miércoles, 1 de abril de 2015

JUEVES SANTO











¡La Semana Santa ha cambiado tanto!…

     Lo que era “pegamento social”, rito compartido, dolor común por la muerte repetida de aquel que nos mantenía vivos. Lo que era reproducción en nosotros, con intenciones de mejora moral, de los días terribles que, por nosotros, atravesó nuestro Creador, hecho “hombre”, se ha convertido en residuo. ¿Qué quieren Vds.?
     Medio pueblo prefiere conmemorar la “Fiesta del Cordero”; un tercio ha sucumbido al ateísmo y el resto, cuando descuentas niños, ancianos y enfermos, se queda en un miserable 15 %. ¿Qué “fastos” puede organizar uno para el 15% de la población? Además, está el asunto de los presupuestos municipales… ¡y la pérdida de protagonismo de la benemérita!
Así que lo que antes era multitud, es, ahora, desolación. Los nazarenos ya salen desanimados y conscientes de ser un periclitado objeto de guasa.    Por suerte llevan la cara tapada. 

     Las antiguas bandas de trompetas y tambores se han reducido a una corneta y un bombo que, por sabe dios qué vericuetos, ha conseguido sobrevivir.  No es fácil encontrar vecinos que quieran marcar el ritmo e inducir al arrepentimiento. Normalmente se encuentran, pero todo huele a impostura y artificio…cuando no a chirigota. Esos músicos improvisados son como quinta columna en el escuálido seno de los creyentes.
     Si hace falta se llama al del violín, especialista en villancicos murcianos (aquel que amenizó la presentación de la “Gacela Negra”) y que, pese a ir en silla de ruedas, parece inmortal. 

     Aquellos tiempos en los que cada vecino reproducía en sí mismo (o en sus allegados) el “Vía Crucis”, han pasado definitivamente. La historia ha pasado página.

     Sin embargo, de vez en cuando, surge el milagro. Y lo que es una ristra inercial de resignados al olvido vergonzoso, se convierte, por obra y gracia de la chiripa, en un espectáculo lleno de humanidad (e inolvidable).

     En fin, pura decadencia. Lo que paso a relatarles ocurrió en pleno  etapa de transición.

     Desde que levanté el vuelo, vuelvo al nido sólo por Navidad. Que aquella primavera del último año del siglo XX aterrizara por mi pueblo fue a impulsos del más completo aburrimiento mezclado, por qué no decirlo, con unas gotas de nostalgia (“nostos” + “algos” == un regreso doloroso) del hermosísimo perfume de azahar. La casa familiar, aquella que en la prehistoria estuvo ocupada por el zapatero y por el practicante, ha sido testigo, año tras año, del deterioro de las costumbres: no hay Semana Santa que no circule bajo sus balcones. Y allí estaba yo, tumbado en la cama, con el balcón abierto de par en par y dejando circular, a su ritmo, una terrible resaca A lo lejos se oía el anacrónico violín, el arrastrar de pasos y, en los intersticios, el chirrido oxidado de la silla de ruedas. Era Jueves Santo: el día del Crucificado. La Cruz lamía los márgenes. Desde hacía años se hablaba de agenciarse una “Cruz” un poco más pequeña. Pero siempre lo dejaban para el año siguiente. El quejido de la silla era símbolo del lamento del mundo. Era el grillo de la conciencia universal.

     Había llegado (yo) el Domingo de Ramos. Era Jueves Santo (primero de abril) y descansaba, ajeno a la riada, en la cama en la que, de un sitio para otro, crecí y me hice adolescente. Mi madre, haciendo grumo con las vecinas, estaba sentada tan ricamente en la acera. Algo, sin embargo, le impedía relajarse. No me refiero al “Crucificado·, que ya asomaba, en contra de la costumbre, por la calle del General Sanjurjo, por la parte del “Caporro”. No. Era otra cosa: ¡era yo! que, sordo a los santos sonidos y ciego a la sagrada oscuridad, me empecinaba en seguir descansando en la cama en la que, de un sitio para otro, crecí y me hice adolescente…dejando circular libremente una resaca que me duraba ya dos días.

