sábado, 14 de junio de 2014

¡Va por Vds! Viaje a Trento



A las seis de la mañana de un gélido 30 de diciembre de hace una friolera de años, me encontraba yo en Tortona (Italia). No me pregunten cómo llegué a ese cruce de caminos. No lo recuerdo. Puedo aventurar una respuesta. Pero no lo haré. Estaba en Tortona: importante nudo de comunicaciones; es todo.

     Cargado con una bolsa del corte inglés (de las grandes) y con dos petacas de Terry de malla, como dos pistolas de segunda mano, esperaba  la diligencia hacia Trento.  Íbamos, invitados, a pasar la Noche Vieja en los Dolomitas: a comer pasta de lentejas y a divertirnos de lo lindo. No existían (¿o sí?) los móviles. Ni el GPS. Ni las tarjetas de crédito. Y, si me apuran, ni el dinero.
     Repito que no recuerdo qué hacía (yo) en aquel cruce de caminos. Pero para facilitar las cosas les dije que les esperaría, para que no hubiera confusión, en la Vía Trento de Tortona.

Nada, sin problemas, que sobre las 3 de la madrugada estarían allí. ¡Descuida!



     Las campanas de todas las iglesias de Tortona dieron las seis… ¡y repitieron las campanadas para que el universo-mundo se enterara del escarnio!  El Passat color crema no aparecía. Agoté la primera petaca y pensé en rociarme con la segunda y prenderme a lo bonzo para paliar el frío. Empezó a nevar, y la nieve sucia se cubrió de una capa de nieve limpia. Vaqueros, botas tipo chiruca (el gore tex tampoco existía), jersey a lo Marcelino Camacho y una chaqueta vaquera…y nevaba. Los músculos de la cara empezaban a ponerse rígidos como a los muertos del Imperio Antiguo: Una sonrisa  ridícula, por impropia. Los campanarios se carcajeaban rítmica y regularmente. No amanecía: no era la hora. Me acurruqué en un portal decidido a rendir mi alma. El tiempo como nitrógeno líquido circulaba a mi alrededor. Yo me había momificado y me había despedido del tiempo. En un momento de lucidez y humor (el último, pensé) se me ocurrió que parecía el escenario adecuado para “smoke on the wather”. También es desalentador que tu último pensamiento sea de tal calibre y enjundia. Yo, llamado a la gloria poética, hubiera deseado un “¡Más luz!” o algo así como “¡Demasiado tarde, demasiado tarde!”…que de haber sido oído por la vecina del tercero segunda, se habría expandido por el universo-mundo dando una capa trágica a mi deceso. Sin embargo era, exactamente, lo que pensaba: cuando lleguen estos cabrones  demasiado tarde!) encontraran un témpano en medio de la calzada y no podrán (¡por falta de luz!) reconocer mi jeta,  que sonreirá desde el fondo helado…como un helecho apresado en ámbar.

     Y también pensé que no era la primera vez (a ver si va a ser verdad aquello que los “acontecimientos importantes” se repiten por dos veces…etc…etc). Fue en La Encina, antiguo nudo ferroviario. Les esperaba en el camino de Fuente la Higuera. También le costó amanecer y nevaron alfileres cortitos (chuzos de punta, que se llaman). Al final llegaron con una rueda que parecía la rueda de repuesto del coche de los siete enanitos. Habían pinchado en plena Manchuela. Llegaron como el carro de Isaías: con las largas y con estruendo de trompetas.

     Lo raro de la historia es que no sé por qué motivo me tenían que recoger siempre a MÍ. ¿Qué cojones hacía yo perdido por antiguos nudos de comunicación, siempre de noche y siempre al borde del cero absoluto?

     Pero, ya saben Vds. que dios (¿) aprieta pero no ahoga (¿). Así que llegaron… ¡a las diez de la mañana!  Primero pasó una ambulancia de servicio. Pensé que venía a por mí: que estaba muscularmente muerto, y que el pequeño resto de vida que quedaba se había refugiado en la hipófisis, bajo la silla turca del hueso esfenoides. Detrás venía el Passat color crema. Pasó de largo (fallecí). Frenó. Dio marcha atrás y me recogieron como se recoge un saco de patatas (congeladas). Vieron mi sonrisa  y la mala conciencia de desvaneció euridicianamente.  Me sentí feliz como las almas del purgatorio…por haber salido de la ciudadela de Dite.

