viernes, 13 de febrero de 2015

CAPILA






Lo más parecido a las Euménides, desatada su furia, era cuando las madres, a las cinco en punto de la tarde, aparecían, primero, como un ideal punto geométrico…y después, al galope, como  bolo de polvo apache y desordenado del que sobresalían zapatillas, bastones, palos de escoba, raseras y otros útiles mortíferos. Tenía la vibración sahariana. La bola rodaba cuesta abajo como un alud desubicado y fuera de control. Era la masa madre. Cuando veíamos el grumo volábamos como crepitante plaga de langostas. Nuestro baño, en Capila, mítica balsa reptílica, acababa siempre de esa manera abrupta.  La balsa de agua salobre no tenía más de cincuenta centímetros de profundidad…llena de juncos, de culebras y de libélulas…las ranas habían sido devoradas por las culebras. Aquello era, en realidad, un espejismo. Pues en Fortuna, como ya saben Vds. el agua era una idea… o el reflejo de una idea. Nos bañábamos en un espejismo. Nuestras madres, sin embargo, eran reales.

     Mi hermano se lanzó de cabeza y el agua se tiñó de rojo como en Egipto. Quedó boca abajo y por poco no sorbe toda el agua. Lo sacamos y le apretamos el estómago para que devolviera el caudal y poder continuar el baño.

     La bola negra avanzaba chillando como un enjambre de víboras, con más peligro, sin embargo. Mi madre, normalmente, encabezaba la masa. Enarbolaba un rodillo de amasar, más propio de suegra que de madre amorosa, mostrando  de lo que sería capaz en el futuro.

     ¿Han visto Vds. la cabeza de Medusa?... ¡Peor!  Te helaba la sangre en pleno mes de agosto. Te paralizaba como una viuda negra. El esfuerzo que hacíamos por salir de la catatonia inducida era tremendo. Las piernas se negaban a correr…Nos mirábamos sin saber qué decirnos… hasta que a alguien las piernas le empezaban a funcionar…y todos le seguíamos. En ese momento de estampida no había argumentos posibles. La razón chocaba contra el muro materno. Así, que optábamos por la huida y ya, fuera de alcance, trenzábamos versiones e, incluso, mentiras (¡¡)… ¡yo no estaba!...¡estaba pero no me bañé!...Pero…¡si es un “espejismo”!

     La pánica espantada hacía que cada cual cogiera las prendas que encontraba más a mano y si su mano no se cerraba sobre ninguna… ¡pues ninguna! Y tenías que cruzar todo el pueblo desnudo como los abisinios y, para mayor deshonra, sin excusas de ningún tipo.

     Y todo por las cuatro horas reglamentarias de digestión. Lo que comíamos lo digeríamos en media hora: ¡la carne de caballo ya la envasaban a medio digerir!

     Cuando las madres ponían pie en tierra, circunvalaban el charco y volvían a la carga en sentido inverso…para llegar antes que los hijos y esperarlos con las armas dispuestas. Empezaban como bola de nieve negra y se iban convirtiendo en ideal punto geométrico…hasta que desaparecían por el horizonte.

     Las horas pasaban. La ola diaria de calor incendiaba los matojos…nosotros aguardábamos confiados en que el “fresco” (¿) del anochecer calmara los ardores guerreros de nuestras amas. Cada cual en su refugio, como eremitas…rezando abecedarios y tablas de multiplicar. En el otro extremo de la secuencia, las madres afilaban el palo de la escoba y afinaban la voz de cara al gran espectáculo vespertino.

     Sobre las 8’30 de la tarde el pueblo entero rugía.  Era el negativo de la época de las matanzas que discurría en invierno. ¡Me vas a matar a disgustos! ¡No sé qué del tifus!... ¡Acércame el palo de la escoba!...y cuando llegaba aquello de  ¡Si te ahogas, te mato! una explosión incontenible de risa y de lógica se expandía por las calles… y caía el telón.

