martes, 8 de marzo de 2016

¡¡VA POR VDS. !! FRONTERA SUIZA






 Muchas veces he mencionado, de pasada, como si tal cosa, mi desgraciada y afrentosa aventura en la frontera suiza, por Ginebra. Creo llegado el momento, ahora que me dispongo a pasar nuevamente al país alpino, de descargar mi, diría, conciencia. Pero no, no tengo nada de qué arrepentirme. Fue una desgracia sobrevenida, una tragedia, que  soporte como el gran Ayax soportó la suya.  No consentí en  ningún momento.

 Aquí en Tolbach todo recuerda a Mahler, a sus años más difíciles: la atmosfera adecuada para sincerarme y dar unos zurcidos en mi deshilachada personalidad.

Sigo la carretera hacia Bolzano y, allí, tomaré la  que, por el paso de Taufers, me introducirá en la Engadina. Si todo va según lo previsto, avanzaré hasta Lucerna y el lago de los Cuatro Cantones.... ¿me siguen? Dormiré en Sils-Maria. Avanzaré hasta Lucerna y allí buscaré algo por la zona de Triebschen. ¿De verdad me siguen?... Mahler, Nietzsche, Wagner...un recorrido que cerrará el círculo.
Lo que sigue fue determinante en mi formación. Puedo decir que constituyó un capitulo crucial en mi "Bildungsroman" que me dirigió hacia posiciones anticapitalistas. En mí ya se había forjado la rebeldía, como bien saben Vds. Aquello fue una reacción infantil, airada, de rechazo de la propiedad privada, esto fue un adentrarse voluntario y consciente en el odio de clase y a sus "perros guardianes".

El contraste entre la hermosura de este día de finales de agosto aquí en el Tirol y la sordidez de la historia que tengo, si no me arrepiento antes, intención de contarles, es tal, que necesitaré doble dosis de sensibilidad y artificio.

Νο puedo evitar las lágrimas según me acerco a la frontera: por la belleza y por la vergüenza... esa combinación insoportable. Suena "Resurrección" de Mahler.

El coche se dirige fatalmente hacia donde espero poder descargar mi espíritu (?) de este peso que me abruma desde hace décadas. Será una especie de psicodrama: saldré limpio y ligero, como cuando confesaba mis horribles sacrilegios de pubertad. Si no es así, y la cosa vuelve a ponerse fea, que dios (?) perdone mi υβρυς...

Los pajaritos cantan. A lo lejos se oyen trinos surgidos de gargantas humanas, aclaradas con las famosas hierbas del lugar. Paseantes, ataviados con el agraviante uniforme verde botella, pasean como quien echa un vistazo a sus posesiones. Ante mí se alzan las moles que, cual monstruosas erinias, intentaran evitar la repetición redentora. He de conseguir pasar para, así, relegar al cajón de las anécdotas, lo que, ahora, constituye un obstáculo al recto conducirse de mi sensibilidad y de mi intelecto.

Eran los tiempos en los que me dio por meterme a llevar coca de un sitio a otro. No puedo calificarlo de tráfico, pues las cantidades eran mínimas y el engaño nimio. Nada: un amigo (que en paz descanse) había escondido en mi casa una roca de "ala de mosca". Él iba a lo grande. A mí me permitía recoger las sobras y hacer mis cosillas. Yo solía esconder los gramos en el hueco que tenía el "Samba" en el centro del volante. Hice varios viajes. El más importante y productivo, a Paris. Otros me llevaron por Castilla la Vieja e, incluso, llegué a la cornisa cantábrica. Tenía una báscula de precisión y hacia las cosas a conciencia. La báscula de precisión, así como toda la colección completa del “Viejo Topo” y la de “Vibraciones” y… desaparecieron en el primer expolio. El segundo y definitivo, que me situó en el punto cero de mi existencia, ocurrió estando yo en Nueva York, como, sin duda. Vds. recordarán.