     Sin embargo esto había sido un aperitivo.

     Sólo cuando la sonrisa se descongeló y comprobaron que debajo se escondía un rictus mortal y que no podía articular palabra, se le ocurrió a alguien, ya en las cercanías del lago de Garda, que igual me vendría bien un café o un cacaolat bien calentito… (¡Dios se lo pague al tal!). Cuando fui consciente, sonaba en la radiocasete: “Stassera mi buto” y a continuación brotó “Sonno tremendo”…era un programa especial dedicado a Rocky Roberts y su etapa italiana. Me sentí desgraciado de verdad.

     La entrada en el GranTrento fue triunfal: Un choque en cadena hizo añicos las luminarias y arrancó los protectores del coche. A Pepe, que conducía, le tuvimos que “llevar la mano (además de abrirle la boca y vaciar en ella el contenido de media petaca) para que consiguiera firmar el parte amistoso. A nuestro alrededor se montó una verdadera batalla campal a cuenta de los partes amistosos. Los parachoques delanteros y traseros araban el asfalto, como para sembrar cereal. 



    Y así de esa forma tan innoble aparcamos en la plaza de la catedral.  Entramos a un bar. Llamamos a Mapfre y nos quedamos sin coche (hasta el 2 al mediodía). Eran ¡las cinco en punto de tarde! Habíamos tardado 7 horas para hacer lo que normalmente se hace en 2 y media. Nos dejaron (los de Mapfre) un Fiat Punto. Localizamos a nuestros anfitriones: Cenamos pizza  y nos retiramos temprano.

     Al día siguiente se trataba de escalar estalactitas (¿estalagmitas?) de hielo.

     En mi sueño se mezclaron las estalactitas, las estalagmitas, la hipófisis, el esfenoides, la petaca… y desperté aterrorizado.  Cogimos el Fiat Punto y nos dirigimos hacia el norte, hacia las Dolomitas. Llevábamos un croquis. Según nos acercábamos a nuestro destino: una casona aislada a los pies de las montañas (que ya divisábamos entre la neblina), la nieve se iba espesando. A la hora de poner las cadenas se manifestó que nadie había visto en toda su vida un enjambre de hierros semejante. Lo intentamos de todas las maneras posibles (menos de la correcta). Tuvimos que abandonar el coche en la cuneta, coger nuestros bártulos y dirigirnos campo (nieve) a través hacia la acogedora casa por cuya chimenea borboteaba un humo blanco y promisorio. 



     Pepe cargaba con una maleta normal, de las que se usaban para ir a Alemania (además de pantalón de tergal y zapatos de gamuza sobre, supongo, calcetines negros de ejecutivo, de esos que cortan la circulación de la sangre…sólo le faltaba el “permiso de trabajo”). Lolo, experto, se había atado a la espalda una mochila militar. Pedro llevaba un capazo de esos de ir al mercado (en el que destacaban prendas femeninas de color rojo) y yo, la citada bolsa del corte inglés. Parecíamos huir de las hordas nazis, hacia un futuro mejor. La recua fabricaba en la nieve virginal un cañón profundo. De vez en cuando alguien se hundía hasta el cuello y había que sacarlo con cuidado para no estrangularlo. La casa se alejaba cada vez más. Hablábamos y nuestras bocas parecían locomotoras del ejército rojo. Cualquier monosílabo se convertía en humareda como de altos hornos. Decidimos no hablar… ¡para no perder la pista!