     De vez en cuando los temores de las madres tomaban cuerpo y alguien aparecía ahogado…  ¡Pero no en Capila!

     Había otras balsas, igualmente inmundas: “Jota”, “las Pareticas”, “la de Cascales”, la de la “Casa Colorá”…  Eran balsas para los mayores.  Para que se ahogaran los mayores. Si intentabas hacer pie estabas perdido: un metro de cieno encofraba tus pies y ya no podías salir. Te sacaban con una polea….como al Cebolla: azul, hinchado y haciendo más evidente que nunca la mueca de asco que le había dejado un “mal aire”.

     Lo del “mal aire”, algunos lo interpretaban como “mal fario”.

     Sin ir más lejos, YO mismo estuve a punto de ser engullido por la masa cenagosa. Fue en una tórrida tarde de julio, en la “Casa Colorá”. Los perros de la casa me dieron un áspero aviso: uno de ellos, jaleado por el más pequeño, me mordió las corvas. El susto puso los garbanzos en el disparadero. Nos metimos mi hermano y yo. Él un nadador autosuficiente y yo una rémora. Fue entrar en aquel líquido espeso y los garbanzos dieron un vuelco. Habíamos comido potaje de acelgas. La cabeza comenzó a darme vueltas, el estómago se me encogió y empezaron a salir garbanzos por mi boca, como lava por el Etna. Me hundía sin remedio…y me ahogaba doblemente: no podía respirar ni fuera ni dentro del agua. Mi hermano me salvó de lo que hubiera sido un típico ahogamiento de verano: “¡Se hinchó a higos calientes y se tiró al agua!”. Por suerte no hubo testigos y el hecho no pudo convertirse en noticia: no se movió del sitio.

     No fue como aquella vez, cuando los paracaidistas se lanzaron en tropel sobre el desierto del Ajauque. Todo el pueblo en procesión acudimos al ensayo del apocalipsis. Los aviones atronaban y hacían sombra cual espesa manada de tordos. Del cielo caían (paracaidistas) a decenas, como cápsulas de opio. Resultó un éxito. Volvíamos de a tres comentando las incidencias (las impresiones, más bien). Y en esto que la abuela “Matafulas” me vio y lanzó un grito de plañidera de oficio que hizo girar en redondo un avión rezagado y elevarse al último paracaidista…que se perdió en la inmensidad de aquel cielo azul-plomo agitando las piernas de terror. Me abrazó. Me cubrió de besos con sabor a anís y me rasgó la cara de arriba abajo con sus cerdas, más afiladas  que cuchillas…  ¡Estaba vivo! ¡No me había caído encima una de esas gigantescas cápsulas de opio!...como estaba empezando a formularse. También salí vivo del abrazo.

     En este caso lo que no había ocurrido, se convirtió en noticia y se propalaba a la velocidad de la sombra. Por suerte llegué a mi casa antes que el “bulo”. Mi madre se ahorró aquello de: “Si te mueres, te mato”…y pudimos cenar en paz las acostumbradas patatas con ajo.




      Y había “bocaminas” de benéfica y templada agua (por la cual es famoso el pueblo en el mundo entero). Las “bocaminas” eran otra cosa. Brotaban en los sitios más insospechados: entre almendros, entre las uvas, en pleno desierto… Según te acercabas oías borbotar el agua espesa y perfumada. Veías el humo salir de la tierra.  En torno a esas grietas surgía una flora delicada y casi marina. Normalmente compartías el sitio con las abuelas que intentaban calmar sus dolores y la viveza de sus recuerdos. Te abrazaban, te lavaban…mientras te preguntaban ¿y tú de quién eres? Eran lugares atávicos; restos del reino de Pan; pedazos de Arcadia. Te frotaban la piel con romero y con salvia…

     Naturalmente han desaparecido todas. Si quieren Vds. baños termales, tendrán que acudir al Balneario y allí entrar en una relación comercial.