En aquella ocasión nefanda me dirigía a Lübeck con intenciones puramente literarias: iba en pos del aire que respiró Thomas Mann y a pasearme por sus calles...etc...etc. Decidí cruzar por Ginebra y de noche, atraído por la magnificencia de lago a esas horas: las luces artificiales se confunden sin solución de continuidad con las estrellas y es como si condujeras por el mismísimo cielo. Por si a alguien le dice algo, les diré que era el 27 de julio del año 1987 y, para añadir más peso poético, decir que había cogido en autoestop a una chica que dijo llamarse Esmeralda. Tenía los ojos verdes. Se bajó en las proximidades de Grenoble. Todo el viaje estuvo lleno de signos. Decidí pasar por Ginebra (y salir por Basilea) para, a parte de lo dicho, dedicar parte de mis pensamientos a Nietzsche y, así, matar dos pájaros de un tiro.

Hoy, cuando estoy a punto de enfrentarme con mi pasado, es 27 de agosto del año 2010.

Era, como he dicho, la madrugada del 27 de julio del año 1987. Una madrugada que hubiera pasado a la historia de la climatología por su placidez y que ha pasado, sin embargo, a la historia universal de la infamia.

Las luces de la instalación fronteriza brillaban a lo lejos.

Reduje la velocidad según me iban indicando los cartelitos.

Cuando llegue a la garita mi velocímetro marcaba cero.

Dos uniformados fumaban sentados en sendas sillas. Apoyaban las piernas en otras dos sillas colocadas ex profeso. La verdad es que no parecía la frontera suiza, más bien la del Chad o algo parecido (no tengo ánimo de humillar, bastante tengo con lo mío, es sólo un constatación). La lumbre de sus cigarrillos parecían estrellas. Por puro mimetismo me encendí uno. Por lo demás, todo estaba oscuro como boca de lobo. Los faros del coche, con esfuerzo, alumbraban tres metros. Uno de ellos se levantó con desgana, miró al que continuaba sentado y le hizo una mueca siniestra y soberbia: ¡déjamelo a mí! parecía decir. El sentado siguió fumando dispuesto a presenciar una escena extraordinaria y divertida por demás. Iban uniformados reglamentariamente, incluyendo la gorra. Se colocó delante del Samba  y me indicó, con un gesto autosuficiente, como los que abundan en la ITV, que bajara del coche. Quité el contacto y bajé. Lo primero que hizo el gendarme fue sacudirme una hostia y tirarme el cigarrillo, mientras él seguía dando caladas tan profundas como la oscuridad amarillenta que nos envolvía. El sentado lanzó la primera carcajada, hueca, bronca, a lo suizo. El sentado se levantó y sacó una especie de lobo con hambre de días y lo soltó. El perro, quizás el coche estuviera impregnado de perfume de coca, se lanzó a comerse los neumáticos y a destrozar la carrocería del utilitario. Esa reacción del cánido fue suficiente para que las dormidas inquietudes de la gendarmería se pusieran en marcha. Abrieron las tres puertas y el perro daba enloquecidas vueltas por su interior, más bien entraba por una puerta y salía como un cohete por otra. Siempre se paraba delante del volante, olisqueando. El rabo no paraba quieto. De verdad que daba gozo verlo correr y jugar, de no haber sido por las circunstancias. De resultas, la tapicería quedó hecha jirones. El petate de la mili, que no hice, fue vaciado en plena calzada. El lobo mordisqueó mis calzoncillos y a punto estuvo de dejarme en la situación acostumbrada: ¡sin ropa interior! Me preguntaron por la caja de herramientas, yo les mostré un destornillador que por casualidad encontré en el hueco de la rueda de recambio. Me exigieron las luces de repuesto. Un segundo par de gafas, las cadenas.... ¡era pleno verano!....y se reían como locos. Tanta soledad les había vuelto locos o tanto aburrimiento acumulado, hijos de puta. Yo, es claro, no llevaba más que lo estrictamente necesario para que el coche funcionara. Se levantó una ligera brisa que dispersó mis pertenencias textiles. El perro las perseguía con saña. Los dos uniformados reían como si estuvieran martirizando a un judío. ¿No se lo creen? No puedo exigírselo. Pero, por mis muertos, que esos dos desgraciados jugaban conmigo a la "solución final". Suiza dormía el sueño de los inocentes, pero en sus bordes se desarrollaba esta escena digna de la "Lista de Schindler". Descubrieron, no fue difícil, las tres botellas de Terry de malla que llevaba para un apuro y se las apropiaron...sin más. Me pedían más de lo que valía el Samba... ¡por importación de alcohol!