     El “Crucificado” se acercaba lenta pero inexorablemente. Lo sabía por el efecto “doppler” del violín y por los chirridos de la silla de ruedas. Los encargados de la basura iban apartando los cables de la luz para que la cosa no acabara en tragedia. Y en lo más oscuro del silencio, cuando todo era más espeso, una voz aguda, como de aguja hipodérmica, se descolgó desde un balcón cercano.  Supe que era la tía Juana. Yo la hacía en Montpellier. Pero estaba claro que había vuelto, aunque sólo fuera para pasar con nosotros estos días tan entrañables. Nadie sabía de su devoción. Cuando se fue, en tiempos de la “Gacela Negra”, era, en realidad, bastante ligera de cascos. Quizás las vendimias la hubieran convertido en devota. Lo cierto es que lanzó un estremecedor “¡Aaaaayyyyy!” por seguirilla…

     Y no se iba a quedar en el mero lamento, sino que continuaría:

“Que redoblen los tambores
y las trompetas muy despacio,
contemplemos al Gran Poder:
va caminando muy despacio,
fijarse gitanos en Él”

     La rima era pobre, sin discusión, pero el sentimiento… ¡Ay…el sentimiento! 



     El bombo, destemplado, seguía  impertérrito, su ritmo fofo. El corneta, tocado por la emoción, principió “El Silencio”, en la versión sintética de Rudy Ventura. Duró lo que duró el vuelo del ¡“Aaaaayyyy”!
     Mientras volaba el “¡Aaaayyy!” los corazones se encogieron a la espera de la conmoción que seguiría…La luna seguía en fase de plenilunio. Las sombras (¡ya saben Vds.!) se amontonaban: las fijas y las móviles; las cálidas y las frías. El silencio se condensó; hacía daño de tanta condensación.

     Tantos años en Francia le había dejado sin frenillo, así que las “erres” y las “jotas” sonaban como gárgaras:

“Que guedoblen los tambogues
y las trogpetas muy despacio,
contemplemos al Ggan Podeg:
va caminando muy despacio,
figarse guitanos en Él”

     Los costaleros se quedaron paralizados. Los vecinos se miraron como si fuera la primera vez. Los escasos nazarenos agitaron, incontenibles, los capirotes y los músicos perdieron el ritmo, que huyó por los callejones.

     Yo, dando el famoso traspié familiar, salí al balcón y fui testigo de lo que les cuento. La tía Juana, que había conseguido, dios sabe dónde, un traje de “manola”, se desgaritaba y se dejaba la glotis. El efecto fue como si “el ángel de la rechifla” hubiera sobrevolado la calle del Caudillo. Aquellos que ya están muertos también fueron testigos. Fue la primera y única (que yo sepa) vez que alguien cantaba una saeta en el pueblo… ¡y en francés!  Pasado el impacto, llegaron las carcajadas y yo volví a la cama. 

     El “Crucificado” estaba a un tiro de piedra. Mi madre seguía inquieta. Cuando la “Cruz” iba por el número 26 ya no pudo contener la inquietud que la embargaba:

     –¡Ruso! ¡Que eres un ruso! Mira tú que ni salir a ver al Crucificado…

     Acabo de decirles que me había asomado al balcón para no perderme la saeta de la afrancesada. Mi madre, sin embargo, quería que permaneciera y diera fulgor al balcón familiar. Volví a asomarme, catapultado y lívido del susto.

     Los costaleros tampoco ganaban para sobresaltos. Pararon y miraron a ver de dónde procedía el maternal reproche. Giraron el catafalco hacia la izquierda y el “Crucificado” me  abofeteó con la derecha. Como en la película “Marcelino, pan y vino”. 

     Fue la señal para que mi madre se extendiera sobre la justicia divina y el error radical en que consistía mi vida. El 15 % de la población, que seguía entre risotadas el espectáculo, rompió filas y aquello se convirtió en un carnaval.

     A mí se me pasó la resaca de(l) golpe.

     El “Cristo” fue llevado al galope a la parroquia y los feligreses fueron a ocupar mesa en los bares que, por entonces, ya no cerraban. El del violín quedó, desconcertado y como resto de morrena, en medio de la calle del Caudillo. Me miró. Lo miré. Y me brindó un villancico: “La nOche buena se vieeene / la nOche buena se vaaa / y nOsotros nos ireeemos / y nO volvereemos máaaas”.

     Acertó.

     La luna llena, parecía un aro de santo.

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