     Y hablando de agua y tal  ¿Recuerdan Vds. los “pilares”? Nosotros nos surtíamos del de Miguel Servet, al lado de la casa del “Boli”. Allí se concentraban los animales después del trabajo. Los caballos se revolcaban entre asfixiantes nubes de polvo. Los burros aceleraban el paso y metían pacíficos sus hocicos en aquellas aguas plagadas de avispas, tábanos y sanguijuelas. Las personas (mujeres y niños) hacíamos cola delante del grifo para recoger el agua necesaria.

     Un día Josefa “la de los pavicos” se presentó en la cola con sus dos cubos y el cántaro, más amarilla que el azafrán. No se encontraba bien… ¡era evidente! La dejamos pasar.

      ––¡Ay, he’manica he’mosa, gracia’h! Una no e’htá pa ná. Tengo a mi he’mana Rosa en la cama…más malica quel decil.

     Puso el primer cubo debajo del grifo y apretó…tanto, que se hizo encima. Fue un ruido de nubes desgarradas, de tormenta inusual y un olor a cieno mezclado con leguminosas, partiendo del punto de toma, se extendió hasta la casa del médico. Josefa se desplomó simulando una dolencia de las peores. Las mujeres le hicieron aire con sus faldas, y los niños nos sujetábamos el lugar donde debería haber estado el estómago… ¡de la risa! Josefa profundizó en su dolencia y decidió perder el sentido.

     Los alaridos alertaron al galeno. Se asomó a la ventana y recabó noticias. Todo apuntaba a una de las frecuentes lipotimias veraniegas. Salió, todavía llevaba la babilla en la comisura, y fue hacia el tumulto. Apartó a las mujeres para que corriera el aire y cuando corrió, una vaharada espesa lo detuvo en seco. La Josefa abrió un ojo y se lo guiñó al médico:

     ––¡Hala! ¡Llevadla a su casa y que descanse!

     Cuatro mujeres la cogieron por las extremidades y la condujeron a casa como un epitafio griego. Otra, detrás, llevaba los cubos, uno en cada mano y el cántaro, en la cabeza…en un ejercicio sobrenatural (que allí era natural) de equilibrio y de cotidiana solidaridad.

     Los niños seguíamos a lo nuestro que era coger avispas. Cuando había plaga (y entonces la había) nos las pagaban a cinco la perrica… ¡pero vivas!

     No sé si Vds. sabrán que hay avispas que no pican, que en vez de un aguijón duro y peligroso tienen dos tiernos hilos velludos e inofensivos; tienen, además, los ojillos verdes y, en general, son más peludas que las normales, que son como de cerámica. Se distinguen de lejos. Así que éstas eran las principales víctimas. Para completar el jornal, sacábamos las avispas ahogadas y las enterrábamos en la tierra caliente…pues bien: ¡al cabo de un cuarto de hora resucitaban!...por aquello de la respiración cutánea…Y entre unas y otras sacábamos una peseta o seis reales, que, excitados, gastábamos en el puesto de la “tía Peladilla”…




“CENIZO”



Lo que sigue me lo contó una amiga.

 “Mi padre, veterano de la quinta del biberón, llegó a encumbrarse en calidad de Catedrático de Griego Clásico en un Instituto de Enseñanza Media de una pequeña ciudad de provincias.

     Gracias a mi progenitor aquella ciudad ignorada, alcanzó gloria, fugaz pero intensa.  El espeso y abundante saber de mi padre, convertido en leyenda local, alcanzó el Centro y de allí se remitieron encargos de enjundia, impropios de una ciudad de tan poco realce. En realidad eran impropios, como verán, en cualquier espacio y tiempo.  Colegas de más dignidad académica le pedían consejo y gustaban de desentrañar con él los amplios y heterogéneos significados que se desprendían de una frase mínima. La opinión de mi padre, prevalecía.  Tardes enteras con un fragmento de Heráclito. Fines de semana de una quietud plomiza en torno al “Proemio” de Parménides.  Y yo oía un sonido como de frutos secos entrechocando.    Cuando alguien vislumbraba la salida del embrollo, gritaba: “¡Thalassa, Thalassa!” y cuando el embrollo quedaba resuelto, “¡Eureka!”…Eran como niños.

