miércoles, 30 de octubre de 2013

“¡Va por vds.!” Al hilo de “Manolo Escobar”




No era el que más me gustaba, ni de lejos…Yo prefería a Antonio Molina (por encima de todos), a la Niña de Antequera, a la Paquera…pero estábamos a expensas de la radio y en la radio sonaba con mucha frecuencia. 

Cuando la razón brotó en mí (coincidiendo con la primera comunión) Manolo Escobar “YA estaba allí”… de tal manera que no pude comprender sus innovaciones (simplificaciones) y no pude, tampoco, rechazarlo por intruso.




¿Recuerdan vds. los “discos dedicados”?...Cualquier acontecimiento, por grave o anodino que fuera, era apropiado para solicitar y dedicar un disco: “a Juanico, en su primera comunión”, “a Ginés, en el día de su licenciamiento militar”, “a María Pérez, en su toma de dichos”, “a mi “maere”, de su hijo que mucho la quiere”…y, así, todas las etapas de una vida iban    acompañadas de una canción que alguien había tenido a bien dedicar. 

 Con el tiempo se olvidan los acontecimientos y te queda la música…

La radio fue el primer “electrodoméstico” que irrumpió en nuestras vidas: ni neveras, ni televisiones, ni túrmix, ni tostadoras…El siguiente fue la máquina de afeitar eléctrica que, sin excepción, acababa, inservible, en el cajón más insospechado. Sus delicadas cuchillas no podían con el cañamazo que, por entonces, germinaba en las caras de la población masculina (y femenina) de por aquí…los americanos no tuvieron en cuenta a Darwin. Cuando veo una máquina de afeitar eléctrica, no puedo menos que imaginármela dentro de un vaso de agua, en la mesilla de noche de una áspera habitación de matrimonio (aunque siempre la vea dentro del armario más insospechado).

 


Bueno, a lo que iba…Empezaba el otoño y acababan los cincuenta. El río venía crecido y arrastraba cantidades industriales de “peces borrachos”; los podías coger a calderadas. El problema era conservarlos. Aguantábamos hasta que el  olor se hacía espeso y nos impedía movernos con soltura. Entonces los enterrábamos.  La casa estaba rodeada de naranjos y melocotoneros. Había higueras, granados, un “peretero” y  espacio suficiente para cultivar hortalizas. Había gallinas, conejos, un perro y gatos incontables. Y estábamos nosotros: mi tía, mi madre, mi primo, mi prima, mi hermano mediano y yo…el resto de la familia aparecía y desaparecía …como con un interruptor. 

 Los gatos escarbaban y escarbaban…

De vez en cuando aparecía “La japonesa” con un fardo que, a mí, me parecía el universo-mundo, tal como lo había visto en una ilustración del mito de “Atlas”. Dentro del fardo (una tela grande replegada sobre sí misma) se contenía, como en la mente divina, los arquetipos de lo real: peinetas, cortes de tela, retales, abanicos, perfumes, zapatos, gafas de leer (y revistas sobre las que probarlas), carretes de hilo, agujas, lanas, jabones, juguetes de latón, sartenes…

Las mercancías servían también como catálogo: signos de sí mismas.

Un ejemplo de” belleza convulsa” y de ingenio para ganarse la vida.

 La llegada de” la japonesa… la veíamos a lo lejos acercarse como un carguero por aguas procelosas, atracaba en la mesa de comer que estaba situada al aire libre, entre la cocina exterior (donde el horno) y la cocina de invierno… era una fiesta para los niños y un ejercicio de contención y prudencia para los mayores.
Con nosotros no hacía negocio alguno, pero se ganaba un trago de vino (o de leche, dependiendo de su salud espiritual). Cuando se alejaba lo hacía esforzadamente… hasta que encontraba la brisa buena. 