     Ya oíamos las risas (italianas) y distinguíamos los brazos que se agitaban. Esto nos dio ánimos. Cuando, por fin, llegamos, descubrimos con desolación de lo que se trataba: un almacén “diáfano” con una estufa mastodóntica en medio del vacío. Gente deportista y alegre, con ropa ligera, hacía lo que tuviera que hacer.  Allí no había ni polenta, ni marisco, ni aguardientes, ni cordero… Sólo una estufa mastodóntica, una radio casete y una olla a presión. Nos estrecharon las manos con pasión de montañero: se oyó como crujidos de vidrios rotos.
     Ningún proyecto…que no fuera el de asaltar estalactitas. Habría luna llena (¡la hubo!) y pensaban que la noche, sujetos como murciélagos, sería inolvidable entre los bloques de hielo. Nosotros desistimos. Ellos insistieron, pero nosotros desistimos. Insistieron: que qué noche vieja de mierda íbamos a pasar (¡qué razón tenían!). Desistimos. Se marcharon envueltos en cuerdas, mosquetones y con una sonrisa de oreja a oreja. Nosotros respondimos con la sonrisa “arcaica”. 



     A media tarde cayó la noche. Pero como había luna llena y todo estaba nevado, parecía mediodía.  Leímos el periódico a la luz de la luna.

     La noche avanzaba hacia el  cotillón. Buscamos y rebuscamos y sólo encontramos un paquete de lentejas, regalo de los anfitriones. El frío empezaba a sentirse. La estufa desfallecía. No encontramos mantas. Camas no habían. Cintas de casete tampoco. Había un hornillo de butano, unos platos, unos cubiertos y la olla a presión. Pusimos la radio. Encendimos el hornillo. Pusimos agua en la olla. Echamos las lentejas. Cerramos la olla y esperamos la deflagración. La olla silbaba como un mercancías. Abrimos la olla y nos encontramos con una masa capaz de pegar piedras sillares. En la radio: Romina y Albano proclamaban “felicità” a quien quisiera oírlos (y a los que no). Nos comimos el engrudo y lo rebajamos con el contenido de las petacas. Aquellos estarían colgados como murciélagos en las estalactitas. Nosotros estábamos colgados en este caserón helado y sin posibilidad de escapar.
     Siguió Olivia Newton-John, Lucio Dalla, David Boowie, Adriano Celentano (con una versión especial de “Stassera mi buto”), Domenico Modugno…Romina y Albano, que se repetían como el ajo. Bailamos por necesidad. Echamos dos sillas a la estufa y como no se recuperaba, arrojamos también los trapos de cocina y la inútil lencería femenina. Cuando la radio dio las campanadas no quedaban casi muebles. Nos pusimos a dormir pegados al calefactor, dejando siempre a uno de vigilante para alimentar la caldera: Si fuera necesario que prendiera fuego a la ropa de los alpinistas. Era como la navidad soviética, en plena  guerra civil.

Cuando salimos a campo abierto (¿) (antes de que llegaran los anfitriones) nos pareció ver un resplandor rosado en dirección a Venezia. La nieve había cubierto la zanja del día anterior…así que tuvimos que hacer otra y librarnos unos a otros de una muerte segura. A lo lejos distinguíamos la carretera y los coches…varados en el océano helado, como en el cuadro de Friedrich. Algo extraño había pasado. El hecho indiscutible es que los coches, en interminable fila india, estaban orientados exactamente en dirección contraria a la nuestra. Y el Fiat Punto, como oveja negra, tuvo que recorrer de culo, empaquetado, la distancia hasta la carretera principal…marcha atrás…entre la rechifla de los domingueros y del helicóptero de tráfico que sobrevolaba  el paraje. Fue una suerte porque las cadenas colgaban como harapos de los embellecedores de las ruedas. Éramos la pieza defectuosa en la cadena de montaje.

     El día de Año Nuevo está todo cerrado (también en Italia). Aparcamos en el único sitio que conocíamos: Plaza de la catedral. De las petacas no salía ni una gota… ¡ni con palillos! Cuatro mentes son más productivas que una, de esa unión brotó la única idea posible: ir al bar de la estación. Cargamos nuestras posesiones y peregrinamos siguiendo las vías, en el más puro estilo neorrealista. La estación parecía una feria de esquíes de segunda mano y de navajas suizas. Ocupamos una mesa y los alrededores. Pedimos unos “correttos”, unos” panninis” y una botella de grappa…y nos dispusimos a pasar el día. Año Nuevo en Trento.
     A la hora de comer pedimos más panninis, más correttos y otra botella de grappa. Pasamos el tiempo jugando a los chinos y a pares y nones. Llegó la hora de la cena y pedimos otra ronda. Por entonces empezaba a abandonarnos el frío, como los demonios abandonan el cuerpo de los endemoniados: con escalofríos y convulsiones… pero como ya era de noche decidimos no salir a echar un vistazo. La sala quedó vacía. 
     De madrugada alguien contó un chiste. Una pareja entró sonámbula y ataviada con las galas de lo que debió ser (ayer) una fiesta divertida: matasuegras incluido; echó una mirada y volvió a salir. El locutor, desganado, anunciaba, en verso libre, trenes con destino a Milán, a Venecia, a Bolzano…En cualquier momento podría dirigirse directamente a nosotros: “Aquellos imbéciles desnortados, que hagan el favor de abandonar el local” y nosotros habríamos vuelto a cargar con nuestros bártulos y hubiéramos salido a tomar el fresco a las riberas del Adigio…tal era nuestro estado de estulticia.