Uno de los encargos más disparatados fue enviarlo a Guinea Ecuatorial a examinar los conocimientos  de los niños de la colonia. Repito: enviarlo a Guinea Ecuatorial a recabar información sobre el conocimiento de los bachilleres de Santa Isabel (Malabo) en la isla de Bioko, acerca de una lengua muerta.  Aquello sonaría como el grito de un animal exótico. En aquellas selvas vivas, húmedas y lujuriosas el solo sonido de una lengua muerta apestaría en cuanto saliera de la boca y expandiría un tufo a lengua de ñu echada a perder. No una vez, sino dos. Dos veces tuvo, mi padre, que hacer las maletas y marchar a la selva con su cargamento de Jenofontes y Tucídides. La primera vez volvió con un casco de explorador, color crema, que yo confundí con un orinal. La segunda, con un loro: gris como la ceniza de la combustión de diferentes tipos de madera. Tenía reflejos negros y las plumas timoneras de un rojo sangre. Mi padre se presentó con su maleta en la izquierda y un bulto oval cubierto con un trapo en la derecha. Supe enseguida que se trataba de un pájaro. Estábamos acostumbrados al traslado de palomas y de perdices. No me imaginaba, sin embargo, que se trataba de un loro de 40 cm de altura y con un pico capaz de hacer regatas. Su nombre era “Cenizo” y su vocabulario, en dos lenguas, infinito. Hablaba en lengua materna y en lengua colonial Lo de “Cenizo” no sólo se refería a la evidencia, sino también a que, según las malas lenguas, había conseguido exterminar a dos generaciones. Dicen que exhalaba una rara enfermedad, mortal de necesidad. En realidad, no quiero entretenerme en el asunto, era su propia longevidad. Tenía, cuando entró por la puerta de nuestra casa, 65 años…Tiempo suficiente para haber visto morir a sus dos dueños anteriores que murieron del dengue. 

 

     Fue regalo de un mulato sobresaliente, agradecido por la distinción que mi padre le otorgó. Con esa donación se libró del maleficio, al tiempo que agasajaba a la autoridad.

     El loro llevaba escrita en la cara el desconsuelo (y la perfidia). De igual manera como aprendía palabras, aprendía expresiones. Llegó justo al comienzo de la temporada veraniega, cuando las reuniones de los “helenistas” se hacían más frecuentes y las discusiones más acaloradas. Colgamos la jaula de una rama baja de la higuera del patio y lo hicieron testigo de los ejercicios de hermenéutica. Cuando empezaba el otoño, añadió una tercera lengua a su bagaje. Recitaba el comienzo de la “Oración Fúnebre” y la discusión de los atenienses con los habitantes de Delos. Se adelantaba a todos con sus “Thalassa” y sus “Eurekas”. Diríase que perforaba con su pico los cerebros de los eruditos y alcanzaba sus (de ellos) presentimientos antes de que llegaran a ser formulados. A mí me cogió una gripe y a mi hermano la escarlatina. Mi padre empezó a dar crédito a lo de “Cenizo” y lo miraba con aprensión. El loro añadió la “aprensión” a sus ya dominadas, “perfidia” y “desconsuelo”.
 