Había un establo con una vaca y su “cherro” correspondiente. Desde la cocina de invierno se abría una  ventana que daba justo encima del  pesebre en el que los animales comían. Allí, mientras mi prima, jadeante, aspiraba  las cálidas vaharadas de los rumiantes,  le arranqué a la vida el primer beso y el primer abrazo libre de babas.

Había un cerdo y una cerda. Y hasta gusanos de seda…en una habitación tropical y trepidante. Había canarios en jaulas.  Avispas, moscas, ranas, sapos, erizos, ratas de huerta. Mariposas, lagartijas, culebras, luciérnagas. Mosquitos, mariquillas de siete puntos. Y pájaros canores. Y estábamos nosotros que los cuidábamos a todos, voluntaria o involuntariamente. Y una parra.

Pues, eso…a lo que iba: Empezaba el otoño y acababan los cincuenta. Mi primo había traído un caldero lleno de peces que,  incómodos en tan reducido espacio, se agitaban y se empujaban. Alguno conseguía saltar y  así, paradójicamente, aceleraba su muerte…no tenía (el pez) tiempo de sacar conclusiones. 
Mi hermano y yo estábamos sentados a la mesa  de comer, bajo la parra y vimos acercarse al primo con ese cargamento bullente, cantaba: “Yo soy un hombre del campo” (¡¡):

“Pobrecita la amapola (bis)
No tiene paere ni maere
Y vive en el campo sola”

Sin embargo parecía un exitoso pescador (“de coplas”).  Y no lo disimulaba. Llegado a puerto, descargó sobre la mesa su pesca milagrosa. Los peces se escabulleron como anguilas y, reptando epilépticamente, se dispersaron como ola  tras la caída de una piedra en un estanque. En segundos, un círculo de peces nos rodeaba como universo irisado en expansión.  Peces por todas partes. Como el azogue. 

Ven vds. en qué quedan los recuerdos: no recuerdo lo que pasó después…¿qué hicimos para librarnos de la plaga?...¿cómo reaccionaron las mujeres?...
Sólo recuerdo la imagen de ese círculo plateado y anfetamínico y la canción que cantaba mi primo: “Yo soy un hombre del campo”.
Y es la canción, que oigo en estos momentos, la que me ha hecho acordarme de “la japonesa” y del “beso robado”. 


Y hay más, que, proustianamente, se va concentrando en torno  a esa canción. 

Un día cercano al recuerdo anterior, estábamos los niños sentados a la mesa, bajo la parra, esperando la comida: “Dedicado a Mari Carmen en el día de su aniversario, “Madrecita María del Carmen” por Manolo Escobar”. Aportaciones personales de los locutores (D.J.) no había; se limitaban a la escueta lectura del emocionado mensaje. Fórmulas monolíticas en las que se encajaban las más diversas emociones; que unificaban procustianamente  los efluvios sentimentales, con el fin de que cupieran en las delgadas ondas de la radiodifusión.

En esto que a mi primo le da por “echar pulsos”…para matar el rato. A mí, más pequeño, me venció en seguida (entre burlas); pero mi hermano estaba resultando un hueso duro de roer. A ambos se le hinchaban las venas del cuello, les temblaba el brazo, sometido a una tensión extraordinaria. Unidos por las manos crispadas, los brazos, como el índice de una balanza de precisión, se mantenían inmóviles, recorridos, eso sí, por un temblor  vigoroso. Las caras enrojecidas, los ojos ya fuera de las órbitas y todos los órganos interiores sometidos a presiones desacostumbradas. ..”Yo quisiera decirle a la gente, lo que mi alma siente…”  . La vibración se comunicó a la mesa y la mesa se la infundió a un vaso, que cayó al suelo. Me agaché a recogerlo…y  en un momento comprendí que la vida es el resultado de un cúmulo tal de casualidades que resulta milagroso que lo que es, sea. 

Gracias a lo que vi y desde que lo vi, considero el azar una de las hebras más determinantes (¿paradójico?) del cañamazo de la vida. 

