A
las seis de la mañana de un gélido 30 de diciembre de hace una friolera de
años, me encontraba yo en Tortona (Italia). No me pregunten cómo llegué a ese
cruce de caminos. No lo recuerdo. Puedo aventurar
una respuesta. Pero no lo haré. Estaba en Tortona: importante nudo de
comunicaciones; es todo.
Cargado con una bolsa del corte inglés (de las grandes) y con dos
petacas de Terry de malla, como dos pistolas de segunda mano, esperaba la diligencia hacia Trento. Íbamos, invitados, a pasar la Noche Vieja en
los Dolomitas: a comer pasta de lentejas y a divertirnos de lo lindo. No
existían (¿o sí?) los móviles. Ni el GPS. Ni las tarjetas de crédito. Y, si me
apuran, ni el dinero.
Repito que no recuerdo qué hacía (yo) en aquel cruce de caminos. Pero
para facilitar las cosas les dije que les esperaría, para que no hubiera
confusión, en la Vía Trento de Tortona.
Nada, sin problemas, que sobre las
3 de la madrugada estarían allí. ¡Descuida!
Las campanas de todas las iglesias de Tortona dieron las seis… ¡y
repitieron las campanadas para que el universo-mundo se enterara del escarnio! El Passat
color crema no aparecía. Agoté la primera petaca y pensé en rociarme con la
segunda y prenderme a lo bonzo para paliar el frío. Empezó a nevar, y la nieve
sucia se cubrió de una capa de nieve limpia. Vaqueros, botas tipo chiruca (el gore tex tampoco existía), jersey a lo Marcelino Camacho y una
chaqueta vaquera…y nevaba. Los músculos de la cara empezaban a ponerse rígidos
como a los muertos del Imperio Antiguo: Una sonrisa ridícula, por impropia. Los campanarios se
carcajeaban rítmica y regularmente. No amanecía: no era la hora. Me acurruqué
en un portal decidido a rendir mi alma. El tiempo como nitrógeno líquido
circulaba a mi alrededor. Yo me había momificado y me había despedido del
tiempo. En un momento de lucidez y humor (el último, pensé) se me ocurrió que
parecía el escenario adecuado para “smoke
on the wather”. También es desalentador que tu último pensamiento sea de
tal calibre y enjundia. Yo, llamado a la gloria poética, hubiera deseado un “¡Más luz!” o algo así como “¡Demasiado tarde, demasiado tarde!”…que
de haber sido oído por la vecina del tercero segunda, se habría expandido por
el universo-mundo dando una capa trágica a mi deceso. Sin embargo era,
exactamente, lo que pensaba: cuando lleguen estos cabrones (¡demasiado
tarde!) encontraran un témpano en medio de la calzada y no podrán (¡por falta de luz!) reconocer mi
jeta, que sonreirá desde el fondo
helado…como un helecho apresado en ámbar.
Y también pensé que no era la primera vez (a ver si va a ser verdad
aquello que los “acontecimientos
importantes” se repiten por dos veces…etc…etc). Fue en La Encina, antiguo
nudo ferroviario. Les esperaba en el camino de Fuente la Higuera. También le
costó amanecer y nevaron alfileres cortitos (chuzos de punta, que se llaman). Al final llegaron con una rueda
que parecía la rueda de repuesto del coche de los siete enanitos. Habían
pinchado en plena Manchuela. Llegaron
como el carro de Isaías: con las largas y con estruendo de trompetas.
Lo raro de la historia es que no sé por qué motivo me tenían que recoger
siempre a MÍ. ¿Qué cojones hacía yo perdido por antiguos nudos de comunicación,
siempre de noche y siempre al borde del cero absoluto?
Pero, ya saben Vds. que dios (¿) aprieta pero no ahoga (¿). Así que
llegaron… ¡a las diez de la mañana!
Primero pasó una ambulancia de servicio. Pensé que venía a por mí: que
estaba muscularmente muerto, y que el pequeño resto de vida que quedaba se
había refugiado en la hipófisis, bajo
la silla turca del hueso esfenoides. Detrás venía el Passat color crema. Pasó de largo
(fallecí). Frenó. Dio marcha atrás y me recogieron como se recoge un saco de
patatas (congeladas). Vieron mi sonrisa
y la mala conciencia de desvaneció euridicianamente. Me sentí feliz como las almas del purgatorio…por
haber salido de la ciudadela de Dite.
Sin embargo esto había sido un aperitivo.
Sólo cuando la sonrisa se descongeló y comprobaron que debajo se
escondía un rictus mortal y que no podía articular palabra, se le ocurrió a
alguien, ya en las cercanías del lago de Garda, que igual me vendría bien un
café o un cacaolat bien calentito…
(¡Dios se lo pague al tal!). Cuando fui consciente, sonaba en la radiocasete: “Stassera mi buto” y a continuación brotó
“Sonno tremendo”…era un programa
especial dedicado a Rocky Roberts y su etapa italiana. Me
sentí desgraciado de verdad.