     Pasó el tiempo, empaquetado en años. El círculo de “helenistas” menguó. “Cenizo” ensayó el “desconsuelo”; y el resto, haciendo de tripas corazón y como homenaje al muerto, redoblaron sus afanes. Mi padre aceptó, ya a la vejez (el loro había cumplido los 80), el encargo hecho por una editorial popular de traducir, de forma asequible, la “Ilíada”. Yo estaba en edad de formar familia y mi hermano había volado. Mi madre seguía atendiendo a los eruditos. Había empezado 1975.  La higuera seguía dando brevas en verano e higos en otoño. El loro vio bien la resolución de mi padre, pues la insistencia con Tucídides empezaba a pesarle como una losa sobre su natural curiosidad (a estas alturas, necesidad imperiosa de ampliar el radio de acción).

     Y se pusieron manos a la obra.

     Liberados de sus obligaciones académicas, dedicaban días enteros a los aqueos, a los troyanos y a toda la maraña divina que dirigía sus destinos. 

Ya desde el principio se puso de manifiesto el diferente sentido poético de los dos “helenistas” sobrevivientes. “La cólera canta, oh diosa, del Pélida Aquiles, maldita…” Fue mi padre quien propuso este brusco comienzo. Su colega le hizo notar la semejanza fonética entre “oh, diosa” y “odiosa” y dijo que podría confundir al lector sencillo y a sus hijos, que oirían de labios de sus padres el relato. Y propuso: “Canta, diosa, la cólera maldita del Pélida Aquiles…”. Mi padre argumentó la necesidad de que el texto empezara por “La cólera”, puesto que de esto trataba la cosa. Se trataba de “Cantar” la cólera de Aquiles…parecería lógico empezar por “Canta…”, argumentó el otro.  Y así, versículo tras versículo, pasó el 75 y las elecciones del 77, sin que hicieran mella en su férrea cerrazón al mundo exterior. “Cenizo” perdía las plumas, que caían, dando giros, sobre los papeles martirizados y volvió a hablar en su lengua original por efecto de una extraña amnesia anterógrada.

     Ya próximos al final del encargo, cuando los troyanos se afanan en acarrear la leña para la pira de Héctor, se enzarzaron en el 785: “Y al amanecer del décimo día, procedieron al sepelio del héroe Héctor llorando; colocaron el cadáver encima de la leña y prendieron fuego”. Mi padre no pudo soportar esa prosa tan alejada del aliento homérico. Había empezado el frío y se discutía en la cocina, arrimados a la mesa de camilla. Cada palabra brotaba envuelta en una espesa nube de vapor. El loro, ocupaba una silla, en calidad de oyente desentendido. ¡“Aurora” y no “amanecer”!  ¡“Audaz” y no “héroe”!  ¡“Pira” y no “leña”!... Fue tanta su agitación y su hartazgo que derribó de un mandoble la frágil mesa del brasero. Las brasas prendieron en la manta acrílica. El fuego saltó al mantel de algodón. Del algodón pasó a los papeles y de los papeles a las plumas resecas del loro, que, oyente desentendido, quedó reducido a cenizas. Así, en la misma pira que Héctor “el troyano”, acabó su existencia el loro “Cenizo”. Sus últimas palabras, pues fueron dos: “¡Thalassa¡ ¡Thalassa!” fueron incapaces de sofocar el incendio.

     Ese mismo día (1 de noviembre) alguien descubrió “Quirón”, el primer centauro de los muchos que circunvalan el sol entre las órbitas de Jupiter y Saturno. Al día siguiente una terrible tormenta, inusitada, se desplomó sobre Atenas causando la muerte de 38 personas. Los “helenistas” lo vivieron con aprensión. Y como la última perfidia del pájaro.





