Había
que llegar al matadero antes de que el sol asomara: no era agradable sacar los
pollos muertos de las jaulas… ¡por nuestra negligencia!
Mi
padre siempre tuvo buenas relaciones con emprendedores. Y no paraba de
arrojarme ofertas de trabajo. Todo el repertorio anterior se debió a su
intercesión: El asunto de los pollos era de un sobrino suyo; lo de la
horticultura, de otro sobrino; lo del bar-terraza-discoteca de Mazarrón, fue,
sin embargo, producto de relaciones extra-familiares: que si quería trabajar
dos meses como “camarero de sala”
(sic). Se me ofrecía un fijo, indeterminado, más comisión… ¡lo normal!
Llegué
a Mazarrón, con mi bolsa de las Olimpiadas de México, en el autobús de las
5’30. El sol estaba en su apogeo.
Pregunté
por el bar-terraza-discoteca “El Alacrán”. No era muy conocido. En
realidad nadie lo conocía. Desanimado y cagándome en mi padre, salí de la
población y cogí la carretera de vuelta para hacer autoestop (antes de que fuera
noche cerrada). Cuando encontré la recta apropiada, vi, clavada en la cuneta,
una estaca sobre la cual un letrero recortado en cartón parecía indicar la
presencia del bar-terraza-discoteca: un bicho, como una lombriz mortífera, bajo
la cual se podía leer “Cortigo El
Halacran. Danzin”.
Miré
a derecha e izquierda. Los almendros y las chumberas me impedían ver el paisaje
que presumía de “Far West”. A lo
lejos, a mi derecha, entreví entre el polvo que levantaba un ejército de cabras
en retirada, algo que parecía una ruina. Pensé que podría ser el redil; a pesar
de todo me acerqué. Me crucé con un
lugareño que cabalgaba una mula. Levantaba más polvo que un land rover.
Y
según me acercaba, una música se iba empoderando
del espacio: decía algo de una lágrima
y de arena. Después me enteré, cuando
lo pregunté, que querían aprovechar el tirón turístico.
Estaba
en la ruta correcta: sobre la chimenea, un luminoso que representaba un
escorpión empezaba a parpadear entre chispas descontroladas que sonaban como
insectos irritados.
La
“sala” consistía en una era cubierta
de cemento circundada por piteras y
chumberas de diferentes especies. Las chumberas estaban en flor y, la verdad,
eran muy bonitas. Sobre la era, y atados a troncos de rústicos almendros, un
enjambre de cables de los que brotaban bombillas de colores.


Habían
tirado una pared lateral del cortijo, la que daba a la era, y la habían
sustituido por un arco mejicano. La barra
era, geométricamente hablando, una cuerda
del semicírculo resultante… con su puente levadizo y su surtidor de
cerveza. Sobre la barra un tocadiscos “Dual”, del que salían cuatro cables;
siguiendo los cables distinguías los minúsculos altavoces que reposaban como
nidos de gorrión entre las ásperas bifurcaciones de los almendros. Verticales y
apoyados en la pared 8 ó 9 LP’s… entre los que pude distinguir uno de Manolo
Escobar. Antes había creído distinguir algo del mismo tenor, o sea… que no podía llamarme a engaño.
El
fregadero estaba dentro de la casa. El WC, también. De todo esto me iba
informando el propietario: un hombre de mediana edad, de estatura mediana, de
mediana complexión, sin rasgos físicos que lo singularizaran, excepción hecha
del cuello: de ternero, oigan. Decir que tenía un “cuello recio” es decir una banalidad: La cabeza parecía que
reposara como reposa un huevo en la huevera.
Me
estaba esperando con las piernas abiertas y los brazos en jarras. Había divisado un punto móvil entre la
polvareda de las cabras y de la mula y supuso que era el aspirante al puesto de
“camarero de sala”… ¿quién si no?
Cuando
lo distinguí me pareció una escena de “Duelo
en OK Corral”.
Me
preguntó por mi padre y tal. Y me condujo al “rancho”. Allí me fue mostrando lo anterior.
Mi
misión:
1. Barrer
la era.
2. Colocar
las mesas (plegables, de madera)
3. Atender
a la clientela.
4. Recoger
las mesas (plegables, de madera)
5. Barrer
la era.
De
una simetría aplastante y estremecedora. Y con una monótona rima asonante que
presagiaba lo peor.
Mi
cama, como era verano y tal, estaba en la terraza que daba a poniente. Y tenía
todo el día libre para ir a la playa (cinco kilómetros, desierto a través) o
hacer lo que me viniera en gana. De dinero ya hablaríamos. Pero que contara con
una participación en los beneficios… ¡eso seguro! Ah! la cocina estaba a mi
disposición. De comida no dijo nada.
Quería
aprovechar el tirón turístico de la zona, dijo.
Me
dio un trapo y dio por comenzada mi primera jornada de trabajo. Él se refugió
detrás de la barra. Desde allí me lanzó
un sobreentendido: “De idiomas irás bien, ¿no?”. Le dije que
chapurreaba todas las lenguas europeas.
