viernes, 22 de mayo de 2015

CAMARERO DE SALA.




Así que dije: “¡Me voy a Alemania!”. Pensar en otro verano transportando pollos de madrugada, como un cuatrero motorizado, me sumía en la más negra perspectiva. Había intentado la recogida de la fruta estival, la hostelería, la recogida de pimientos y de patatas. Incluso di mis primeros pasos en la construcción. Siempre acababa, sin embargo, transportando pollos. Pero para transportarlos había que cogerlos. Nos metíamos en corrales infectos y nos revolcábamos por la pura mierda a la caza de los gallináceos. La imagen de mi primo con tres pollos en cada mano bajo la luna llena de agosto en los agrestes desiertos de Almería, aún se me aparece en sueños. Cuando repostábamos en Puerto Lumbreras, nos tomaban por limpiadores de fosas sépticas y nos hacían pasillo. Y allí, para disimular, poníamos en la máquina de discos “Hilo de seda” de los Pekeniques.



 

Había que llegar al matadero antes de que el sol asomara: no era agradable sacar los pollos muertos de las jaulas… ¡por nuestra negligencia!


 

Mi padre siempre tuvo buenas relaciones con emprendedores. Y no paraba de arrojarme ofertas de trabajo. Todo el repertorio anterior se debió a su intercesión: El asunto de los pollos era de un sobrino suyo; lo de la horticultura, de otro sobrino; lo del bar-terraza-discoteca de Mazarrón, fue, sin embargo, producto de relaciones extra-familiares: que si quería trabajar dos meses como “camarero de sala” (sic). Se me ofrecía un fijo, indeterminado, más comisión… ¡lo normal!

Llegué a Mazarrón, con mi bolsa de las Olimpiadas de México, en el autobús de las 5’30. El sol estaba en su apogeo. 



Pregunté por  el bar-terraza-discoteca “El Alacrán”. No era muy conocido. En realidad nadie lo conocía. Desanimado y cagándome en mi padre, salí de la población y cogí la carretera de vuelta para hacer autoestop (antes de que fuera noche cerrada). Cuando encontré la recta apropiada, vi, clavada en la cuneta, una estaca sobre la cual un letrero recortado en cartón parecía indicar la presencia del bar-terraza-discoteca: un bicho, como una lombriz mortífera, bajo la cual se podía leer “Cortigo El Halacran. Danzin”. 


Miré a derecha e izquierda. Los almendros y las chumberas me impedían ver el paisaje que presumía de “Far West”. A lo lejos, a mi derecha, entreví entre el polvo que levantaba un ejército de cabras en retirada, algo que parecía una ruina. Pensé que podría ser el redil; a pesar de todo me acerqué.  Me crucé con un lugareño que cabalgaba una mula. Levantaba más polvo que un land rover.


Y según me acercaba, una música se iba empoderando del espacio: decía algo de una lágrima y de arena. Después me enteré, cuando lo pregunté, que querían aprovechar el tirón turístico.

Estaba en la ruta correcta: sobre la chimenea, un luminoso que representaba un escorpión empezaba a parpadear entre chispas descontroladas que sonaban como insectos irritados.

La “sala” consistía en una era cubierta de cemento circundada por  piteras y chumberas de diferentes especies. Las chumberas estaban en flor y, la verdad, eran muy bonitas. Sobre la era, y atados a troncos de rústicos almendros, un enjambre de cables de los que brotaban bombillas de colores.



 Habían tirado una pared lateral del cortijo, la que daba a la era, y la habían sustituido por un arco mejicano. La barra  era, geométricamente hablando, una cuerda del semicírculo resultante… con su puente levadizo y su surtidor de cerveza.  Sobre la barra un tocadiscos “Dual”, del que salían cuatro cables; siguiendo los cables distinguías los minúsculos altavoces que reposaban como nidos de gorrión entre las ásperas bifurcaciones de los almendros. Verticales y apoyados en la pared 8 ó 9 LP’s… entre los que pude distinguir uno de Manolo Escobar. Antes había creído distinguir algo del mismo tenor, o sea…  que no podía llamarme a engaño.
 