VIERNES SANTO



 Mi padre era un ser extraordinario, fuera de norma. El hecho de que fuera Guardia Civil, añade épica (y lírica) a esta afirmación.  Impuso la ley en los desiertos de Fortuna. Con sólo verlo, los enemigos hacían las paces, escondían las navajas (de la vecina Albacete)  y sacaban la botella de Jumilla. La coñá fue para mi padre como el vino dulce para el clero: un medio para producir el milagro. Calificar, y menos “tachar”, a mi padre de “borracho” es desconocer los tortuosos senderos por donde circula el odio, la bondad, el afecto o el respeto. Mi padre conocía perfectamente esos itinerarios de la pasión. Era, por otra parte, aficionado a las grandes liturgias: misas cantadas, misas de tres curas, canto gregoriano; acompañaba su afeitado diario con una improvisación en “canto llano”. Pasaba a contrapelo su navaja barbera por la base de la mandíbula,  al compás del “Dies irae, dies illa”. Una afición que apareció por generación espontánea. Mi madre, con ese gesto suyo, tan propio, le lanzaba desde la cocina: ¡Ya estás con tu “Gori…Gori”! ¡No esperes lujos cuando te mueras!

     Naturalmente también le gustaban los fastos de la Semana Santa. Había una cosa, sin embargo, con la que disentía: que cerraran los bares en fechas tan señaladas y ociosas. El “ayuno” le era indiferente (él tenía la desordenada y frugal forma de comer de los alcohólicos) y la “abstinencia”, obligada. Pero no poder apoyar el codo el mármol de Crevillente, ni poder departir con los parroquianos sobre el significado teológico de esos “fastos”, era algo que añadía un poco de angostura a lo que, de lo contrario, hubieran sido unas vacaciones pagadas.

     El viernes es un día infausto. Hay más “viernes negros” que “domingos sangrientos”. Y de entre todos los “viernes negros”, aquel Viernes Santo de 1959, 27 de marzo, fue el más negro.

    En la época del nacionalcatolicismo las fuerzas armadas y la iglesia constituían una unidad indisoluble. Así que era inconcebible una Semana Santa sin la presencia de la “benemérita”. Su aportación más importante era escoltar el “Santo Entierro”.



 Mi padre había votado en contra de que la escolta se hiciera a caballo. Aún estaba en carne viva la broma de “Renato”. Todos, menos Bermejo, fueron de ese parecer. Esa fue la única votación que mi padre ganó en toda su vida.

     Los seis guardias civiles tenían algo que hacer. El cabo, ocioso es decirlo, formaba parte de la fila de las fuerzas vivas, entre las cuales intentaba colarse el barbero (el del “Atlético de Bilbao”). La tropa se repartía de la siguiente guisa: 4 guarneciendo el sepulcro; 1 delante, abriendo paso y otro, detrás, a rebufo. A mi padre le tocó abrir paso.  Toda la semana estuvo sacando brillo a los correajes amarillos, de gala, y al tricornio vellutino-cuello de caballo. El tricornio portaba una flor amarilla como de calabacín.
     Mi padre estuvo contento con el reparto. El año anterior le había tocado el vértice trasero izquierdo y pasó desapercibido. A las 9’30 de la noche, desde la iglesia, saldría el cortejo. A las 9 y cuarto salieron los seis en formación: 1-4-1 depositando su confianza en el castillo de proa. Parecían una constelación mortecina en expansión. Portaban el mosquetón con la bayoneta calada, colgado al hombro y apuntando al centro de la tierra. Allí no había nada marcial. Era un arrastrarse rural, rústico, puro fatalismo y desánimo. La noche había caído y el silencio era obligado. A lo lejos se oía el ruido de las cadenas de los penitentes. Esa especie de osa menor con la estrella polar paterna al frente, se dirigía con dificultad a la iglesia parroquial desde donde saldría el “Entierro”. Un trono impresionante: un ataúd de cristal rodeado de campánulas temblorosas y dentro “el muerto”. Era movido por 18 penitentes (seis por “anda”) a los que se sumaban seis niños que colocaban las “muletas” en los descansos. Si faltaban penitentes ya se encargaba el cabo de enviar  algún “voluntario”.

     Toda una complicación para aquellas estrechas calles de Fortuna.