Por el asiento (de enea) de la silla que ocupaba mi primo descendía, vibrando, una caca, como de perro mediano, que se estiraba y se estiraba, al tiempo que incorporaba el balanceo natural… “un altar llevo en mi pecho ardiente, a la madre que me dio a mí el ser…” Mi asombro impidió (por poco tiempo) la burla y el escarnio. Mi primo, vencido por los elementos, se derrumbó y mi hermano, ajeno a las circunstancias, se proclamó vencedor de forma extemporánea.


                     
Vean vds. la concatenación de circunstancias y díganme si la vida no es un milagro: Mi primo, por olvido (o por cualquier otra causa), no llevaba calzoncillos ese día (p). Los pantalones estaban rotos por la culera (q). La silla presentaba un agujero, justo debajo del suyo (r). Se cayó el vaso (s) y yo me agaché a recogerlo (t).
Tuvo que darse la conjunción de p ^q^r^s^t…para que estallara en mí una explosión injuriosa, incontenible, que me resarcía de mi derrota… “y lo mismo que cuando era un niño, en mis labios pongo el corazón…”.
 
Tampoco recuerdo la continuación. ¿Cómo reaccionó mi primo?...¿Cómo se solucionó, definitivamente, el contratiempo?... 

Sólo recuerdo la canción de Manolo Escobar.


jueves, 17 de octubre de 2013

“¡Va por vds.!: La matanza del cerdo familiar”




Una de las diferencias entre el Sahel y su avanzadilla en Europa (Fortuna) es la abundancia de cerdos y la respectiva matanza (de ellos).

Supongo que haría frío, es necesario…pero yo no lo recuerdo. Sólo recuerdo el calor sofocante, africano. El invierno lo asocio a los gritos agudos, como astilladas agujas hipodérmicas, de los cerdos cuando iban al sacrificio….¡Y su resistencia a ser llevados!

Los gritos eran como los “¡¡Juaniiiicoooo!!” que se despeñaban desde las ventanas  o salían zumbando desde las puertas de las casas. El “iiicooo” se agitaba como rabo de lagartija sin lagartija, como rabo de perro contento, sin perro…como hebras de humo  de cigarrillos Ideales…y se introducían en todos los resquicios, excepto en los laberintos auditivos del interesado que estaba extasiado haciendo lo que tuviera que hacer.

Bueno, pues eso…que cuando llegaba la época de las matanzas (invierno) todo el pueblo se llenaba de gritos humanos y animales, formando un espeso tapiz por el que nadábamos como huyendo de las Euménides.

También mis padres (mi madre…práctica, como siempre ha sido) quisieron probar suerte con eso de matar un cerdo…¡tenías comida para todo el año!... Y se acabaría la deplorable, humillante  e insegura dependencia del “economato” (y de paso, daríamos un golpe mortal a la carne envasada de caballo).
  



 Pensado y hecho, se gastaron los ahorros en la compra de un jabatillo sonrosado, con la esperanza de que fuera una verdadera alcancía. Lo tendríamos en el patio y se alimentaría de las sobras….
¡Ahí empezó el problema!

En nuestra casa no sobraba nada… ¡excepto nosotros!

Para que se hagan vds. una idea: a mí me llamaban “cebrita”… ¿saben por qué?...pues porque siempre llevaba jerséis a rayas…confeccionados con restos de lanas de diversos colores y texturas que encontrábamos o pedíamos a las vecinas… ¡Entonces se hacía mucho punto!

Al cerdo le echábamos, día sí, día no, unas peladuras de patatas y el perifollo de la cebolla. A veces salíamos al campo a coger hierba…pero la hierba escaseaba y no siempre era del agrado del animal. El agua se la dábamos de la aljibe…llena de sanguijuelas pequeñitas como lombrices intestinales

…¡El cerdo no engordaba!