Amaneció el día 2 de enero y pedimos otra ronda. A eso de las 11 de la mañana salimos de aquel antro, cargados con nuestras valijas como si acabáramos de llegar de los suburbios de Milán. Dimos con la plaza de la catedral y entramos en el bar del día 31. Nos jugamos a los chinos quien conduciría las primeras tres horas y el desgraciado se abstuvo de los carajillos y de las grappas.
Llegó el de Mapfre. Hicimos el cambio y enfilamos hacia la autopista de Verona, Brescia, Milán. Pasado Milán el conductor propuso seguir hacia el Mont Blanc y cruzar el túnel. Nadie respondió, así que sobre las cuatro de la tarde hicimos entrada en Aosta y seguimos hacia el túnel y Annecy. Justó allí dije que me despedía. Ellos tomaron la carretera de la izquierda, hacia Grenoble.

… Y yo me quedé en aquel importante nudo de comunicaciones.

viernes, 13 de junio de 2014

"El caso Egido"



    Yo tengo datos que demuestran que lo del "silencio de dios" es una licencia poética. Al contrario: atiende las plegarias de las criaturas cuando aquellas son sinceras y compactas…y cuando éstas, constituidas en pequeño “cuerpo místico”, se le dirigen humildemente…pero con decisión y entereza.

     Escogió como ocasión a Egido para manifestar su potencia y bondad, aunque esta última viniera precedida por un acto de malicia en exceso vulgar y humillante… ¡dios no para en mientes!

     Que eligiera a Egido… que fuera, precisamente él, el conducto por el cual dios nos haría comprender las limitaciones humanas como medio de reconocimiento de la grandeza celestial, fue un golpe maestro y una muestra más de la prodigalidad (arbitrariedad) divina.

     Cuando las circunstancias externas de nuestra vida cambian de forma abrupta, es frecuente que se altere el ritmo de las deposiciones: viajes, cambio de aguas…También cuando nuestra vida interior se condensa impulsada por su propia gravedad, el restreñimiento funciona como símbolo de esa condensación espiritual. Lo primero era imposible; la segunda hipótesis, probable. Y, a falta de otra mejor, se convirtió en definitiva, a sabiendas de que cometíamos una falacia catalogada.

     La alarma cundió al quinto día. Egido lo declaró bajo secreto de confesión, pero todos nos dimos por enterados en cuanto dejó de morderle la oreja al padre confesor…

   ¡Éramos cuerpo místico! Además de una caterva de abandonados que teníamos que  ser reconducidos a las rectas sendas del señor.