     La noche del viernes todos los cofrades se unían formando un solo grupo. Vestían de negro teléfono y llevaban un farol. Los faroles iban unidos por un cordón que formaba preciosas catenarias. Marchaban en doble fila y en medio iba el catafalco. 
A las 9’20, la constelación echó de menos un trago. Todos los bares estaban cerrados. A las 9’23, ya a punto de entrar en la zona de influencia del “cadáver”, echaron en falta otro. Mi padre, dicen, se compadeció y sacó una petaca de Terry. Llevaba 4, una en cada bolsillo de la guerrera.

     Llegaron y el tambor se puso a marcar el ritmo. El cabo ordenó un ritmo más lento y solemne. Todos empezaron a balancearse como una llama lenta y espesa. trran, trrran, ratatrán ….trran, trrran, Tranratrrratrán… El catafalco seguía el ritmo de esa ola. Espera tensa. Las filas de nazarenos se fueron formando y dentro de esas oscuras orillas, las fuerzas vivas se desplegaron como un verso de Pemán. Después, abriendo paso a la mole que era flanqueada por cuatro números, venía mi padre, y cerrando la composición el guardia Bermejo. Detrás, a varios metros de distancia, descalzos y encadenados, iban los penitentes y los agradecidos; los tullidos con esperanzas y los asesinos “in pectore” (luchando a brazo tendido contra sus tendencias). Mujeres con hábitos morados y cíngulos amarillos arrastraban cadenas y el ruido era un digno contrapunto al trran, trrran, ratatrán… trran, trrran, Tranratrrratrán. Los “espectadores” abarrotaban las aceras. La noche del viernes no se daban caramelos, ni habas, ni huevos cocidos… ¡no se daba nada! No se cantaban saetas ni había nada que pudiera apartar a la feligresía de la contemplación doliente del “muerto”.
     La luna estaba en fase de plenilunio. Todo un juego de sombras: fijas y frías; móviles y cálidas. Se dio la orden y la procesión se puso en marcha. El tambor, el ruido de las cadenas, el sonido áspero de los pasos sobre el suelo, el balanceo, alguna tos.

27 de marzo de 1959. Empezaba la tragicomedia.

     Mi padre había cedido las petacas al costalero mayor, el que ordenaba parar y seguir. A cada parada mi padre se lanzaba solícito en auxilio de los esforzados y, a escondidas, se amorraba a la petaca. Desplegó todo un repertorio de gestos y disimulos. Aún, el féretro, no había doblado por la calle de San José y mi padre ya andaba, habiendo roto la armoniosa constelación, como un cometa descontrolado. Incapaz de seguir el ritmo ni, menos, la línea recta, daba tumbos, rechazado por los flancos, como una pieza de aquel antiguo juego del “Tennis for Two”, anterior, incluso, al “Tetris”.

     La bayoneta echaba chispas cada vez que rozaba alguna piedra del suelo. Las paradas seguían según el orden estipulado y mi padre, cada vez más solícito, se arrodillaba para atarse una bota y se pegaba un lingotazo de aquí te espero o se acercaba al hombro del cofrade mayor como para hacer una sugerencia y se pimplaba un trago de padre y muy señor mío. Mi padre había, definitivamente, perdido el norte y conducía el túmulo como si descendiera por “aguas bravas”. La comitiva enfiló San Judas Tadeo; salió victoriosa de San Judas y entró tambaleándose en la carretera de Abanilla. Era territorio paterno. Por aquí se enseñoreaba la taberna “El Zorro”, de la cual mi padre era el cliente más distinguido y honorable.

     Mi padre empezaba ya a hacer el “paso de la oca”, levantando oleadas de admiración y rechifla. Y es que mi padre, cuando estaba en su punto, con sólo existir, era una demostración ostensiva del ridículo metafísico del mundo. El “verso” de las fuerzas vivas perdía la perfecta distribución de los acentos y la correcta colocación de las sílabas largas y breves.

