Muchas veces he mencionado, de pasada, como si tal cosa, mi desgraciada y
afrentosa aventura en la frontera suiza, por Ginebra. Creo llegado el momento,
ahora que me dispongo a pasar nuevamente al país alpino, de descargar mi, diría,
conciencia. Pero no, no tengo nada de qué arrepentirme. Fue una desgracia
sobrevenida, una tragedia, que soporte
como el gran Ayax soportó la suya. No
consentí en ningún momento.
Aquí en Tolbach todo recuerda a
Mahler, a sus años más difíciles: la atmosfera adecuada para sincerarme y dar
unos zurcidos en mi deshilachada personalidad.
Sigo la carretera hacia Bolzano y, allí, tomaré la que, por el paso de Taufers, me introducirá
en la Engadina. Si todo va según lo previsto, avanzaré hasta Lucerna y el lago
de los Cuatro Cantones.... ¿me siguen? Dormiré en Sils-Maria. Avanzaré hasta
Lucerna y allí buscaré algo por la zona de Triebschen. ¿De verdad me siguen?...
Mahler, Nietzsche, Wagner...un recorrido que cerrará el círculo.
Lo que sigue fue determinante en mi formación. Puedo decir que constituyó
un capitulo crucial en mi "Bildungsroman" que me dirigió hacia posiciones
anticapitalistas. En mí ya se había forjado la rebeldía, como bien saben Vds.
Aquello fue una reacción infantil,
airada, de rechazo de la propiedad privada, esto fue un adentrarse voluntario y
consciente en el odio de clase y a sus "perros guardianes".
El contraste entre la hermosura de este día de finales de agosto aquí en el
Tirol y la sordidez de la historia que tengo, si no me arrepiento antes, intención
de contarles, es tal, que necesitaré doble dosis de sensibilidad y artificio.
Νο puedo evitar
las lágrimas según me acerco a la frontera: por la belleza y por la
vergüenza... esa combinación insoportable. Suena "Resurrección"
de Mahler.
El coche se dirige fatalmente hacia donde espero poder descargar mi espíritu
(?) de este peso que me abruma desde hace décadas. Será una especie de
psicodrama: saldré limpio y ligero, como cuando confesaba mis horribles sacrilegios
de pubertad. Si no es así, y la cosa vuelve a ponerse fea, que dios (?) perdone
mi υβρυς...
Los pajaritos cantan. A lo lejos se oyen trinos surgidos de gargantas
humanas, aclaradas con las famosas hierbas del lugar. Paseantes, ataviados con
el agraviante uniforme verde botella, pasean como quien echa un vistazo a sus
posesiones. Ante mí se alzan las moles que, cual monstruosas erinias,
intentaran evitar la repetición redentora. He de conseguir pasar para, así,
relegar al cajón de las anécdotas, lo que, ahora, constituye un obstáculo al
recto conducirse de mi sensibilidad y de mi intelecto.
Eran los tiempos en los que me dio por meterme a llevar coca de un sitio a
otro. No puedo calificarlo de tráfico,
pues las cantidades eran mínimas y el engaño nimio. Nada: un amigo (que en paz
descanse) había escondido en mi casa una roca de "ala de mosca". Él iba a lo grande. A mí me permitía recoger
las sobras y hacer mis cosillas. Yo solía esconder los gramos en el hueco que
tenía el "Samba" en el
centro del volante. Hice varios viajes. El más importante y productivo, a
Paris. Otros me llevaron por Castilla la Vieja e, incluso, llegué a la cornisa
cantábrica. Tenía una báscula de precisión y hacia las cosas a conciencia. La
báscula de precisión, así como toda la colección completa del “Viejo Topo” y la
de “Vibraciones” y… desaparecieron en el primer expolio. El segundo y
definitivo, que me situó en el punto cero de mi existencia, ocurrió estando yo
en Nueva York, como, sin duda. Vds. recordarán.
En aquella ocasión nefanda me dirigía a Lübeck con intenciones puramente
literarias: iba en pos del aire que respiró Thomas Mann y a pasearme por sus
calles...etc...etc. Decidí cruzar por Ginebra y de noche, atraído por la magnificencia
de lago a esas horas: las luces artificiales se confunden sin solución de
continuidad con las estrellas y es como si condujeras por el mismísimo cielo. Por
si a alguien le dice algo, les diré que era el 27 de julio del año 1987 y, para
añadir más peso poético, decir que había cogido en autoestop a una chica que
dijo llamarse Esmeralda. Tenía los ojos verdes. Se bajó en las proximidades de
Grenoble. Todo el viaje estuvo lleno de signos. Decidí pasar por Ginebra (y
salir por Basilea) para, a parte de lo dicho, dedicar parte de mis pensamientos
a Nietzsche y, así, matar dos pájaros de un tiro.
