una botella de Terry y se pegó dos lingotazos de aquí te espero: Con el primero pareció morir, se retorció como un tornillo y con el segundo recuperó la normalidad.
Al constatar que no llegaba ninguna imprecación desde los nueve metros cuadrados de la madre, se pegó un tercero que le erizó los pelos del lomo.

Se puso los pantalones, la camisa, la guerrera (el único conflicto que generaba era hacer coincidir los botones), los calcetines, las botas y la caña. Cuando estuvo, se volvió a amorrar al Terry.  Cogió del perchero el tricornio de combate, el colonial, aquel forrado de tela verde y con una especie de velo que protegía el pescuezo de un golpe de calor que te reventara la yugular. Descolgó el “mausser”, apuntó a la foto de la boda…corrigió la mirilla, se puso el correaje con la munición y repitió de aguardiente. Y así, de esa guisa, descorrió la cortina que separaba los nueve metros cuadrados de dormitorio de los nueve de la cocina y procurando no despertar a la mujer, se expuso valiente y temerariamente al sol de aquella radiante mañana del “hermoso día de comienzos de primavera”: Dispuesto a defender el “estatus quo” de la contorná. 


No pudo evitar hacer la contraseña de la orden eremítica consagrada al asco y extrañeza del mundo: hacer de la mano visera, torcer el morro y mostrar la encía superior…con fiereza y resignación.

Ya oía yo los pasos acompasados de la caballería…y veía las sombras invertidas en la pared. Me vestí y corrí a ver cómo mi padre desparecería entre el polvo del desierto cual jinete solitario o como mi héroe: Kid Carson…!sin ir más lejos!

Estas salidas se ajustaban a una rigurosa “hoja de ruta” que era entregada a cualquiera menos a mi padre. Mi padre era el absoluto segundo. En la hoja se especificaba dónde y cuándo comer, cenar, dormir y qué caminos habría que poner bajo vigilancia. La Guardia Civil tenía las puertas abiertas. Para ella y sus monturas: bajo pena. Por ejemplo:
Primer día:
1.      Llegar por el camino de “Las Casicas” hasta la cueva del “Tío Juan el de las Perdices”. Comida.
2.      Continuar hasta “La Garapacha”, por el camino “X” y pernoctar en el cortijo de “Y”. Cenar y dormir
3.       (...)
Los anfitriones tenían que firmar la hoja, lo que constituía un testimonio legal.

Normalmente duraban dos o tres días. Si el peligro rondaba, podían prolongarse.

Mi padre, sin embargo, había ideado un método, no muy sagaz (todo hay que decirlo) pero que le dio resultado durante años: se instalaba en la primera casa, p.e. la casa del “Tío Juan” se hacía servir una arroba de vino y unas morcillas y enviaba al pequeño de la familia a recabar las firmas de los demás implicados en el plan. En esto mandaba mi padre, ¡el absoluto segundo!...el primero se dejaba llevar y se beneficiaba de la popularidad de mi progenitor y de su saber hacer.

“Renato” sabía el camino de memoria y mi padre volvía como un Rodrigo Díaz de Vivar cualquiera…inconsciente, pero venciendo a los enemigos de los ajeno que, al divisar su atravesada silueta, huían despavoridos. La brisa lo iba volviendo en sí. Llegaba, saludaba, entregaban (el primero) el parte y se lanzaba al catre como un pescador de esponjas.

Pues como decía: “era una mañana de un hermoso día de comienzos de primavera”. Mi padre había sacado la montura y yo le seguía a distancia.

Acarició las hirsutas crines del caballo, le magreó  la ijada derecha y le dio unas palmaditas en la mejilla. El caballo le miraba con mirada torva…¡y meditabunda!
Yo veía la escena a contraluz. Y mi padre me veía a plena luz del sol. Me sonrió con esa media sonrisa del medio oeste americano y …¡dio comienzo el espectáculo!

