jueves, 17 de octubre de 2013

“¡Va por vds.!: La matanza del cerdo familiar”




Una de las diferencias entre el Sahel y su avanzadilla en Europa (Fortuna) es la abundancia de cerdos y la respectiva matanza (de ellos).

Supongo que haría frío, es necesario…pero yo no lo recuerdo. Sólo recuerdo el calor sofocante, africano. El invierno lo asocio a los gritos agudos, como astilladas agujas hipodérmicas, de los cerdos cuando iban al sacrificio….¡Y su resistencia a ser llevados!

Los gritos eran como los “¡¡Juaniiiicoooo!!” que se despeñaban desde las ventanas  o salían zumbando desde las puertas de las casas. El “iiicooo” se agitaba como rabo de lagartija sin lagartija, como rabo de perro contento, sin perro…como hebras de humo  de cigarrillos Ideales…y se introducían en todos los resquicios, excepto en los laberintos auditivos del interesado que estaba extasiado haciendo lo que tuviera que hacer.

Bueno, pues eso…que cuando llegaba la época de las matanzas (invierno) todo el pueblo se llenaba de gritos humanos y animales, formando un espeso tapiz por el que nadábamos como huyendo de las Euménides.

También mis padres (mi madre…práctica, como siempre ha sido) quisieron probar suerte con eso de matar un cerdo…¡tenías comida para todo el año!... Y se acabaría la deplorable, humillante  e insegura dependencia del “economato” (y de paso, daríamos un golpe mortal a la carne envasada de caballo).
  



 Pensado y hecho, se gastaron los ahorros en la compra de un jabatillo sonrosado, con la esperanza de que fuera una verdadera alcancía. Lo tendríamos en el patio y se alimentaría de las sobras….
¡Ahí empezó el problema!

En nuestra casa no sobraba nada… ¡excepto nosotros!

Para que se hagan vds. una idea: a mí me llamaban “cebrita”… ¿saben por qué?...pues porque siempre llevaba jerséis a rayas…confeccionados con restos de lanas de diversos colores y texturas que encontrábamos o pedíamos a las vecinas… ¡Entonces se hacía mucho punto!

Al cerdo le echábamos, día sí, día no, unas peladuras de patatas y el perifollo de la cebolla. A veces salíamos al campo a coger hierba…pero la hierba escaseaba y no siempre era del agrado del animal. El agua se la dábamos de la aljibe…llena de sanguijuelas pequeñitas como lombrices intestinales

…¡El cerdo no engordaba!

Pensamos si serían las sanguijuelas…si le habría crecido una solitaria…de tanta soledad como desprendía…Y nos veía y se ponía a chillar como un bebé hambriento y se nos partía el corazón y la esperanza. 

Además de originarnos mala conciencia por la mala inversión realizada.

Analizábamos sus excrementos en busca de la causa de que el cerdo no diera YA el estirón. Estaba en plena adolescencia y seguía pareciendo un bebé raquítico. Y se nos licuaba el alma.

¿Podríamos alimentarlo con la bienhechora leche de cabra de la región? Mi madre intuía la pregunta no formulada y respondía como una baríton@ trágica:

--¡Ni hablar del peluquín!...Nos saldría por un ojo de la cara.

Pero es que así… ¡nos costará el corazón! 

A lo que mi madre respondía:

--¡De qué nos sirve!... ¡que se rompa!

Eran una sarta de respuestas a preguntas nunca enunciadas…pero ya saben vds. que una madre penetra hasta en las costuras más nimias del alma. 

Por allí decían aquello de: “¡Hasta san Antón, fiestas son!”… y para cerrarlas, sorteaban un lustroso cochino que habían paseado hasta la saciedad por todos las calles (y vertederos). Cuando llegaba el día del sorteo, era como si rifaran a un vecino. Bueno…pues no pudimos participar… ¡La inversión estaba hecha!...Dejábamos pasar la suerte por delante de la casa con la esperanza puesta en que aquel mamífero se desarrollara según las leyes de la naturaleza.


Pasó el invierno y la primavera duró lo que tardó en llegar el verano (¡¡). 

En verano el cerdito pesaba 15 kilos y presentaba un aspecto, en general, lastimoso. Y, en concreto, parecía haber sido atacado por la polio o por la gripe propia de su especie…¡hasta tosía! Le faltaba vitalidad, y le sobraba, pensábamos, vida interior… que lo estaba consumiendo.

Decidimos darle paseos por el campo, con el fin de fortalecer sus músculos (y, de paso, que se buscara la vida). Inútil: tenía algo así como agorafobia. Era pisar la calle… se sentaba y no había manera de moverlo…Era todo voluntad, no fuerza.

En verano le dimos brevas y en septiembre higos. Almendras, carne de membrillo casera, flores silvestres (margaritas incluidas) e hinojo. Tomillo, romero…peladuras de patata y perifollo de cebolla.

Pasó también el otoño y, poco a poco, siniestramente, se acercaba el día de la matanza. Lo retrasábamos cada vez más para dar tiempo a la naturaleza…inútil: El cerdo se había estancado en los 22 kilos y 300 gramos. 



Pero su inteligencia no se había estancado: Nos conocía a todos por nuestro propio nombre. Sabía lo que iba a comer con sólo ver nuestras caras… Y también sabía contar los días…¡por memoria genética!...Aquí podría extenderme y hacer llorar a toda la humanidad. ¡Basta!

Decidimos que el día de nochebuena  era el día apropiado…¡para comer morcillas y oreja frita por la noche! Como despedida le dimos turrón duro. Le gustó, pero no lo incorporó.

--“¡No hace falta matarife!”, exclamó mi madre… ¡como si alguien hubiera propuesto tal despropósito!

Les ahorro los detalles…Baste decir que fue muerto como un conejo (ya saben vds.).

Salieron dos morcillas mal contadas y dos orejas (¡¡) que parecían hojitas de naranjo… nos las comimos entre lacrimosos villancicos:

“La no/chebuena se vieene,
La no/chebuena se vaaa…
Y no/sotros nos ireemos
Y no/ volveremos maaás”.

Pobre cerdo… ¡qué poco incorporó del mundo!... ¡Qué inútil su sacrificio!...

A nosotros nos entró tanta vergüenza que no nos atrevimos a mirarnos a la cara…

Hubo para dos estofados más y tres bocadillos de jamón… ¡pero qué bien olía el puerco!


      







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