La cosa iba tomando tintes verdaderamente sádicos. Allí, de los suizos, el único que se comportó con cierta humanidad fue el perro lobo, que iba a lo suyo: destrozando sin ton ni son mi petate y su contenido. Me ordenaron abrir el capó, desenroscar el delco o qué se yo, desconectar manguitos, desatornillar tornillos... Después siguieron las ruedas. El chasis quedo apoyado directamente sobre el asfalto. Parecía una obra del "nuevo realismo francés"  o un montón de inmundicia a punto de ser expuesta en una exposición de "arte povera". Mi desconsuelo no tenía límites y sus carcajadas tampoco.

¿Van entendiendo ahora por qué he estado tanto tiempo callando al respecto?

Cuando todo parecía finiquitado, porque ya no había nada que desmontar, vino lo peor. Uno de los uniformados (a estas alturas ya me resultaban indistinguibles) me indicó que le siguiera al interior de la garita. Le seguí. Yo sudaba de oprobio y de indignación. Por suerte no dije nada de la embajada española y tal... me hubieran machacado allí mismo, en los bordes de la verde suiza, que, a estas horas, dormía el sueño de los justos. Le seguí... ¿qué podía hacer?

Una vez dentro del cuchitril colocó un taburete en el centro, me hizo desnudar de cintura para abajo, colocar el pie derecho sobre el mueble y me ordenó relajación mientras él se enfundaba un guante de silicona en la mano derecha y se lo ajustaba con precisión helvética. Cuando consideró que el guante estaba listo, me ordenó que tocara con el pecho la rodilla derecha y en esa humillante posición me introdujo su dedo corazón en el negro y reservado orificio. Un grito desgarrador recorrió todos los valles alpinos. El lago Leman se agitó como en un día otoñal. El reloj de cuco que había pasado desapercibido se disparó y empezó a marcar las horas del juicio final...(Y entonces me acordé de mi madre que siempre quiso un reloj de cuco. Y d mi ingratitud; siempre le llevé regalos que ella consideraba inútiles y que seguramente lo fueran, como, por ejemplo, una yogurtera o un calendario con imágenes de "Die Brücke", o bien un paraguas automático que, como es natural, nunca fue usado, pues, como saben Vds., en Fortuna el agua es una idea).

...El uniformado lo acalló de un golpe de carnicero profesional. Sobre el suelo de cemento quedaron los restos del pajarito y unos lagos minúsculos que mis propios ojos habían fabricado. En cada uno de ellos se reflejaba la bombilla desnuda, que colgaba como un ahorcado.

Era como un collage de Hans Arp.






Di gracias a dios (?) porque me hubiera introducido el dedo "corazón", el más sentimental. ¿Qué hubiera sido de mí si hubiera operado con el maléfico "índice"…?

Se quitó el guante, lo tiró a la papelera (nunca faltan en Suiza) y salió carcajeándose. Salí del cubículo como Samsa, arrastrándome y llorando como un niño: roto por dentro y descosido por fuera… (y destrozado el Samba que tenía que llevarme a respirar los aires del mejor humanismo alemán: Mann, Nietzsche, Mahler...).

Volvieron a su posición original. El perro lobo, aburrido, se tendió a su vera.

