Uno de los secretos mejor guardados de toda la historia del “Servicio de Inteligencia” es la razón
por la que en 1959 enviaron un espléndido pastor alemán a la casa cuartel de la
Guardia Civil de Fortuna, provincia de Murcia. Vino con una asignación de 60
botes de carne de caballo al mes.
Entre
los moradores del recinto nadie tenía ni idea qué hacer con la bestia. Se jugó a las
pajas y le tocó a Ovejero, enano (entonces no había talla mínima) y enjuto,
cara acartonada en la que se enseñoreaba el típico bigote de los que saben que
no son nadie. Cuando estuvo en posesión del animal empezó a manifestarse la
oculta personalidad del “afortunado”:
Aprendió cuatro palabras en alemán y se puso plataformas de 20 centímetros. El perro respondía al nombre de “Chato”. Así que cuando mi padre se
dirigía a “Renato” le saltaba el
cánido por la espalda. Mi padre intentó que se le cambiara el nombre, pero el
enjuto se emperró.
Por suerte el cerdo de la familia ya había acabado su desgraciada vida.
El guardia Ovejero se esforzaba en enseñar deleitando: ideaba ejercicios
útiles y divertidos con el fin de encontrar el lugar del perro en nuestro mundo.
Le hacía saltar camas, sillas, mesas de camilla… Le hacía sentarse, dar la
mano, echarse al suelo…Construía aros con ruedas inservibles de bicicleta y le
hacía pasar por ellos…Cosas insuficientes que no justificaban la gran cantidad
de comida que se jalaba: ¡60 botes de carne de caballo! Pronto se decidió que
con una lata diaria tendría suficiente. Las otras treinta se asignaron: 4 por
cabeza, 7 para el cabo y 7 para el guardia segundo Ovejero. Los dos guardias que
vivían con los lugareños se quedaron sin carne de caballo. Protestaron, pero se
les dijo que tampoco ellos “sufrían”
al perro.

Transcurría el tiempo y la misión no era revelada. Ovejero, agotado su
ingenio, su voluntad y, lo que es peor, la perspectiva (y los muebles),
abandonó lo que pareció ser, en algún momento, el acicate que estaba esperando
para relanzar su carrera… ¡hasta guardia segundo! Se desprendió de las
plataformas, olvidó los cuatro vocablos extranjeros y dijo adiós al galón rojo.
El
perro, llegó a odiar los ejercicios (por repetitivos e inútiles) y falto de
estímulos, adecentó un rincón en el patio y se pasaba todo el día soñando con
su lata de carne de caballo. Estuvo con nosotros 6 meses y con el mismo misterio
que apareció, desapareció…con un muy pobre bagaje cultural.
Y volvió la normalidad…que sólo se alteraba, aparte de por los rurales
delitos, con la llegada meteórica del Teniente
¡El Teniente! Una espada de
Damocles suspendida continuamente sobre la testuz de mi progenitor.
Ocurría tres o cuatro veces por año. De forma inopinada surgía una voz
destemplada de muecín, llena de grietas, emitida por el desorientado guardia “de puertas”, avisado, a su vez, por
algún paisano de buen corazón:
--¡¡Ahnehrbtmps…sinnovedad…hn,dajhhylovv…mi teniente!!!
Y se cuadraba lo mejor que podía ante, generalmente, un petimetre de
academia, cuya sola presencia ponía de manifiesto la distancia entre los
habitantes de la “Comandancia” capitalina y los
moradores del olvidado asentamiento fronterizo.
Nunca conseguí desentrañar ese grito de guerra… ¡Ni nadie!
Inmediatamente dado el aviso, salía disparado hacia el centro del
recinto y pregonaba la nueva. En cinco minutos todos debían estar formados en
la “sala de armas”. Ese intervalo era
una verdadera agonía para todos y una verdadera muerte para mi padre, a quien
siempre sorprendía (la nueva) en un estado de consunción. Los pájaros huían
despavoridos y hasta las sanguijuelas de la aljibe temblaban, recorridas por
ondas sonoras desacostumbradas. Era un movimiento como el del agua cuando
empieza a hervir…que pasa de la quietud somnolienta a la agitación molecular.
Aquí ocurría igual.
Los átomos se agitaban, tendían a agruparse y formaban una desalentadora
molécula: los primeros movimientos: kinesias,
fototropismos…con los que se pone en
marcha la tremenda maquinaria de guerra.
Ahí estaban, formando una línea desigual e incompleta, con el tricornio
al brazo, mirándose unos a otros y torciendo el morro a la espera de la irrupción
tumultuosa de mi padre. Llegaba dando el famoso traspié familiar. La “guerrera” mostraba entonces el por qué
de su nombre: una verdadera lucha entre los ojales, los botones y los
temblorosos dedos del padre de familia.
Los ojos hinchados, el cabello revuelto, la guerrera abotonada al azar y
balbuceando una escusa vinosa.
Volaban gritos que yo SABÍA dirigidos a mi padre. Mi madre, con ese
gesto suyo, entre asco y desprecio, asentía premonitoria con repetidos y cortos
movimientos de cabeza… ¡Cualquier día lo
echan!
Pasado el mal trago, mi padre se echaba al coleto un verdadero y
merecido trago, maldiciendo su mala suerte.
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