     El sexto día empezó la dieta especial: aceite y miel (como a los ángeles). El asunto revestía una gravedad inusitada, ya que, de por sí, el café con leche de la mañana era capaz de deshacer cualquier grumo intestinal, incluso en los estómagos acostumbrados al mineral de hierro…Y la sopa de la noche, actuando sobre el refrigerio matutino, multiplicaba por 9 el efecto y hacía cagar a dios uno y trino. Sin embargo, Egido se obcecó. Se cerró la salida al exterior, al tiempo que su espiritualidad, espesada, se manifestaba como auras que sobrevolaban su cabeza o la circundaban, directamente… o en posiciones imposibles, de faquir, durante el rezo del rosario. Su tez tomaba el color de la cera virgen y su estómago empezaba a proyectarse como si se hubiera tragado una pirámide egipcia…Una pera, era imposible. Podría decirse que Egido alcanzaba por momentos el solipsismo absoluto.
     A partir del séptimo día, a la dieta angélica, el “padre maestro” creyó oportuno añadir, por las noches, una bendición, custodia en mano: “Para Egido…que dios, nuestro padre, se digne a poner fin a su sufrimiento” y trazaba una amplia cruz que nos salpicaba a todos. Egido la recibía entre convulsiones que, a veces, nos llamaban a engaño, pero que siempre se resolvían en suspiros y en pequeños intentos de levitación.
     El décimo día (la pirámide había crecido considerablemente y su tez ultrapasado la escala de grises y se internaba en el campo de los verdes) se le añadió una bendición matutina, en el punto álgido de la misa: en la consagración. Era como si el misterio de la transmutación se hiciera por obra y gracia del infeliz, que, por lo demás, parecía transfigurado. Esperábamos su irrupción en la capilla con el ánimo encogido y cuando lo veíamos entrar peor, si cabe, que cuando lo habíamos visto salir el día anterior, se nos encogía el alma (¿) y el estómago, pensando que nos podría pasar a nosotros.

      Por lo demás la entrada matutina en la capilla era de lo más divertido, parecía un desfile de clientes de un frenopático: algunos habían olvidado peinarse; otros bajaban con un solo zapato; los hubo que entraron sin pantalones, pero con la chaqueta reglamentaria; en torno al 50% mostraban evidencia de haberse lavado los dientes…No es extraño que dios se hiciera de rogar. Y cuando abandonábamos el recinto religioso, aquello parecía un campo de batalla, después del combate: zapatos sueltos, algún calcetín, gafas…peines, pañuelos…algún cepillo de dientes.
                 
     Los viernes, durante la novena dedicada a la virgen, los ruegos y plegarias se intensificaban y apelábamos al amor de madre…ya que el padre se mostraba tan severo.

     Egido iba a la suya. No colaboraba. Diríase que temía perder los privilegios.

     Pasó el día 11, el 12, el 13, el 14…y su cara iba tomando naturaleza mineral. Parecía pirita. Nosotros insistíamos ante el altísimo y amenazábamos a las potencias celestiales con pecados y sacrilegios sin cuento.

     Y fue precisamente el día que hacia 14 desde el comienzo de la desgracia que, de forma traicionera (o, por lo menos, inesperada) el “padre” se descolgó con: “Y esta (bendición) para Herrero (un servidor)… ¡que estando tan cerca de la fuente no pase nunca sed!”. Ya éramos dos los afectados: Egido por su solipsismo físico y yo por no sé qué motivo. Y sigo sin saberlo. Cierto que hacía una semana que me había nombrado “sacristán”. Supongo que se refería a esa cercanía…etc…etc. Pero ¿por qué temía que yo pasara sed? (está claro, ahora, que se equivocó de todas todas. El “Espiritu (oso) Santo” me ha acompañado toda la vida). Aproveché mi cercanía a la fuente para pimplarme el resto de las vinagreras y beber directamente de la garrafa, ese vino dulcísimo que convierten por arte de birlibirloque en repugnante sangre del divinocordero”.

     Le he dado vueltas al asunto y no he conseguido desentrañar la relación que el “padre maestro” estableció entre el “caso Egido” (podemos llamarlo así) y el “caso Herrero” (cuya naturaleza desconozco). Sea como fuere, el hecho indisoluble es que los dos “casos” aparecerán unidos, de forma injusta, en la memoria de los testigos supervivientes.

     Bueno, pues, el día que hacía 15 vimos entrar a Egido con una sonrisa de oreja a oreja y supimos que dios había aflojado, una vez puesto, eso sí, de manifiesto su poder y su benevolencia.

     Otros se enteraron durante la noche. Los demonios, dicen, lo abandonaron entre truenos y sulfurosas pestilencias.

     A partir de ese día, Egido volvió a ser el que era: alguien en el que su vida interior brillaba por su ausencia y que sólo se distinguía por las patadas imperdonables que propinaba a los finos delanteros como yo.

     De haber seguido negándose a la realidad exterior, hubiera podido alcanzar la categoría de santo.