     Y como todo lo que puede empeorar, empeora, una voz salida de la anónima oscuridad que envolvía el cortejo, pero, sin duda, perteneciente a la congregación de “El Zorro”, lanzó un ¡”Viva el guardia Herrero!” que hizo detenerse en seco la riada de los devotos. El cabo echó mano a la cartuchera. El cura párroco, detuvo, con su mano pequeña y carnosa, la mano decidida de la autoridad. Mi padre, riendo por lo bajini, quiso corresponder y fijando decidido la pierna izquierda, giró, grácil, la derecha sobre ese eje. Conservó, como es natural, el movimiento de vaivén. Así que, podría decirse, giró como gira la tierra en torno a sí misma, con un movimiento complejo que incluyó algo parecido al “Bamboleo de Chandler”. De tanta complejidad resultó que la bayoneta se clavó en el suelo y mi padre no pudo concluir la pirueta. La pierna derecha se enroscó, como la hiedra, en la pierna  izquierda y ambas sobre el mosquetón de madera de ciprés. Seguía sonriendo cuando cayó espiralmente.

     En su desplome, arrastró tras de sí la catenaria de su izquierda. Los faroles de toda la fila sufrieron las consecuencias y los portadores, en su afán por sujetarlos, acabaron, unos sí otros no, rodando por el suelo cogidos a las luminarias. Las velas prendieron las tulipas y un incendio lineal se declaró en el flanco izquierdo.

     El costalero mayor acudió en auxilio de mi padre, que se amorró, con las escasas pero decididas fuerzas que le quedaban, a la petaca, dispuesto a no separarse nunca jamás de ella.
     Naturalmente yo llevaba una de las “muletas” y lo vi todo. Vi como a mi padre le sangraba la cabeza y la pierna derecha que, en la caída, había tropezado con la afilada bayoneta. Mi progenitor, caliente como iba y aturdido por el fragor de los acontecimientos no se daba cuenta del destrozo.

Alguien señaló con el dedo el pequeño río de sangre. Acudió el cura. El cabo miraba desde lejos deseando que se desangrara de una vez. Entre el costalero mayor, el cura y algunos “voluntarios”, elevaron el cuerpo de mi padre (parecía un Caravaggio. Aunque visto desde mi perspectiva más parecía un Mantegna) y, tras un momento de desconcierto, lo depositaron sobre la tapa de cristal del “Entierro”. El primer “muerto” parecía incómodo.

     Fue un momento de gloria: mi padre yacente, rodeado de campánulas prendidas, y siendo conducido entre una muchedumbre confusa. La procesión siguió al ritmo, algo más acelerado, implacable del tambor.  En la calle de La Piedad aquello era tumulto, más que procesión.
     “La Cama”, precedida, ahora por el guardia Bermejo, que había dejado su puesto vacante, enfilaba hacia la ermita de San Antón.  El Céfiro y la luna se concentraron en la cabeza de mi padre, que parecía un verdadero mártir, sonriendo ante la inminencia del paraíso. Aquella noche mi padre eclipsó al Redentor.

     En San Antón ya esperaba el practicante con la inyección del tétano. Lo bajaron del túmulo y lo tendieron sobre un banco de la ermita. Le rasgaron la pernera izquierda. Cuando se dieron cuenta del error le rasgaron también la derecha, y le vendaron la cabeza. Lo llevaron en volandas al cuartel.  Fue como un entierro musulmán. Más parecía una momia, recién descubierta, del Imperio Medio que un accidentado laboral. Mi madre, cuando lo vio entrar, elevó el labio para dibujar ese gesto tan suyo, y volvió a decir aquello de: “¡Ayyyy! ¡Cualquier día me dejas viuda!”.

     Al día siguiente, el hijo del “Zorro” trajo a casa el mosquetón con la bayoneta torcida y el primoroso y aterciopelado tricornio de gala. Faltaba la hoja de calabacín.