El fregadero estaba dentro de la casa. El WC, también. De todo esto me iba informando el propietario: un hombre de mediana edad, de estatura mediana, de mediana complexión, sin rasgos físicos que lo singularizaran, excepción hecha del cuello: de ternero, oigan. Decir que tenía un “cuello recio” es decir una banalidad: La cabeza parecía que reposara como reposa un huevo en la huevera.

Me estaba esperando con las piernas abiertas y los brazos en jarras.  Había divisado un punto móvil entre la polvareda de las cabras y de la mula y supuso que era el aspirante al puesto de “camarero de sala”… ¿quién si no?

Cuando lo distinguí me pareció una escena de “Duelo en OK Corral”.
Me preguntó por mi padre y tal. Y me condujo al “rancho”. Allí me fue mostrando lo anterior.

Mi misión:

1.      Barrer la era.
2.      Colocar las mesas (plegables, de madera)
3.      Atender a la clientela.
4.      Recoger las mesas (plegables, de madera)
5.      Barrer la era.

De una simetría aplastante y estremecedora. Y con una monótona rima asonante que presagiaba lo peor.



Mi cama, como era verano y tal, estaba en la terraza que daba a poniente. Y tenía todo el día libre para ir a la playa (cinco kilómetros, desierto a través) o hacer lo que me viniera en gana. De dinero ya hablaríamos. Pero que contara con una participación en los beneficios… ¡eso seguro! Ah! la cocina estaba a mi disposición. De comida no dijo nada. 

Quería aprovechar el tirón turístico de la zona, dijo.

Me dio un trapo y dio por comenzada mi primera jornada de trabajo. Él se refugió detrás de la barra.  Desde allí me lanzó un sobreentendido: “De idiomas irás bien, ¿no?”. Le dije que chapurreaba todas las lenguas europeas.  Fue lo que esperaba oír: apretó el interruptor y, tras un chasquido amenazante, se encendieron (unas sí, otras no) las bombillas sobre la desolada pista de cemento. La pista reverberaba del calor acumulado.

Extendí las mesas y sillas en torno a la “orchestra”. Pasé el trapo por las superficies. Y me dispuse, como una estatua exenta, a esperar a los primeros clientes. El jefe puso “Una lágrima cayó en la arena” a todo volumen. El sonido, rajado, no lograba abrirse paso por entre el follaje de los almendros. Así, como una postal de tiempos pasados, pasó más de una hora, en una quietud metafísica a lo “Gran Jatte”. El escorpión brillaba lastimoso sobre la chimenea. Las bombillas hacían lo que podían. En el desierto hostil, deshabitado, aquello parecería una avanzadilla de la barbarie. Al dj. le había dado por la “lágrima”.

El jefe oteaba el polvoriento horizonte con unos prismáticos. De repente:

–¡Ya vienen!

El nerviosismo y el terror me recorrieron de arriba abajo.
Y, en efecto, una pareja desorientada se acercaba a lo lejos. Parecía que llevaban perro. Cuando se aproximaron nos dimos cuenta de que no era un perro sino un niño que era arrastrado sin piedad por aquel camino polvoriento. 

Me acerqué a ellos antes de que advirtieran de qué se trataba. Creo que habían leído “Danzin” y, llevados por la nostalgia de lo perdido, se habían acercado a ver de qué se trataba. Eran prusianos. Con diez años habían tenido que huir de Prusia Oriental e instalarse en Renania. Quisieron dar media vuelta, aterrados. Insistí y les hablé maravillas del ambiente que se respiraba allí cada noche: Una verdadera “fiesta”. Los conduje a una mesa, les acerqué las sillas, me colgué el despojo en el antebrazo y fui a traerles “la carta”. Parecía  escrita por un moribundo  sin fuerzas y echada al correo de forma póstuma, sin tiempo para correcciones:

CORTIGO EL HALACRAN. BAR. RESTORAN. DANZIN

Igos chumbos.
Pan de igo.
Agualimon
Aguacebá
Fanta, Mirinda, Pep Sicola
Zerbeza.
Cuvalibres
Anís, coñá, beso de novia, licor 43.
Gasiosa.

Recitarla era como declamar las coplas por la muerte de su oadre de Jorge Manrique.