Amaneció. Llegaron dos nuevos uniformados y se marcharon los bromistas. El tráfico empezó a fluir. Los viajeros me miraban con compasión (mezclada con rechifla). Dieron las doce del mediodía y todavía seguía yo intentando colocar manguitos y atornillar piezas. Sobre las dos de la tarde, sin probar bocado, conseguí poner el coche en marcha. Cuando me iba, el relevo sacó una botella de Terry de malla, me señalaron con el frasco y se arrearon, a mi salud, unos lingotazos de aquí te espero.
Entonces caí en la cuenta de que no me habían pedido ni el pasaporte.

Me coloco detrás del último coche y avanzo al ritmo que marcan desde la garita...Mi corazón se acelera, el coche desacelera...

¿Saben qué les digo? ¡que les den pol culo! Rompo filas y me dirijo hacia el lago Como, Milan, Turin, valle de Susa, Francia... según el itinerario acostumbrado. Si he pasado veinte años con ese fardo, podré pasar otros veinte.

Y juro por mis muertos que nunca más pasaré la frontera suiza.

El atardecer rojizo anuncia ventolera.






viernes, 4 de marzo de 2016

EJERCICIO DE ESTILO

     ¿No les ha ocurrido nunca, o al menos alguna vez, que, sobresaltados, han intentado levantarse por el lado equivocado de la cama, aquel que, inevitablemente, da a la pared, y se han golpeado la cara de tal manera y con tanta intensidad que, primero, han lucido un bonito moratón durante todo el día y, segundo, ha sido oído por el vecino de la izquierda, aquel que, precisamente, no quieren que se entere de nada y menos de las desgracias, por razones sobre las que ya estarán sobre aviso, y todo porque el cartero se empeña, día tras día, en apretar el timbre de su casa, a sabiendas, o quizás exactamente por eso, de que Vd. se acuesta tarde? ¿No les ha ocurrido nunca?
     ¿No?...
     ¡Eso es que no viven en un bajo!
     Yo vivo en un bajo, y, por lo tanto, he sufrido esa circunstancia con una frecuencia inquietante que, lejos de aminorarse, fue siempre a más, tanto que, pensé, el cartero pensaba hacerme la vida (sobre todo las mañanas) insoportable por alguna razón oculta o, al menos para mí, desconocida, a no ser que lo siguiente sea causa suficiente de tanto resentimiento.
     Eso que, entonces, se convirtió en rito martirizante tuvo un comienzo, como es natural, pues todas las cosas o procesos (¿o acaso no son lo mismo?) actuales tuvieron un comienzo en el tiempo, suponiendo, claro está, que mi suposición sea acertada. Hacía dos días que vivía en este nuevo domicilio, un bajo que, en realidad, por la parte que da al sur, por donde, por razones que desconozco y que me llenan de incertidumbre, ora sí, ora no, se vislumbra el mar, aparece como un primero, cuando, por primera vez, sonó el timbre a las 8’45 de la mañana, hora en la que estoy, por primera vez en toda la noche, después de intentarlo de todas las maneras, profundamente dormido. Tras golpearme la cabeza contra la pared, algo que, entonces, me pareció gracioso, y que, después, como he dicho, se convirtió en un rito de martirio, me levanté presuroso y con el corazón latiendo, como late de miedo y ansiedad el corazón en el pecho de un gorrioncillo y la cabeza dolorida, me dirigí, de forma incierta, hacia donde parecía proceder el sonido que, yo aún lo ignoraba,  llegaría a convertirse en insidioso. Vi al fondo del pasillo un resplandor fosforescente, como esas luces que, dicen, emiten los huesos de los muertos, y me dirigí hacia él. Una pantallita algo más grande que la de un teléfono móvil me mostraba el exterior, y en ese exterior no había nadie, como si una ráfaga de viento, al azar, hubiera incidido en el botón que activa el timbre de mi casa o un ave, perdida su ruta, lo hubiera golpeado con su pico. Volvió a sonar. Volvió a iluminarse la pantalla. Y volvió a no haber nadie en el exterior. Abrí la puerta para resolver el