Yo tengo datos
que demuestran que lo del "silencio de dios" es una licencia poética. Al contrario: atiende las
plegarias de las criaturas cuando aquellas son sinceras y compactas…y cuando éstas,
constituidas en pequeño “cuerpo místico”,
se le dirigen humildemente…pero con decisión y entereza.
Escogió como ocasión a Egido
para manifestar su potencia y bondad, aunque esta última viniera precedida por
un acto de malicia en exceso vulgar y humillante… ¡dios no para en mientes!
Que eligiera a Egido… que fuera,
precisamente él, el conducto por el cual dios nos haría comprender las
limitaciones humanas como medio de reconocimiento de la grandeza celestial, fue
un golpe maestro y una muestra más de la prodigalidad (arbitrariedad) divina.
Cuando las circunstancias externas de nuestra vida cambian de forma
abrupta, es frecuente que se altere el ritmo de las deposiciones: viajes,
cambio de aguas…También cuando nuestra vida interior se condensa impulsada por
su propia gravedad, el restreñimiento funciona como símbolo de esa condensación
espiritual. Lo primero era imposible; la segunda hipótesis, probable. Y, a
falta de otra mejor, se convirtió en definitiva, a sabiendas de que cometíamos
una falacia catalogada.
La alarma cundió al quinto día. Egido lo declaró bajo secreto de
confesión, pero todos nos dimos por enterados en cuanto dejó de morderle la
oreja al padre confesor…
¡Éramos cuerpo místico! Además de una caterva de abandonados que
teníamos que ser reconducidos a las
rectas sendas del señor.
El sexto día empezó la dieta especial: aceite y miel (como a los
ángeles). El asunto revestía una gravedad inusitada, ya que, de por sí, el café
con leche de la mañana era capaz de deshacer cualquier grumo intestinal,
incluso en los estómagos acostumbrados al mineral de hierro…Y la sopa de la
noche, actuando sobre el refrigerio matutino, multiplicaba por 9 el efecto y
hacía cagar a dios uno y trino. Sin embargo, Egido se
obcecó. Se cerró la salida al exterior, al tiempo que su espiritualidad,
espesada, se manifestaba como auras que sobrevolaban su cabeza o la
circundaban, directamente… o en posiciones imposibles, de faquir, durante el
rezo del rosario. Su tez tomaba el color de la cera virgen y su estómago
empezaba a proyectarse como si se hubiera tragado una pirámide egipcia…Una
pera, era imposible. Podría decirse que Egido alcanzaba por momentos el
solipsismo absoluto.
A partir del séptimo día, a la dieta angélica, el “padre maestro” creyó oportuno añadir, por las noches, una bendición,
custodia en mano: “Para Egido…que dios, nuestro padre, se digne a
poner fin a su sufrimiento” y trazaba una amplia cruz que nos salpicaba a
todos. Egido la recibía entre convulsiones que, a veces, nos llamaban a engaño,
pero que siempre se resolvían en suspiros y en pequeños intentos de levitación.
El décimo día (la pirámide había crecido considerablemente y su tez
ultrapasado la escala de grises y se internaba en el campo de los verdes) se le
añadió una bendición matutina, en el punto álgido de la misa: en la
consagración. Era como si el misterio de la transmutación se hiciera por obra y
gracia del infeliz, que, por lo demás, parecía transfigurado. Esperábamos su
irrupción en la capilla con el ánimo encogido y cuando lo veíamos entrar peor,
si cabe, que cuando lo habíamos visto salir el día anterior, se nos encogía el
alma (¿) y el estómago, pensando que nos podría pasar a nosotros.
Por
lo demás la entrada matutina en la capilla era de lo más divertido, parecía un
desfile de clientes de un frenopático: algunos habían olvidado peinarse; otros
bajaban con un solo zapato; los hubo que entraron sin pantalones, pero con la
chaqueta reglamentaria; en torno al 50% mostraban evidencia de haberse lavado
los dientes…No es extraño que dios se hiciera de rogar. Y cuando abandonábamos
el recinto religioso, aquello parecía un campo de batalla, después del combate:
zapatos sueltos, algún calcetín, gafas…peines, pañuelos…algún cepillo de
dientes.
Los viernes, durante la novena dedicada a la virgen, los ruegos y
plegarias se intensificaban y apelábamos al amor de madre…ya que el padre se
mostraba tan severo.
Egido iba a la suya. No colaboraba. Diríase que temía perder los
privilegios.
Pasó el día 11, el 12, el 13, el 14…y su cara iba tomando naturaleza
mineral. Parecía pirita. Nosotros insistíamos ante el altísimo y amenazábamos a
las potencias celestiales con pecados y sacrilegios sin cuento.
Y fue precisamente el día que hacia 14 desde el comienzo de la desgracia
que, de forma traicionera (o, por lo menos, inesperada) el “padre” se descolgó con: “Y esta (bendición) para Herrero (un servidor)… ¡que
estando tan cerca de la fuente no pase nunca
sed!”. Ya éramos dos los afectados: Egido por su solipsismo físico y yo por
no sé qué motivo. Y sigo sin saberlo. Cierto que hacía una semana que me había
nombrado “sacristán”. Supongo que se refería a esa cercanía…etc…etc. Pero ¿por
qué temía que yo pasara sed? (está claro, ahora, que se equivocó de todas
todas. El “Espiritu (oso) Santo” me ha acompañado toda la
vida). Aproveché mi cercanía a la fuente
para pimplarme el resto de las vinagreras y beber directamente de la garrafa,
ese vino dulcísimo que convierten por arte de birlibirloque en repugnante
sangre del divino “cordero”.
Le he dado vueltas al asunto y no he
conseguido desentrañar la relación que el “padre maestro” estableció entre el
“caso Egido” (podemos llamarlo así) y el “caso Herrero” (cuya naturaleza
desconozco). Sea como fuere, el hecho indisoluble es que los dos “casos”
aparecerán unidos, de forma injusta, en la memoria de los testigos
supervivientes.
Bueno, pues, el día que hacía 15 vimos entrar a Egido con una sonrisa de
oreja a oreja y supimos que dios había aflojado, una vez puesto, eso sí, de
manifiesto su poder y su benevolencia.
Otros se enteraron durante la noche. Los demonios, dicen, lo abandonaron
entre truenos y sulfurosas pestilencias.
A partir de ese día, Egido volvió a ser el que era: alguien en el que su
vida interior brillaba por su ausencia y que sólo se distinguía por las patadas
imperdonables que propinaba a los finos delanteros como yo.
De haber seguido negándose a la realidad exterior, hubiera podido
alcanzar la categoría de santo.
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