Tuve que explicarles de qué se trataba. Para explicarles lo de los higos chumbos, les mostré la periferia del recinto. Para lo del “Aguacebá”, extendí los brazos, como prometiendo que todo lo abarcable sería suyo. Lo de “Beso de novia” me lo salté. No, de comer, lo que se dice comer, no había nada. Pidieron una cerveza y dos Mirindas. Las dejaron a medio y huyeron despavoridos. La “lágrima” les perseguía con saña.

Eso fue todo la primera noche: ¡recoge mesas, sillas, barre la pista! 

Cené “pan de higo”. 

25 pesetas (15 céntimos de euro) de caja: el 10% para mí… ¡sin contar el fijo!
Desde la terraza, todo hay que decirlo, el campo se mostraba en toda su hermosura
.
La luna llena de Junio, sobre este desierto, me hizo pensar en Tejas y en todos los hermosos paisajes que había visto en la “Conquista del Oeste”. Me sentí un pionero y un poeta. Lo de la poesía era una constante: en todo veía poesía…incluso en la más miserable y humillante explotación.

Amaneció el segundo día. En el suelo, un flamante cuadernillo destinado a ir apuntando las ganancias. 

El día pasaría de cualquier manera, no lo recuerdo. 

La noche, sin embargo, no se me olvidará nunca.

Coincidía la caída del astro rey con el encendido del recinto. Era el segundo día y un tercio de las bombillas ya estaba fuera de combate. Curiosamente se habían fundido las verdes. Empezó “La lágrima cayó en la arena” y yo a barrer y a montar el mobiliario. Veíamos nubes de polvo a lo lejos, pero por allí no aparecía nadie. Era como si nos hiciéramos señales de humo. 

Cuanto más sonaba lo de la lágrima y la arena, más tierra se amontonaba. El peligro de ser engullidos por el desierto era real.

La primera impresión había sido demoledora, la segunda catastrófica. Me sentía pequeño en aquella desolada inmensidad y más solo que un eremita. 

Las chicharras sonaban como “radiales”.

El dueño, subido en la barra oteaba el horizonte. Parecíamos supervivientes de “La Medusa”. Cuando dábamos el día por perdido oímos ruido de herraduras. La luna refulgía y bajo su fulgor un grupo de tres jinetes se acercaban al trote. 


Llegaron, desmontaron, ataron las yeguas a los almendros y se internaron, taciturnos, en la era. Se dirigieron sin miramientos a la barra y pidieron una botella de vino y tres vasos. Les dije que tomaran asiento que yo les serviría. Lo hicieron. Acabaron la botella, pagaron y se marcharon taciturnos. No vino nadie más. La “lágrima” seguía rodando.

¿No me digan que la cosa no es inolvidable? ¿No me digan que no tiene algo de metafísico ese llegar nocturnal, ese silencio taciturno? ¿Y qué me dicen de la carga poética?

Apunté en el cuaderno: 10 pesetas (el 10% para mí).

Llevaba 3 pesetas en dos días. A ese ritmo, en dos meses, ahorraría (sin comer) para un pantalón otoñal. Subí, cogí mi bolsa olímpica y cuando me largaba eché una mirada melancólica a lo que pudo haber sido y no fue. Salí por poniente evitando encontrarme con el hostelero. La luna seguía imponente e impotente: ni por ella me quedaría una noche más. Volví por última vez la cabeza: unos puntitos de colores indicaban la entrada al “Hades”. Imaginé las mesas y las sillas sin recoger. Pensé en el despojo que estaría sobre la barra y una “lágrima” me recorrió (siempre hacia abajo) la mejilla derecha. ¡Mala suerte la mía!

Me puse a hacer autoestop al lado del cartel que anunciaba la sala de fiesta-discoteca. Si no paraban en un cuarto de hora, empezaría a andar y no pararía hasta llegar al pueblo. 













Pero, como siempre digo: “¡dios (¿) aprieta pero no ahoga (¿)!”. Un camión “Avia”, con una sola luz, pasó de largo, dudó y frenó a unos veinte metros. Dio marcha atrás. Cuando estuvo a mi altura me di cuenta de que iba cargado de pollos. Era mi primo que venía de vaciar una granja en Almendricos y se dirigía a Infierno para completar la carga. 
 
–Pero, chico… ¿Qué haces por aquí?–al tiempo que abría la puerta del copiloto.
–Pues ¡nada! ¡Que me voy a Alemania – y cerré de un portazo.