Hoy, cuando estoy a punto de enfrentarme con mi pasado, es 27 de agosto del
año 2010.
Era, como he dicho, la madrugada del 27 de julio del año 1987. Una
madrugada que hubiera pasado a la historia de la climatología por su placidez y
que ha pasado, sin embargo, a la historia universal de la infamia.
Las luces de la instalación fronteriza brillaban a lo lejos.
Reduje la velocidad según me iban indicando los cartelitos.
Cuando llegue a la garita mi velocímetro marcaba cero.
Dos uniformados fumaban sentados en sendas sillas. Apoyaban las piernas en
otras dos sillas colocadas ex profeso. La verdad es que no parecía la frontera
suiza, más bien la del Chad o algo parecido (no tengo ánimo de humillar,
bastante tengo con lo mío, es sólo un constatación). La lumbre de sus
cigarrillos parecían estrellas. Por puro mimetismo me encendí uno. Por lo demás,
todo estaba oscuro como boca de lobo. Los faros del coche, con esfuerzo,
alumbraban tres metros. Uno de ellos se levantó con desgana, miró al que
continuaba sentado y le hizo una mueca siniestra y soberbia: ¡déjamelo a mí!
parecía decir. El sentado siguió fumando dispuesto a presenciar una escena
extraordinaria y divertida por demás. Iban uniformados reglamentariamente,
incluyendo la gorra. Se colocó delante del Samba y me indicó, con un gesto autosuficiente,
como los que abundan en la ITV, que bajara del coche. Quité el contacto y bajé.
Lo primero que hizo el gendarme fue sacudirme una hostia y tirarme el
cigarrillo, mientras él seguía dando caladas tan profundas como la oscuridad
amarillenta que nos envolvía. El sentado lanzó la primera carcajada, hueca,
bronca, a lo suizo. El sentado se levantó y sacó una especie de lobo con hambre
de días y lo soltó. El perro, quizás el coche estuviera impregnado de perfume
de coca, se lanzó a comerse los neumáticos y a destrozar la carrocería del
utilitario. Esa reacción del cánido fue suficiente para que las dormidas
inquietudes de la gendarmería se pusieran en marcha. Abrieron las tres puertas
y el perro daba enloquecidas vueltas por su interior, más bien entraba por una
puerta y salía como un cohete por otra. Siempre se paraba delante del volante,
olisqueando. El rabo no paraba quieto. De verdad que daba gozo verlo correr y
jugar, de no haber sido por las circunstancias. De resultas, la tapicería quedó
hecha jirones. El petate de la mili, que no hice, fue vaciado en plena calzada.
El lobo mordisqueó mis calzoncillos y a punto estuvo de dejarme en la situación
acostumbrada: ¡sin ropa interior! Me preguntaron por la caja de herramientas,
yo les mostré un destornillador que por casualidad encontré en el hueco de la
rueda de recambio. Me exigieron las luces de repuesto. Un segundo par de gafas,
las cadenas.... ¡era pleno verano!....y se reían como locos. Tanta soledad les
había vuelto locos o tanto aburrimiento acumulado, hijos de puta. Yo, es claro,
no llevaba más que lo estrictamente necesario para que el coche funcionara. Se
levantó una ligera brisa que dispersó mis pertenencias textiles. El perro las
perseguía con saña. Los dos uniformados reían como si estuvieran martirizando a
un judío. ¿No se lo creen? No puedo exigírselo. Pero, por mis muertos, que esos
dos desgraciados jugaban conmigo a la "solución final". Suiza
dormía el sueño de los inocentes, pero en sus bordes se desarrollaba esta
escena digna de la "Lista de Schindler". Descubrieron, no fue
difícil, las tres botellas de Terry
de malla que llevaba para un apuro y se las apropiaron...sin más. Me pedían más
de lo que valía el Samba... ¡por
importación de alcohol!
