Lo más parecido a las Euménides, desatada su furia, era cuando
las madres, a las cinco en punto de la tarde, aparecían, primero, como un ideal
punto geométrico…y después, al galope, como
bolo de polvo apache y desordenado del que sobresalían zapatillas,
bastones, palos de escoba, raseras y otros útiles mortíferos. Tenía la
vibración sahariana. La bola rodaba cuesta abajo como un alud desubicado y
fuera de control. Era la masa madre. Cuando veíamos el grumo volábamos como
crepitante plaga de langostas. Nuestro baño, en Capila, mítica balsa reptílica,
acababa siempre de esa manera abrupta. La
balsa de agua salobre no tenía más de cincuenta centímetros de profundidad…llena
de juncos, de culebras y de libélulas…las ranas habían sido devoradas por las
culebras. Aquello era, en realidad, un espejismo. Pues en Fortuna, como ya
saben Vds. el agua era una idea… o
el reflejo de una idea. Nos bañábamos en un espejismo. Nuestras madres, sin
embargo, eran reales.
Mi hermano se lanzó de cabeza y el agua se
tiñó de rojo como en Egipto. Quedó boca abajo y por poco no sorbe toda el agua.
Lo sacamos y le apretamos el estómago para que devolviera el caudal y poder
continuar el baño.
La bola negra avanzaba chillando como un
enjambre de víboras, con más peligro, sin embargo. Mi madre, normalmente,
encabezaba la masa. Enarbolaba un rodillo de amasar, más propio de suegra que
de madre amorosa, mostrando de lo que
sería capaz en el futuro.
¿Han visto Vds. la cabeza de Medusa?...
¡Peor! Te helaba la sangre en pleno mes
de agosto. Te paralizaba como una viuda
negra. El esfuerzo que hacíamos por salir de la catatonia inducida era
tremendo. Las piernas se negaban a correr…Nos mirábamos sin saber qué decirnos…
hasta que a alguien las piernas le empezaban a funcionar…y todos le seguíamos. En
ese momento de estampida no había argumentos posibles. La razón chocaba contra
el muro materno. Así, que optábamos por la huida y ya, fuera de alcance,
trenzábamos versiones e, incluso, mentiras (¡¡)… ¡yo no estaba!...¡estaba pero no me bañé!...Pero…¡si es un “espejismo”!
La pánica espantada hacía que cada cual
cogiera las prendas que encontraba más a mano y si su mano no se cerraba sobre
ninguna… ¡pues ninguna! Y tenías que cruzar todo el pueblo desnudo como los
abisinios y, para mayor deshonra, sin excusas de ningún tipo.
Y todo por las cuatro horas reglamentarias
de digestión. Lo que comíamos lo digeríamos en media hora: ¡la carne de caballo
ya la envasaban a medio digerir!
Cuando las madres ponían pie en tierra,
circunvalaban el charco y volvían a la carga en sentido inverso…para llegar
antes que los hijos y esperarlos con las armas dispuestas. Empezaban como bola
de nieve negra y se iban convirtiendo en ideal punto geométrico…hasta que
desaparecían por el horizonte.
Las horas pasaban. La ola diaria de calor
incendiaba los matojos…nosotros aguardábamos confiados en que el “fresco” (¿) del anochecer calmara los ardores
guerreros de nuestras amas. Cada cual en su refugio, como eremitas…rezando
abecedarios y tablas de multiplicar. En el otro extremo de la secuencia, las
madres afilaban el palo de la escoba y afinaban la voz de cara al gran
espectáculo vespertino.
Sobre las 8’30 de la tarde el pueblo
entero rugía. Era el negativo de la
época de las matanzas que discurría en invierno. ¡Me vas a matar a disgustos! ¡No sé qué del tifus!... ¡Acércame el palo de la escoba!...y cuando llegaba
aquello de ¡Si te ahogas, te mato! una explosión incontenible de risa y de
lógica se expandía por las calles… y caía el telón.
De vez en cuando los temores de las madres
tomaban cuerpo y alguien aparecía ahogado… ¡Pero no en Capila!
Había otras balsas, igualmente inmundas: “Jota”, “las Pareticas”, “la de
Cascales”, la de la “Casa Colorá”…
Eran balsas para los mayores. Para que se ahogaran los mayores. Si intentabas
hacer pie estabas perdido: un metro de cieno encofraba tus pies y ya no podías
salir. Te sacaban con una polea….como al Cebolla:
azul, hinchado y haciendo más evidente que nunca la mueca de asco que le había
dejado un “mal aire”.
Lo del “mal aire”, algunos lo interpretaban como “mal fario”.
Sin ir más lejos, YO mismo estuve a punto
de ser engullido por la masa cenagosa. Fue en una tórrida tarde de julio, en la
“Casa Colorá”. Los perros de la casa
me dieron un áspero aviso: uno de ellos, jaleado por el más pequeño, me mordió
las corvas. El susto puso los garbanzos en el disparadero. Nos metimos mi
hermano y yo. Él un nadador autosuficiente y yo una rémora. Fue entrar en aquel
líquido espeso y los garbanzos dieron un vuelco. Habíamos comido potaje de
acelgas. La cabeza comenzó a darme vueltas, el estómago se me encogió y
empezaron a salir garbanzos por mi boca, como lava por el Etna. Me hundía sin
remedio…y me ahogaba doblemente: no podía respirar ni fuera ni dentro del agua.