enigma, pues, como es natural, siendo la primera vez, aún no se había creado en mí la reactividad ni, en consecuencia, mi negativa, insobornable, a abrir la puerta a ese enano que, con esfuerzo, conseguía alcanzar el timbre del bajo, y ello, a pesar de que el cuadro de mandos está colocado a menos de ciento cincuenta centímetros del suelo; esto fue lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y, mientras consumaba el asesinato, miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, pese a lo cual, lo que vi: un enano que, de puntillas, apretaba con saña, como si estuviera acabando, de la forma más vil, con la vida de un insecto y mientras consumaba el asesinato miraba hacia dentro del edificio con una sonrisa que los incautos pudieran calificar de pícara y que yo, desde ese preciso instante, califiqué, definitivamente, de perversa y sádica, o, lo que es lo mismo, de perversamente sádica, produjo en mí una corriente incontenible de hilaridad que, el cartero, o, más bien, el mensajero de las empresas, pues no pertenecía, según pude deducir de su ausencia total de insignias y de la impropia cartera, al cuerpo de funcionarios del Estado, tomó como dirigida, sin atenuantes, directamente a su persona y no, como era el caso, a todo el cúmulo de circunstancias que concurrían y convertían la secuencia en humorística. Ese fue el origen de este martirio matutino, pues, desde entonces, viéndose, el mensajero, humillado a causa, en exclusiva, así lo creía, de una condición innata y, sin recapacitar en los inconvenientes que provocaba su, a todas luces, innecesaria, acción, convirtió lo que había sido casi azaroso, aunque, bien mirado, los carteros y los mensajeros de empresas siempre importunan a los moradores de los bajos, pese a que por encima de ellos se enseñoreen cinco plantas, en una costumbre totalmente premeditada y cargada, por eso mismo, de maldad, que sólo tocó a su fin el día en que, era finales de la primavera, desde las 8’30 esperé, en los espacios comunes, la llegada del enano. A las 8’43 Llegó, precedido de una sombra escasa. Apretó el timbre y con la mano libre hacía, dirigidos a mí, gestos insultantes que yo vería, creyó, con esa luz mortuoria, en la pantallita, algo más grande que la de un móvil normal; y mientras se entretenía en esas puerilidades, y, por lo tanto, perversidades, solté al perro (“Hegel”) que, en su afán por cumplir, pronto y bien, con sus obligaciones, se estampó contra la puerta cristalera que lo separaba del emisario comercial, produciendo tal estruendo que el vecino, aquel que, precisamente, no quieren que, bajo ningún concepto, se entere de nada que concierna a su persona ni a sus circunstancias, salió cubierto con ropa deportiva y requirió explicaciones con unas formas que, a poco sagaz que se fuera, denotaban una sobrada capacitación para cometer todo tipo de desmanes. El perro no paró de ladrar. El enano comprendió, creo, pues no ha vuelto, que la escena ponía el punto final a su divertimento. El vecino dijo algo que, a causa de los insistentes y continuos ladridos de “Hegel”, no pude entender pero, esto lo supongo, debían ser advertencias y referencias a, porque, en un momento determinado de su extravío, comenzó a dar golpes contra la pared de las dependencias comunes, en concreto contra la que delimitaba la morada del vecino de la derecha, que salió alarmado y con la cara cubierta de espuma de afeitar blanca, como es normal, y que enterado de lo que pasaba, volvió, no sin abroncarnos, a introducirse en su morada, sabedor de que de tal guisa no causaba impresión, sino que, bien al contrario, era objeto de rechifla y añadía confusión a lo que estaba desarrollándose, los extraños y abruptos golpes que sonaban cada mañana, precisamente a la hora en la que estábamos protagonizando aquella lamentable, pero eficacísima, escena.