La entrada en el GranTrento
fue triunfal: Un choque en cadena hizo añicos las luminarias y arrancó los
protectores del coche. A Pepe, que conducía, le tuvimos que “llevar la mano” (además de abrirle la
boca y vaciar en ella el contenido de media petaca)
para que consiguiera firmar el parte amistoso. A nuestro alrededor se montó una
verdadera batalla campal a cuenta de los partes amistosos. Los parachoques
delanteros y traseros araban el asfalto, como para sembrar cereal.

Y así de esa forma tan innoble aparcamos en la plaza de la
catedral. Entramos a un bar. Llamamos a
Mapfre y nos quedamos sin coche (hasta el 2 al mediodía). Eran ¡las cinco en
punto de tarde! Habíamos tardado 7 horas para hacer lo que normalmente se hace
en 2 y media. Nos dejaron (los de Mapfre) un Fiat Punto. Localizamos a
nuestros anfitriones: Cenamos pizza y
nos retiramos temprano.
Al día siguiente se trataba de escalar estalactitas (¿estalagmitas?) de
hielo.
En mi sueño se mezclaron las estalactitas, las estalagmitas, la
hipófisis, el esfenoides, la petaca… y desperté aterrorizado. Cogimos el Fiat Punto y nos dirigimos hacia el norte, hacia las Dolomitas.
Llevábamos un croquis. Según nos acercábamos a nuestro destino: una casona
aislada a los pies de las montañas (que ya divisábamos entre la neblina), la
nieve se iba espesando. A la hora de poner las cadenas se manifestó que nadie
había visto en toda su vida un enjambre de hierros semejante. Lo intentamos de
todas las maneras posibles (menos de la correcta). Tuvimos que abandonar el
coche en la cuneta, coger nuestros bártulos y dirigirnos campo (nieve) a través
hacia la acogedora casa por cuya chimenea borboteaba un humo blanco y
promisorio.

Pepe cargaba con una maleta normal, de las que se usaban para ir a
Alemania (además de pantalón de tergal y zapatos de gamuza sobre, supongo, calcetines negros de ejecutivo, de esos que
cortan la circulación de la sangre…sólo le faltaba el “permiso de trabajo”).
Lolo, experto, se había atado a la espalda una mochila militar. Pedro llevaba
un capazo de esos de ir al mercado (en el que destacaban prendas femeninas de
color rojo) y yo, la citada bolsa del corte inglés. Parecíamos huir de las
hordas nazis, hacia un futuro mejor. La recua fabricaba en la nieve virginal un
cañón profundo. De vez en cuando alguien se hundía hasta el cuello y había que
sacarlo con cuidado para no estrangularlo. La casa se alejaba cada vez más.
Hablábamos y nuestras bocas parecían locomotoras del ejército rojo. Cualquier
monosílabo se convertía en humareda como de altos hornos. Decidimos no hablar…
¡para no perder la pista!
Ya oíamos las risas (italianas) y distinguíamos los brazos que se
agitaban. Esto nos dio ánimos. Cuando, por fin, llegamos, descubrimos con
desolación de lo que se trataba: un almacén “diáfano” con una estufa mastodóntica en medio del vacío. Gente
deportista y alegre, con ropa ligera, hacía lo que tuviera que hacer. Allí no había ni polenta, ni marisco, ni
aguardientes, ni cordero… Sólo una estufa mastodóntica, una radio casete y una
olla a presión. Nos estrecharon las manos con pasión de montañero: se oyó como
crujidos de vidrios rotos.
Ningún proyecto…que no fuera el de asaltar estalactitas. Habría luna
llena (¡la hubo!) y pensaban que la noche, sujetos como murciélagos, sería
inolvidable entre los bloques de hielo. Nosotros desistimos. Ellos insistieron,
pero nosotros desistimos. Insistieron: que qué noche vieja de mierda íbamos a
pasar (¡qué razón tenían!). Desistimos. Se marcharon envueltos en cuerdas,
mosquetones y con una sonrisa de oreja a oreja. Nosotros respondimos con la
sonrisa “arcaica”.

A media tarde cayó la noche. Pero como había luna llena y todo estaba
nevado, parecía mediodía. Leímos el
periódico a la luz de la luna.
La noche avanzaba hacia el
cotillón. Buscamos y rebuscamos y sólo encontramos un paquete de
lentejas, regalo de los anfitriones. El frío empezaba a sentirse. La estufa
desfallecía. No encontramos mantas. Camas no habían. Cintas de casete tampoco.
Había un hornillo de butano, unos platos, unos cubiertos y la olla a presión.
