
Vamos a una de esas hecatombes porcinas que llaman “ panigiri”.
Como señores extraños y forasteros,
entramos en la plaza donde se desarrollará el evento. Vemos una mesa libre con
sus sillas correspondientes y la tomamos. Saludamos a nuestros vecinos. Somos,
amablemente, correspondidos….
Rápidamente captamos en qué consiste la
cosa: se trata de comer todo el cerdo asado que se pueda y pimplar hasta que el
líquido te salga por la nariz y por las orejas…y después retirarse como
buenamente se pueda.
Pues… ¡hala! ¡que empiece el espectáculo!
Cochinos espetados, cerveza de lata y los
bolsillos rebosantes de botellines de tsípuro y otros aguardientes capaces de
pulverizar grumos de grasa fría. A pelo, cogemos pedazos de carne asada,
echamos la cabeza pa tras, “como pianistas” y los dejamos caer inmisericordes
en la boca abierta: entre el cielo (del paladar) y el infierno (de los
dientes). La carne se desliza y se va amontonando en el estómago para ser
digerida, durante días, rumiantemente (regurgitaciones incluidas).
--Éna, dío…tÉSSeriSS… … Éna,
dío…tÉSSeris…
Repite la salmodia las veces que hagan
falta, hasta que al pesador de higos que hace de técnico de sonido le parezca
bastante. Embutido en una camiseta cuatro tallas más pequeña, (las carnes le
salen por las costaleras como la sobrasada por el orifico de tubo) toca
botones, da caladas al cigarrillo, mira las indicaciones que le envían desde el
entablado y las interpreta como le da la gana…ya que (porque) los de arriba
enloquecen de impotencia. El sonido no acaba de salir a gusto de los inmediatos
protagonistas de la noche. El técnico se desvive: sube y baja palanquitas y
resortes que, ora se iluminan, ora se apagan. Mira al escenario expectante y le
responden con gritos que, pese al deficiente sonido, suenan más o menos como “me cago en tu madre, cabrón”…”sube la
palanca quinta, zángano”… “inútil…¡¡la
quinta!!”…”¡nos vas a arruinar la
noche!” …y otras imprecaciones y súplicas entrecortadas cuyo sentido
completo se nos escapa.
--Ena, dio, tÉSSeriSSSSS…Éna…Éna…
Entre tanto ya nos hemos zampado medio
kilo de cerdo por cabeza y pimplado tres o cuatro cervezas…así como un
frasquito de aguardiente (por cabeza, naturalmente). El estómago se va
llenando… ¡eso es evidente!

Cuando cruzan por la luz de los “proyectores” simulan la nevada
primigenia. La lluvia de anaxagóricas “spermatas”.
En la plaza tendrá lugar una verdadera comunión, una identificación inmediata
con el noúmeno, a través del cochino asado, el líquido de Dionisos, el baile de
las ménades y la música de Orfeo. Una verdadera Katábasis, de la que la mayoría ascenderá con graves daños.
--Ena, dio, tÉSSeriSSSS… ¡¡déjalo ya, inútil !!
El pastor reciclado se indigna…sube al
escenario (¡cuidado! no se te rasguen los pantaloncitos cortos que envuelven
delicadamente tu culaco) decidido a poner fin a tanto desconcierto. Discute,
levanta cables, toca algunas cosas, mira al público…pide su conformidad, se
baja y se dirige hacia su mesa de mandos. Su mujer, fumadora de profesión, ha ocupado una silla a su lado. ¡Ahora sí!
Como dioses del sonido, ordenan que dé comienzo la cosa...Y la cosa comienza.
Un individuo vestido elegantemente con
traje negro y camisa blanca lanza los primeros aullidos: el clarino anuncia a
todo el valle, con frases capaces de colarse por todos los resquicios…hasta por
los poros de las piedras, el comienzo del espectáculo… Las lechuzas de la
sabiduría contestan… Los vasos se estremecen, los tímpanos vibran con vibración
de ala de mosca…las serpentinas sonoras se enroscan en cualquier objeto sólido
y en todos los estados de la materia. Cuando la hipnosis está en pleno apogeo
aparece sobre el escenario otro individuo, absolutamente inesperado, más
elegante que el primero, manejando un buzuki con la zurda y lanzando sonidos agudos de una
pureza cristalina. Una especie de MacLauglin de Feneos. Se returce…y avanza por
el escenario como en los tiempos del
Monterrey Pop. O como un Paganini del buzuki. En serio.

