Una
de las diferencias entre el Sahel y su avanzadilla en Europa (Fortuna) es la
abundancia de cerdos y la respectiva matanza (de ellos).
Supongo
que haría frío, es necesario…pero yo no lo recuerdo. Sólo recuerdo el calor
sofocante, africano. El invierno lo asocio a los gritos agudos, como astilladas
agujas hipodérmicas, de los cerdos cuando iban al sacrificio….¡Y su resistencia
a ser llevados!
Los
gritos eran como los “¡¡Juaniiiicoooo!!”
que se despeñaban desde las ventanas o
salían zumbando desde las puertas de las casas. El “iiicooo” se agitaba como rabo de lagartija sin lagartija, como rabo
de perro contento, sin perro…como hebras de humo de cigarrillos Ideales…y se introducían en
todos los resquicios, excepto en los laberintos auditivos del interesado que
estaba extasiado haciendo lo que tuviera que hacer.
Bueno,
pues eso…que cuando llegaba la época de las matanzas (invierno) todo el pueblo
se llenaba de gritos humanos y animales, formando un espeso tapiz por el que
nadábamos como huyendo de las Euménides.
También
mis padres (mi madre…práctica, como siempre ha sido) quisieron probar suerte
con eso de matar un cerdo…¡tenías comida para todo el año!... Y se acabaría la
deplorable, humillante e insegura
dependencia del “economato” (y de
paso, daríamos un golpe mortal a la carne envasada de caballo).
Pensado
y hecho, se gastaron los ahorros en la compra de un jabatillo sonrosado, con la esperanza de que fuera una verdadera
alcancía. Lo tendríamos en el patio y se alimentaría de las sobras….
¡Ahí
empezó el problema!
En
nuestra casa no sobraba nada… ¡excepto nosotros!
Para
que se hagan vds. una idea: a mí me llamaban “cebrita”… ¿saben por qué?...pues porque siempre llevaba jerséis a
rayas…confeccionados con restos de lanas de diversos colores y texturas que encontrábamos
o pedíamos a las vecinas… ¡Entonces se hacía mucho punto!
Al
cerdo le echábamos, día sí, día no, unas peladuras de patatas y el perifollo de
la cebolla. A veces salíamos al campo a coger hierba…pero la hierba escaseaba y
no siempre era del agrado del animal. El agua se la dábamos de la aljibe…llena
de sanguijuelas pequeñitas como lombrices intestinales
…¡El cerdo no engordaba!
Pensamos
si serían las sanguijuelas…si le habría crecido una solitaria…de tanta soledad
como desprendía…Y nos veía y se ponía a chillar como un bebé hambriento y se
nos partía el corazón y la esperanza.
Además
de originarnos mala conciencia por la mala inversión realizada.
Analizábamos
sus excrementos en busca de la causa de que el cerdo no diera YA el estirón.
Estaba en plena adolescencia y seguía pareciendo un bebé raquítico. Y se nos licuaba
el alma.
¿Podríamos
alimentarlo con la bienhechora leche de cabra de la región? Mi madre intuía la
pregunta no formulada y respondía como una baríton@ trágica:
--¡Ni hablar del peluquín!...Nos saldría por
un ojo de la cara.
Pero
es que así… ¡nos costará el corazón!
A lo
que mi madre respondía:
--¡De qué nos sirve!... ¡que se rompa!
Eran
una sarta de respuestas a preguntas nunca enunciadas…pero ya saben vds. que una
madre penetra hasta en las costuras más nimias del alma.
Por
allí decían aquello de: “¡Hasta san
Antón, fiestas son!”… y para cerrarlas, sorteaban un lustroso cochino que
habían paseado hasta la saciedad por todos las calles (y vertederos). Cuando
llegaba el día del sorteo, era como si rifaran a un vecino. Bueno…pues no
pudimos participar… ¡La inversión estaba hecha!...Dejábamos pasar la suerte por
delante de la casa con la esperanza puesta en que aquel mamífero se desarrollara
según las leyes de la naturaleza.
Pasó
el invierno y la primavera duró lo que tardó en llegar el verano (¡¡).
En
verano el cerdito pesaba 15 kilos y presentaba un aspecto, en general,
lastimoso. Y, en concreto, parecía haber sido atacado por la polio o por la
gripe propia de su especie…¡hasta tosía! Le faltaba vitalidad, y le sobraba,
pensábamos, vida interior… que lo estaba consumiendo.
Decidimos
darle paseos por el campo, con el fin de fortalecer sus músculos (y, de paso,
que se buscara la vida). Inútil: tenía algo así como agorafobia. Era pisar la
calle… se sentaba y no había manera de moverlo…Era todo voluntad, no fuerza.
En
verano le dimos brevas y en septiembre higos. Almendras, carne de membrillo
casera, flores silvestres (margaritas incluidas) e hinojo. Tomillo, romero…peladuras
de patata y perifollo de cebolla.
Pasó
también el otoño y, poco a poco, siniestramente, se acercaba el día de la
matanza. Lo retrasábamos cada vez más para dar tiempo a la naturaleza…inútil:
El cerdo se había estancado en los 22 kilos y 300 gramos.


Pero su inteligencia no se había estancado: Nos conocía a todos por nuestro propio nombre. Sabía lo que iba a comer con sólo ver nuestras caras… Y también sabía contar los días…¡por memoria genética!...Aquí podría extenderme y hacer llorar a toda la humanidad. ¡Basta!
Decidimos
que el día de nochebuena era el día apropiado…¡para comer morcillas y
oreja frita por la noche! Como despedida le dimos turrón duro. Le gustó, pero
no lo incorporó.
--“¡No hace falta matarife!”, exclamó mi
madre… ¡como si alguien hubiera propuesto tal despropósito!
Les
ahorro los detalles…Baste decir que fue muerto como un conejo (ya saben vds.).
Salieron
dos morcillas mal contadas y dos orejas (¡¡) que parecían hojitas de naranjo…
nos las comimos entre lacrimosos villancicos:
“La
no/chebuena se vieene,
La no/chebuena
se vaaa…
Y no/sotros
nos ireemos
Y no/
volveremos maaás”.
Pobre cerdo… ¡qué poco incorporó del
mundo!... ¡Qué inútil su sacrificio!...
A nosotros nos entró tanta vergüenza que
no nos atrevimos a mirarnos a la cara…
Hubo para dos estofados más y tres
bocadillos de jamón… ¡pero qué bien olía el puerco!
No hay comentarios:
Publicar un comentario