Pensamos si serían las sanguijuelas…si le habría crecido una solitaria…de tanta soledad como desprendía…Y nos veía y se ponía a chillar como un bebé hambriento y se nos partía el corazón y la esperanza. 

Además de originarnos mala conciencia por la mala inversión realizada.

Analizábamos sus excrementos en busca de la causa de que el cerdo no diera YA el estirón. Estaba en plena adolescencia y seguía pareciendo un bebé raquítico. Y se nos licuaba el alma.

¿Podríamos alimentarlo con la bienhechora leche de cabra de la región? Mi madre intuía la pregunta no formulada y respondía como una baríton@ trágica:

--¡Ni hablar del peluquín!...Nos saldría por un ojo de la cara.

Pero es que así… ¡nos costará el corazón! 

A lo que mi madre respondía:

--¡De qué nos sirve!... ¡que se rompa!

Eran una sarta de respuestas a preguntas nunca enunciadas…pero ya saben vds. que una madre penetra hasta en las costuras más nimias del alma. 

Por allí decían aquello de: “¡Hasta san Antón, fiestas son!”… y para cerrarlas, sorteaban un lustroso cochino que habían paseado hasta la saciedad por todos las calles (y vertederos). Cuando llegaba el día del sorteo, era como si rifaran a un vecino. Bueno…pues no pudimos participar… ¡La inversión estaba hecha!...Dejábamos pasar la suerte por delante de la casa con la esperanza puesta en que aquel mamífero se desarrollara según las leyes de la naturaleza.


Pasó el invierno y la primavera duró lo que tardó en llegar el verano (¡¡). 

En verano el cerdito pesaba 15 kilos y presentaba un aspecto, en general, lastimoso. Y, en concreto, parecía haber sido atacado por la polio o por la gripe propia de su especie…¡hasta tosía! Le faltaba vitalidad, y le sobraba, pensábamos, vida interior… que lo estaba consumiendo.

Decidimos darle paseos por el campo, con el fin de fortalecer sus músculos (y, de paso, que se buscara la vida). Inútil: tenía algo así como agorafobia. Era pisar la calle… se sentaba y no había manera de moverlo…Era todo voluntad, no fuerza.

En verano le dimos brevas y en septiembre higos. Almendras, carne de membrillo casera, flores silvestres (margaritas incluidas) e hinojo. Tomillo, romero…peladuras de patata y perifollo de cebolla.

Pasó también el otoño y, poco a poco, siniestramente, se acercaba el día de la matanza. Lo retrasábamos cada vez más para dar tiempo a la naturaleza…inútil: El cerdo se había estancado en los 22 kilos y 300 gramos. 



Pero su inteligencia no se había estancado: Nos conocía a todos por nuestro propio nombre. Sabía lo que iba a comer con sólo ver nuestras caras… Y también sabía contar los días…¡por memoria genética!...Aquí podría extenderme y hacer llorar a toda la humanidad. ¡Basta!

Decidimos que el día de nochebuena  era el día apropiado…¡para comer morcillas y oreja frita por la noche! Como despedida le dimos turrón duro. Le gustó, pero no lo incorporó.

--“¡No hace falta matarife!”, exclamó mi madre… ¡como si alguien hubiera propuesto tal despropósito!

Les ahorro los detalles…Baste decir que fue muerto como un conejo (ya saben vds.).

Salieron dos morcillas mal contadas y dos orejas (¡¡) que parecían hojitas de naranjo… nos las comimos entre lacrimosos villancicos:

“La no/chebuena se vieene,
La no/chebuena se vaaa…
Y no/sotros nos ireemos
Y no/ volveremos maaás”.

Pobre cerdo… ¡qué poco incorporó del mundo!... ¡Qué inútil su sacrificio!...

A nosotros nos entró tanta vergüenza que no nos atrevimos a mirarnos a la cara…

Hubo para dos estofados más y tres bocadillos de jamón… ¡pero qué bien olía el puerco!