Ese es el cuarteto: viento, cuerdas y
percusión, sobre el que se apoyarán los solistas que, ahora, deambulan por la
plaza pillando algún que otro pedazo de cerdo como aperitivo y echándose al
coleto alguna botellita de tsípuro,
para afinar la voz.
El ambiente se va caldeando. Los
repartidores de cerveza, recorren el recinto como avispas excitadas, llevando
sobre los hombros un caldero con las latas. Se les reconoce, en efecto, por el
caldero y por que visten la camiseta (azulgrana) del equipo de fútbol local:
Goura C. F. (tercera regional… ¡preferente!).
Vamos a mear por turnos, para que no
arrasen con nuestra mesa y se pimplen y se zampen lo nuestro. Al descampado que
hay a la salida del pueblo. Está a parir. Verdaderos ríos de cerveza
reciclada…esos ríos, más abajo, se juntarán y pondrán en peligro a los
habitantes de la parte baja del valle. La música llega con la misma,
exactamente, intensidad con la que llega a los desgraciados (¿por incautos?)
ocupantes de las mesas más cercanas al escenario y a la “orchestra”.
Ahora le toca el turno a una rubia más
oxigenda que el oxígeno puro. Un metro noventa de carne blanca que conserva las
formas gracias a una especie de esqueleto exterior (¿quelópteros?) con forma de
gigantesca botella de cocacola.
¡No lo intentes más! La faldita no da más de sí…no tires de ella
hacia abajo. ¿No habías previsto la altura de la plataforma? ¿Te acojonan las
miradas y las bocas de los de las primeras mesas?... ¡Sigue, no te
acobardes!...
Canta todo su escaso repertorio entre las
aclamaciones de la concurrencia y las groserías de los ocurrentes.
Nos pimplamos otra botellita de
aguardiente y más cerveza.
El pesador de higos reconvertido y la
profesional del tabaco están entre indignados y orgullosos: resulta que de esa
pareja de estatura media tirando a baja, ha brotado ese animal escénico que nos
deleita y ensordece, nos deleita ensordeciéndonos, nos ensordece
deleitándonos…nos ensordece y deleita. La plaza bulle. Los aplausos se imponen
sobre otras manifestaciones y, por fin, la enorme artista, puede bajar (con
ayuda) satisfecha, del escenario.
Se dirige directamente a la mesa de
mandos donde es recibida por cuatro brazos extendidos y un cigarrillo encendido
en la boca de la progenitora. Esquivando la brasa, se abrazan. Un grumo familiar
que no lo deshace ni el aguardiente más potente. Es como un cuco en un nido de
gorriones.
El cuarteto sigue a lo suyo, sin
interrupciones. Pedimos tres kilos más de puerco asado y lo sorbemos. Sobre la mesa se extiende un aclarador
ejemplo de proyección biyectiva entre elementos de dos conjuntos: el de las
decenas de cervezas y el de las decenas de botellines de aguardiente.
Hace irrupción en la plaza un ser con la
cabeza, menos la cara, vendada…como una verdadera momia. Y con las vendas en un
estado como si realmente fuera una momia egipcia o peruana. Como recién salido
de una sala de urgencias traumatológicas y hubiera corrido cuarenta kilómetros
campo a través, hubiera escalado lomas y se hubiera batido con alimañas… para
no perderse lo que está sucediendo en esta plaza de Gura.
Se acerca a diferentes mesas, se deja
ver. Los sedentes interrumpen, aterrorizados, sus quehaceres, pero antes de que
las mujeres lancen el típico grito, reconocen en aquella estrafalaria figura, por algún rasgo de la
cara descubierta, aunque manchada-camuflada como para la guerra de guerrillas,
a algún conocido y le permiten meter la mano en la carne asada que se amontona
sobre las mesas y pimplarse, con dificultad (no puede echar la cabeza pa tras)
una lata de cerveza o una botellita de raqui.
Y es que el espectáculo es de los que
resucita muertos y cura enfermos…
La vista, a estas alturas, está tan
opaca, tan incapaz de discernir, como los oídos.
Nueva irrupción del “Sarasate del buzuki”. Un dominio de las tablas envidiable. Zurdo,
vestido de negro, con entradas de cheyene, dominando al instrumento como los
rockeros dominan a su chica… ¡verdaderamente serio!
