viernes, 13 de junio de 2014

"El caso Egido"



    Yo tengo datos que demuestran que lo del "silencio de dios" es una licencia poética. Al contrario: atiende las plegarias de las criaturas cuando aquellas son sinceras y compactas…y cuando éstas, constituidas en pequeño “cuerpo místico”, se le dirigen humildemente…pero con decisión y entereza.

     Escogió como ocasión a Egido para manifestar su potencia y bondad, aunque esta última viniera precedida por un acto de malicia en exceso vulgar y humillante… ¡dios no para en mientes!

     Que eligiera a Egido… que fuera, precisamente él, el conducto por el cual dios nos haría comprender las limitaciones humanas como medio de reconocimiento de la grandeza celestial, fue un golpe maestro y una muestra más de la prodigalidad (arbitrariedad) divina.

     Cuando las circunstancias externas de nuestra vida cambian de forma abrupta, es frecuente que se altere el ritmo de las deposiciones: viajes, cambio de aguas…También cuando nuestra vida interior se condensa impulsada por su propia gravedad, el restreñimiento funciona como símbolo de esa condensación espiritual. Lo primero era imposible; la segunda hipótesis, probable. Y, a falta de otra mejor, se convirtió en definitiva, a sabiendas de que cometíamos una falacia catalogada.

     La alarma cundió al quinto día. Egido lo declaró bajo secreto de confesión, pero todos nos dimos por enterados en cuanto dejó de morderle la oreja al padre confesor…

   ¡Éramos cuerpo místico! Además de una caterva de abandonados que teníamos que  ser reconducidos a las rectas sendas del señor.

     El sexto día empezó la dieta especial: aceite y miel (como a los ángeles). El asunto revestía una gravedad inusitada, ya que, de por sí, el café con leche de la mañana era capaz de deshacer cualquier grumo intestinal, incluso en los estómagos acostumbrados al mineral de hierro…Y la sopa de la noche, actuando sobre el refrigerio matutino, multiplicaba por 9 el efecto y hacía cagar a dios uno y trino. Sin embargo, Egido se obcecó. Se cerró la salida al exterior, al tiempo que su espiritualidad, espesada, se manifestaba como auras que sobrevolaban su cabeza o la circundaban, directamente… o en posiciones imposibles, de faquir, durante el rezo del rosario. Su tez tomaba el color de la cera virgen y su estómago empezaba a proyectarse como si se hubiera tragado una pirámide egipcia…Una pera, era imposible. Podría decirse que Egido alcanzaba por momentos el solipsismo absoluto.
     A partir del séptimo día, a la dieta angélica, el “padre maestro” creyó oportuno añadir, por las noches, una bendición, custodia en mano: “Para Egido…que dios, nuestro padre, se digne a poner fin a su sufrimiento” y trazaba una amplia cruz que nos salpicaba a todos. Egido la recibía entre convulsiones que, a veces, nos llamaban a engaño, pero que siempre se resolvían en suspiros y en pequeños intentos de levitación.
     El décimo día (la pirámide había crecido considerablemente y su tez ultrapasado la escala de grises y se internaba en el campo de los verdes) se le añadió una bendición matutina, en el punto álgido de la misa: en la consagración. Era como si el misterio de la transmutación se hiciera por obra y gracia del infeliz, que, por lo demás, parecía transfigurado. Esperábamos su irrupción en la capilla con el ánimo encogido y cuando lo veíamos entrar peor, si cabe, que cuando lo habíamos visto salir el día anterior, se nos encogía el alma (¿) y el estómago, pensando que nos podría pasar a nosotros.

      Por lo demás la entrada matutina en la capilla era de lo más divertido, parecía un desfile de clientes de un frenopático: algunos habían olvidado peinarse; otros bajaban con un solo zapato; los hubo que entraron sin pantalones, pero con la chaqueta reglamentaria; en torno al 50% mostraban evidencia de haberse lavado los dientes…No es extraño que dios se hiciera de rogar. Y cuando abandonábamos el recinto religioso, aquello parecía un campo de batalla, después del combate: zapatos sueltos, algún calcetín, gafas…peines, pañuelos…algún cepillo de dientes.
                 
     Los viernes, durante la novena dedicada a la virgen, los ruegos y plegarias se intensificaban y apelábamos al amor de madre…ya que el padre se mostraba tan severo.

     Egido iba a la suya. No colaboraba. Diríase que temía perder los privilegios.

     Pasó el día 11, el 12, el 13, el 14…y su cara iba tomando naturaleza mineral. Parecía pirita. Nosotros insistíamos ante el altísimo y amenazábamos a las potencias celestiales con pecados y sacrilegios sin cuento.

     Y fue precisamente el día que hacia 14 desde el comienzo de la desgracia que, de forma traicionera (o, por lo menos, inesperada) el “padre” se descolgó con: “Y esta (bendición) para Herrero (un servidor)… ¡que estando tan cerca de la fuente no pase nunca sed!”. Ya éramos dos los afectados: Egido por su solipsismo físico y yo por no sé qué motivo. Y sigo sin saberlo. Cierto que hacía una semana que me había nombrado “sacristán”. Supongo que se refería a esa cercanía…etc…etc. Pero ¿por qué temía que yo pasara sed? (está claro, ahora, que se equivocó de todas todas. El “Espiritu (oso) Santo” me ha acompañado toda la vida). Aproveché mi cercanía a la fuente para pimplarme el resto de las vinagreras y beber directamente de la garrafa, ese vino dulcísimo que convierten por arte de birlibirloque en repugnante sangre del divinocordero”.

     Le he dado vueltas al asunto y no he conseguido desentrañar la relación que el “padre maestro” estableció entre el “caso Egido” (podemos llamarlo así) y el “caso Herrero” (cuya naturaleza desconozco). Sea como fuere, el hecho indisoluble es que los dos “casos” aparecerán unidos, de forma injusta, en la memoria de los testigos supervivientes.

     Bueno, pues, el día que hacía 15 vimos entrar a Egido con una sonrisa de oreja a oreja y supimos que dios había aflojado, una vez puesto, eso sí, de manifiesto su poder y su benevolencia.

     Otros se enteraron durante la noche. Los demonios, dicen, lo abandonaron entre truenos y sulfurosas pestilencias.

     A partir de ese día, Egido volvió a ser el que era: alguien en el que su vida interior brillaba por su ausencia y que sólo se distinguía por las patadas imperdonables que propinaba a los finos delanteros como yo.

     De haber seguido negándose a la realidad exterior, hubiera podido alcanzar la categoría de santo.

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