Mi hermano me salvó de lo que hubiera sido un típico ahogamiento de verano: “¡Se hinchó a higos calientes y se tiró al
agua!”. Por suerte no hubo testigos y el hecho no pudo convertirse en
noticia: no se movió del sitio.
No fue como aquella vez, cuando los
paracaidistas se lanzaron en tropel sobre el desierto del Ajauque. Todo el pueblo en procesión acudimos al ensayo del
apocalipsis. Los aviones atronaban y hacían sombra cual espesa manada de
tordos. Del cielo caían (paracaidistas) a decenas, como cápsulas de opio.
Resultó un éxito. Volvíamos de a tres comentando las incidencias (las
impresiones, más bien). Y en esto que la abuela “Matafulas” me vio y lanzó un grito de plañidera de oficio que hizo
girar en redondo un avión rezagado y elevarse al último paracaidista…que se
perdió en la inmensidad de aquel cielo azul-plomo agitando las piernas de
terror. Me abrazó. Me cubrió de besos con sabor a anís y me rasgó la cara de
arriba abajo con sus cerdas, más afiladas
que cuchillas… ¡Estaba vivo! ¡No
me había caído encima una de esas gigantescas cápsulas de opio!...como estaba
empezando a formularse. También salí vivo del abrazo.
En este caso lo que no había ocurrido, se
convirtió en noticia y se propalaba a la velocidad de la sombra. Por suerte
llegué a mi casa antes que el “bulo”.
Mi madre se ahorró aquello de: “Si te
mueres, te mato”…y pudimos cenar en paz las acostumbradas patatas con ajo.

Y había “bocaminas” de benéfica y templada agua (por la cual es famoso el
pueblo en el mundo entero). Las “bocaminas”
eran otra cosa. Brotaban en los sitios más insospechados: entre almendros,
entre las uvas, en pleno desierto… Según te acercabas oías borbotar el agua
espesa y perfumada. Veías el humo salir de la tierra. En torno a esas grietas surgía una flora
delicada y casi marina. Normalmente compartías el sitio con las abuelas que
intentaban calmar sus dolores y la viveza de sus recuerdos. Te abrazaban, te
lavaban…mientras te preguntaban ¿y tú de
quién eres? Eran lugares atávicos; restos del reino de Pan; pedazos de Arcadia.
Te frotaban la piel con romero y con salvia…
Naturalmente han desaparecido todas. Si
quieren Vds. baños termales, tendrán que acudir al Balneario y allí entrar en
una relación comercial.
Y hablando de agua y tal ¿Recuerdan Vds. los “pilares”? Nosotros nos surtíamos del de Miguel Servet, al lado de
la casa del “Boli”. Allí se
concentraban los animales después del trabajo. Los caballos se revolcaban entre
asfixiantes nubes de polvo. Los burros aceleraban el paso y metían pacíficos
sus hocicos en aquellas aguas plagadas de avispas, tábanos y sanguijuelas. Las
personas (mujeres y niños) hacíamos cola delante del grifo para recoger el agua
necesaria.
Un día Josefa “la de los pavicos” se presentó en la cola con sus dos cubos y el
cántaro, más amarilla que el azafrán. No se encontraba bien… ¡era evidente! La
dejamos pasar.
––¡Ay, he’manica he’mosa, gracia’h! Una no
e’htá pa ná. Tengo a mi he’mana Rosa en la cama…más malica quel decil.
Puso el primer cubo debajo del grifo y apretó…tanto,
que se hizo encima. Fue un ruido de nubes desgarradas, de tormenta inusual y un
olor a cieno mezclado con leguminosas, partiendo del punto de toma, se extendió
hasta la casa del médico. Josefa se desplomó simulando una dolencia de las
peores. Las mujeres le hicieron aire con sus faldas, y los niños nos
sujetábamos el lugar donde debería haber estado el estómago… ¡de la risa!
Josefa profundizó en su dolencia y decidió perder el sentido.
Los alaridos alertaron al galeno. Se asomó
a la ventana y recabó noticias. Todo apuntaba a una de las frecuentes
lipotimias veraniegas. Salió, todavía llevaba la babilla en la comisura, y fue
hacia el tumulto. Apartó a las mujeres para que corriera el aire y cuando
corrió, una vaharada espesa lo detuvo en seco. La Josefa abrió un ojo y se lo
guiñó al médico:
––¡Hala! ¡Llevadla a su casa y que
descanse!
Cuatro mujeres la cogieron por las extremidades
y la condujeron a casa como un epitafio griego. Otra, detrás, llevaba los
cubos, uno en cada mano y el cántaro, en la cabeza…en un ejercicio sobrenatural
(que allí era natural) de equilibrio y de cotidiana solidaridad.
Los niños seguíamos a lo nuestro que era
coger avispas. Cuando había plaga (y entonces la había) nos las pagaban a cinco
la perrica… ¡pero vivas!
No sé si Vds. sabrán que hay avispas que
no pican, que en vez de un aguijón duro y peligroso tienen dos tiernos hilos
velludos e inofensivos; tienen, además, los ojillos verdes y, en general, son
más peludas que las normales, que son como de cerámica. Se distinguen de lejos.
Así que éstas eran las principales víctimas. Para completar el jornal,
sacábamos las avispas ahogadas y las enterrábamos en la tierra caliente…pues
bien: ¡al cabo de un cuarto de hora resucitaban!...por aquello de la
respiración cutánea…Y entre unas y otras sacábamos una peseta o seis reales,
que, excitados, gastábamos en el puesto de la “tía Peladilla”…