--¡¡
Gia sas !! … Suenan estruendos de cristales rotos. No se calcula la fuerza del
choque. A cada brindis se pulverizan cientos de vasos…y se brinda cada dos
minutos. Se brinda hasta con pedazos de magro…¡¡ Gia sas !!
Los danzantes también a lo suyo. La
brecha entre la música del “Paco de Lucía
de Zyria” y el ritmo desmayado y meticuloso de los que bailan es cada vez
más evidente. Es claro que no se esperaban un artista de esa índole y calibre.

Pues eso, que la “brecha” entre los danzantes y el virtuoso se hace cada vez más
hiriente. Para cortar la hemorragia previsible, sube al tinglado un señor
vestido de prendas blancas, de lino, una especie de indiano y empieza con la
retahíla de agradecimientos, a cambio recibe ovaciones y rechifla, a partes
iguales. Además, anuncia la rifa que
tendrá lugar en un momento determinado de la fiesta.
Nosotros también seguimos a lo nuestro.
Acabamos con los últimos trozos de
corteza crujiente y pedimos a un calderero que aboque su mercancía sobre la
mesa. Hecatombe de cervezas y tsípuro.
Brindamos por la luna, por la familia de la mesa de mezclas, por el carnicero
que corta de forma tan eficiente y antisentimental los cochinos asados, por el
Goura C.F. ...y por el universo entero que ha permitido que en su seno devenga
este espectáculo cíclico.
Es ahora cuando de verdad empieza lo
esperado.
Sube al escenario, entre aplausos
indiscutidos, otro pedazo de artista. Recio como sólo pueden serlo los
habitantes de estos parajes (y algún que otro serbio). Traje negro…totalmente relleno,
sin el más mínimo espacio libre. El cuello de la camisa le aprieta el cuello de
bóvido y le infla las venas…de tal manera que cuando canta y se esfuerza, su
cabeza parece que, literalmente, va a reventar como una sandía. Lo que no se
puede negar es el fervor, la entrega…la calidad se le da por supuesta.
Acerca y aleja el micrófono a la boca con
gracia y decisión. Quiebra la voz y la rehace con una facilidad incoherente. Ha
desaparecido la “brecha”. Su
repertorio se centra en lo propio de estos montes. En esa música ancestral que
la misma Unesco no ha tenido más remedio que, pese a todo lo dicho (y visto),
reconocer como Patrimonio Oral de la Humanidad.
¡Ahora sí!... Se dan saltos… se lanzan
flores… se rompen platos… se abren botellas de “champán” (…por el ruido, el líquido se vierte en cualquier sitio).
Alguien le lanza (al artista) la biblia. El Eclesiastés, desarticulado,
versículo a versículo, vuela por los aires…llueven capítulos del antiguo
testamento y del nuevo…Alguna cita del Apocalipsis…Las siete trompetas, los
siete ángeles con sus sellos…los siete cerdos asados…los siete botellines de
aguardiente…las setenta cervezas…las murallas de Jericó… Un versículo del “Cantar de los Cantares” cae en mi mano:
más dulce que la miel… más sabrosa que los dátiles… pechos de gacela… labios de
cabernet…
… ¡¡Párate luna…YO te lo mando!!...
¡En fin!...una verdadera y auténtica
fiesta popular…que durará hasta la salida del sol…cuando el esfuerzo de Orfeo
se demostrará inútil y todo se desvanecerá, conciencia incluida, euridicíanamente.
Consumido un cerdo, litros de cerveza y
muchos centilitros de aguardiente intentamos ponernos en pie. La mesa y las
sillas se van a tomar polculo. Nadie nos lo tiene en cuenta. Dejamos el recinto
a cuatro patas, como un rebaño de ovejas…echamos la última meada en el
descampado que, a estas alturas, parecen marismas y buscamos el coche con el
mando a distancia. A lo lejos parpadean unas lucecitas. Allá nos dirigimos,
cogidos de la mano, como una breugheliana cuerda de ciegos, encabezada por un
invidente de nacimiento. Se nos cruza un pobre descarriado con el plasma de 20
pulgadas que le ha tocado en la rifa. Cuando nos cruzamos, un ser monstruoso se
refleja en la pantalla.
Fundido en negro.
Y hoy es el pasado mañana de lo narrado.
Cómo llegamos a casa es un misterio que la luna llena de Agosto guardará para
siempre…y que mis Ángeles Custodios me reprocharán toda la vida.
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