 










Espoleado por el “Espirituoso Santo”, colocó la bota derecha en el estribo, tomó impulso y levantó la izquierda por encima del lomo del animal y aún no había, la bota izquierda, alcanzado puerto, cuando la silla y toda la estructura resbaló bajo el vientre del caballo, quedando mi padre en una posición sumamente ridícula , a más de peligrosa. La silla adornaba el abdomen de “El Negro” y mi padre lo cabalgaba cabeza abajo…como un extravagante “Barón de Münchhausen”. Mientras giraba el mundo, el tricornio colonial  voló como venenosa mariposa amazónica y fue a aterrizar unos metros más hacia el futuro…allí donde mi padre nunca llegaría.

Yo contemplaba la escena inmovilizado por el bochorno y el amor herido. Todo ocurrió en unos segundos, pero para mí pasaron siglos…cayó con la lentitud de los desconocidos copos de nieve…los presentes abrían la boca y, a intervalos de eones, sonaban unos JA……JA…..JA….que sonaban como campanadas “a muerto”.

El polvo, dorado por el contraluz, dotaba a la escena de una magnificencia inadecuada: Como la purpurina que cae sobre nuestras cabezas en los bailes de la última noche del año.

Renato, el Negro”, a quien el accidente había pillado de sorpresa…(¡su “jugada”, sin duda, era otra!) lamía con lengua de verónica la cara polvorienta y aterrada de mi padre. Él no había sido el responsable de no sujetar debidamente los arreos.

Y como las desgracias nunca vienen solas…la cosa continuó del siguiente modo: Mi padre pudo ser rescatado de debajo del vientre de la bestia. Se “espolsó”. Fue, en zig-zag, adonde el tricornio. Se lo encasquetó, pasándose la tirilla por la sotabarba. Volvió. Enderezó y ajustó la montura. Acarició lloroso las mejillas del jamelgo y volvió a intentarlo.

Introdujo decidido, esta vez la bota izquierda en el estribo izquierdo, alzó la derecha y justo cuando andaba por el ecuador, el rocín se enderezó sobre las patas traseras. Mi padre acortó el “bocado”…pero el jaco tenía ganas de continuar la diversión (que él no había empezado)…y como esas figuras que se balancean dirigidas por su centro de gravedad, “el Negro” se dejó caer hacia adelante y lanzó varias coces con las patas traseras. El descolocado jinete, soltó las bridas y se agarró con desespero al cuello del penco, después a las hirsutas crines…y finalmente al aire (como Eurídice): cerró los puños y, así, con ese gesto iracundo, salió volando por encima de la cabeza del cuadrúpedo. Parecía un profeta maldiciendo el futuro y lanzándose con decisión contra la dura pared del presente. La capa, de paño zamorano, se agitó pesadamente, y proyectó sobre el suelo despavorido una sombra agitada de murciélago.

El caballo no se ensañó; se limitó a mirarlo y a mover la cola…con la pezuña derecha golpeaba rítmicamente el polvo.

Yo desaparecí… antes de que mi padre intentara cruzar una lastimera mirada.

Esto ocurría en la  época de los caballos”…después vino la de las motocicletas.

A mi padre le tocó una “Guzzi” roja, delgada como mantis religiosa y con la palanquita de las marchas soldadas a la parte derecha del depósito del combustible. El primer día que la cogió, contra la opinión (“opinión” no es la palabra exacta: “negro presagio”) de la madre, ya tuvimos otra muestra del poder del “Espirituoso”.

Para afrontar el desafío, mi padre se había reconfortado con unos vasos de coñá. Y, en efecto, bajo el efecto del destilado, la bravura del cabeza de familia se multiplicaba por varios enteros.

Sacó el velocípedo a la calle, lo enderezó sobre el caballete (¡¡), lo miró y lo remiró…¡le quitó el polvo! Y echó una mirada satisfecha a lo largo del callejón: ¡nadie lo veía!...Sólo yo…desde detrás de la persiana de la habitación que daba a la calle.

Bueno….arrancó la moto y desapareció.

Lo trajeron en un sidecar, la cara desollada, el uniforme hecho jirones y el tricornio  deconstruido sobre las rodillas. Mi madre (su mujer) lo miró y lo remiró…hizo la mueca característica.

--Si YA lo decía yo!  ¡Cualquier día me quedo viuda!

Pasarían algunos años hasta que se cumpliera la profecía.