Pusimos la radio. Encendimos el hornillo. Pusimos agua en la olla. Echamos las
lentejas. Cerramos la olla y esperamos la deflagración. La olla silbaba como un
mercancías. Abrimos la olla y nos
encontramos con una masa capaz de pegar piedras sillares. En la radio: Romina y
Albano proclamaban “felicità” a quien
quisiera oírlos (y a los que no). Nos comimos el engrudo y lo rebajamos con el
contenido de las petacas. Aquellos estarían colgados como murciélagos en las
estalactitas. Nosotros estábamos colgados
en este caserón helado y sin posibilidad de escapar.
Siguió Olivia Newton-John, Lucio Dalla, David Boowie, Adriano Celentano
(con una versión especial de “Stassera mi
buto”), Domenico Modugno…Romina y Albano, que se repetían como el ajo.
Bailamos por necesidad. Echamos dos sillas a la estufa y como no se recuperaba,
arrojamos también los trapos de cocina y la inútil lencería femenina. Cuando la
radio dio las campanadas no quedaban casi muebles. Nos pusimos a dormir pegados
al calefactor, dejando siempre a uno de vigilante para alimentar la caldera: Si
fuera necesario que prendiera fuego a la ropa de los alpinistas. Era como la
navidad soviética, en plena guerra
civil.
Cuando salimos a campo abierto (¿)
(antes de que llegaran los anfitriones) nos pareció ver un resplandor rosado en
dirección a Venezia. La nieve había cubierto la zanja del día anterior…así que
tuvimos que hacer otra y librarnos unos a otros de una muerte segura. A lo
lejos distinguíamos la carretera y los coches…varados en el océano helado, como
en el cuadro de Friedrich. Algo extraño había pasado. El hecho indiscutible es
que los coches, en interminable fila india, estaban orientados exactamente en
dirección contraria a la nuestra. Y el Fiat
Punto, como oveja negra, tuvo que recorrer de culo, empaquetado, la
distancia hasta la carretera principal…marcha atrás…entre la rechifla de los
domingueros y del helicóptero de tráfico que sobrevolaba el paraje. Fue una suerte porque las cadenas
colgaban como harapos de los embellecedores de las ruedas. Éramos la pieza
defectuosa en la cadena de montaje.
El día de Año Nuevo está todo cerrado (también en Italia). Aparcamos en
el único sitio que conocíamos: Plaza de la catedral. De las petacas no salía ni
una gota… ¡ni con palillos! Cuatro mentes son más productivas que una, de esa
unión brotó la única idea posible: ir al bar de la estación. Cargamos nuestras
posesiones y peregrinamos siguiendo las vías, en el más puro estilo
neorrealista. La estación parecía una feria de esquíes de segunda mano y de
navajas suizas. Ocupamos una mesa y los alrededores. Pedimos unos “correttos”, unos” panninis” y una botella de grappa…y
nos dispusimos a pasar el día. Año Nuevo en Trento.
A la hora de comer pedimos más panninis,
más correttos y otra botella de grappa. Pasamos el tiempo jugando a los chinos y a pares y nones. Llegó la hora de la cena y pedimos otra ronda. Por
entonces empezaba a abandonarnos el frío, como los demonios abandonan el cuerpo
de los endemoniados: con escalofríos y convulsiones… pero como ya era de noche
decidimos no salir a echar un vistazo. La sala quedó vacía.
De madrugada alguien contó un chiste. Una pareja entró sonámbula y
ataviada con las galas de lo que debió ser (ayer) una fiesta divertida:
matasuegras incluido; echó una mirada y volvió a salir. El locutor, desganado,
anunciaba, en verso libre, trenes con destino a Milán, a Venecia, a Bolzano…En
cualquier momento podría dirigirse directamente a nosotros: “Aquellos imbéciles desnortados, que hagan el
favor de abandonar el local” y
nosotros habríamos vuelto a cargar con nuestros bártulos y hubiéramos salido a
tomar el fresco a las riberas del Adigio…tal era nuestro estado de estulticia.
Amaneció el día 2 de enero y
pedimos otra ronda. A eso de las 11 de la mañana salimos de aquel antro,
cargados con nuestras valijas como si acabáramos de llegar de los suburbios de
Milán. Dimos con la plaza de la catedral y entramos en el bar del día 31. Nos
jugamos a los chinos quien conduciría las primeras tres horas y el desgraciado
se abstuvo de los carajillos y de las grappas.
Llegó el de Mapfre. Hicimos el
cambio y enfilamos hacia la autopista de Verona, Brescia, Milán. Pasado Milán
el conductor propuso seguir hacia el Mont Blanc y cruzar el túnel. Nadie
respondió, así que sobre las cuatro de la tarde hicimos entrada en Aosta y seguimos
hacia el túnel y Annecy. Justó allí dije que me despedía. Ellos tomaron la
carretera de la izquierda, hacia Grenoble.
… Y yo me quedé en aquel importante
nudo de comunicaciones.