La cosa iba tomando tintes verdaderamente sádicos. Allí, de los suizos, el
único que se comportó con cierta humanidad fue el perro lobo, que iba a lo
suyo: destrozando sin ton ni son mi petate y su contenido. Me ordenaron abrir
el capó, desenroscar el delco o qué se yo, desconectar manguitos, desatornillar
tornillos... Después siguieron las ruedas. El chasis quedo apoyado directamente
sobre el asfalto. Parecía una obra del "nuevo realismo francés" o un montón de inmundicia a punto de ser
expuesta en una exposición de "arte povera". Mi desconsuelo no
tenía límites y sus carcajadas tampoco.
¿Van entendiendo ahora por qué he estado tanto tiempo callando al respecto?
Cuando todo parecía finiquitado, porque ya no había nada que desmontar,
vino lo peor. Uno de los uniformados (a estas alturas ya me resultaban
indistinguibles) me indicó que le siguiera al interior de la garita. Le seguí.
Yo sudaba de oprobio y de indignación. Por suerte no dije nada de la embajada
española y tal... me hubieran machacado allí mismo, en los bordes de la verde
suiza, que, a estas horas, dormía el sueño de los justos. Le seguí... ¿qué podía
hacer?
Una vez dentro del cuchitril colocó un taburete en el centro, me hizo
desnudar de cintura para abajo, colocar el pie derecho sobre el mueble y me
ordenó relajación mientras él se enfundaba un guante de silicona en la mano
derecha y se lo ajustaba con precisión helvética. Cuando consideró que el
guante estaba listo, me ordenó que tocara con el pecho la rodilla derecha y en
esa humillante posición me introdujo su dedo corazón en el negro y
reservado orificio. Un grito desgarrador recorrió todos los valles alpinos. El
lago Leman se agitó como en un día otoñal. El reloj de cuco que había pasado
desapercibido se disparó y empezó a marcar las horas del juicio final...(Y entonces me acordé de mi madre que siempre quiso un reloj de cuco. Y d mi ingratitud; siempre le llevé regalos que ella consideraba inútiles y que seguramente lo fueran, como, por ejemplo, una yogurtera o un calendario con imágenes de "Die Brücke", o bien un paraguas automático que, como es natural, nunca fue usado, pues, como saben Vds., en Fortuna el agua es una idea).
...El
uniformado lo acalló de un golpe de carnicero profesional. Sobre el suelo de
cemento quedaron los restos del pajarito y unos lagos minúsculos que mis
propios ojos habían fabricado. En cada uno de ellos se reflejaba la bombilla
desnuda, que colgaba como un ahorcado.
Era como un collage de Hans Arp.

Di gracias a dios (?) porque me hubiera introducido el dedo "corazón",
el más sentimental. ¿Qué hubiera sido de mí si hubiera operado con el maléfico
"índice"…?
Se quitó el guante, lo tiró a la papelera (nunca faltan en Suiza) y salió
carcajeándose. Salí del cubículo como Samsa, arrastrándome
y llorando como un niño: roto por dentro y descosido por fuera… (y destrozado
el Samba que tenía que llevarme a
respirar los aires del mejor humanismo alemán: Mann, Nietzsche, Mahler...).
Volvieron a su posición original. El perro lobo, aburrido, se tendió a su
vera.
Amaneció. Llegaron dos nuevos uniformados y se marcharon los bromistas. El
tráfico empezó a fluir. Los viajeros me miraban con compasión (mezclada con
rechifla). Dieron las doce del mediodía y todavía seguía yo intentando colocar
manguitos y atornillar piezas. Sobre las dos de la tarde, sin probar bocado,
conseguí poner el coche en marcha. Cuando me iba, el relevo sacó una botella de
Terry de malla, me señalaron con el frasco y se arrearon, a mi salud, unos
lingotazos de aquí te espero.
Entonces caí en la cuenta de que no me habían pedido ni el pasaporte.
Me coloco detrás del último coche y avanzo al ritmo que marcan desde la
garita...Mi corazón se acelera, el coche desacelera...
¿Saben qué les digo? ¡que les den pol culo! Rompo filas y me dirijo
hacia el lago Como, Milan, Turin, valle de Susa, Francia... según el itinerario
acostumbrado. Si he pasado veinte años con ese fardo, podré pasar otros veinte.
Y juro por mis muertos que nunca más pasaré la frontera suiza.
El atardecer rojizo anuncia ventolera.