Fue lo que esperaba oír: apretó el interruptor y, tras un chasquido
amenazante, se encendieron (unas sí, otras no) las bombillas sobre la desolada
pista de cemento. La pista reverberaba del calor acumulado.
Extendí
las mesas y sillas en torno a la “orchestra”.
Pasé el trapo por las superficies. Y me dispuse, como una estatua exenta, a
esperar a los primeros clientes. El jefe puso “Una lágrima cayó en la arena” a todo volumen. El sonido, rajado, no
lograba abrirse paso por entre el follaje de los almendros. Así, como una
postal de tiempos pasados, pasó más de una hora, en una quietud metafísica a lo
“Gran Jatte”. El escorpión brillaba
lastimoso sobre la chimenea. Las bombillas hacían lo que podían. En el desierto
hostil, deshabitado, aquello parecería una avanzadilla de la barbarie. Al dj. le había dado por la “lágrima”.
El
jefe oteaba el polvoriento horizonte con unos prismáticos. De repente:
–¡Ya vienen!
El
nerviosismo y el terror me recorrieron de arriba abajo.
Y,
en efecto, una pareja desorientada se acercaba a lo lejos. Parecía que llevaban
perro. Cuando se aproximaron nos dimos cuenta de que no era un perro sino un
niño que era arrastrado sin piedad por aquel camino polvoriento.
Me
acerqué a ellos antes de que advirtieran de qué se trataba. Creo que habían
leído “Danzin” y, llevados por la
nostalgia de lo perdido, se habían acercado a ver de qué se trataba. Eran
prusianos. Con diez años habían tenido que huir de Prusia Oriental e instalarse
en Renania. Quisieron dar media vuelta, aterrados. Insistí y les hablé
maravillas del ambiente que se respiraba allí cada noche: Una verdadera “fiesta”. Los conduje a una mesa, les
acerqué las sillas, me colgué el despojo en el antebrazo y fui a traerles “la carta”. Parecía escrita por un moribundo sin fuerzas y echada al correo de forma
póstuma, sin tiempo para correcciones:
CORTIGO
EL HALACRAN. BAR. RESTORAN. DANZIN
Igos
chumbos.
Pan
de igo.
Agualimon
Aguacebá
Fanta,
Mirinda, Pep Sicola
Zerbeza.
Cuvalibres
Anís,
coñá, beso de novia, licor 43.
Gasiosa.
Recitarla era como declamar las coplas por la muerte de su oadre de Jorge Manrique.
Recitarla era como declamar las coplas por la muerte de su oadre de Jorge Manrique.
Tuve
que explicarles de qué se trataba. Para explicarles lo de los higos chumbos,
les mostré la periferia del recinto. Para lo del “Aguacebá”, extendí los brazos, como prometiendo que todo lo
abarcable sería suyo. Lo de “Beso de
novia” me lo salté. No, de comer, lo que se dice comer, no había nada. Pidieron
una cerveza y dos Mirindas. Las
dejaron a medio y huyeron despavoridos. La “lágrima”
les perseguía con saña.
Eso
fue todo la primera noche: ¡recoge mesas, sillas, barre la pista!
Cené
“pan de higo”.
25
pesetas (15 céntimos de euro) de caja: el 10% para mí… ¡sin contar el fijo!
Desde
la terraza, todo hay que decirlo, el campo se mostraba en toda su hermosura
.
La
luna llena de Junio, sobre este desierto, me hizo pensar en Tejas y en todos
los hermosos paisajes que había visto en la “Conquista del Oeste”. Me
sentí un pionero y un poeta. Lo de la poesía era una constante: en todo veía
poesía…incluso en la más miserable y humillante explotación.
Amaneció
el segundo día. En el suelo, un flamante cuadernillo destinado a ir apuntando
las ganancias.
El
día pasaría de cualquier manera, no lo recuerdo.
La
noche, sin embargo, no se me olvidará nunca.
Coincidía
la caída del astro rey con el encendido del recinto. Era el segundo día y un
tercio de las bombillas ya estaba fuera de combate. Curiosamente se habían
fundido las verdes. Empezó “La lágrima cayó en la arena” y yo a
barrer y a montar el mobiliario. Veíamos nubes de polvo a lo lejos, pero por
allí no aparecía nadie. Era como si nos hiciéramos señales de humo.
Cuanto
más sonaba lo de la lágrima y la arena, más tierra se amontonaba. El peligro de
ser engullidos por el desierto era real.
La
primera impresión había sido demoledora, la segunda catastrófica. Me sentía
pequeño en aquella desolada inmensidad y más solo que un eremita.
Las
chicharras sonaban como “radiales”.
El
dueño, subido en la barra oteaba el horizonte. Parecíamos supervivientes de “La Medusa”. Cuando dábamos el día por
perdido oímos ruido de herraduras. La luna refulgía y bajo su fulgor un grupo
de tres jinetes se acercaban al trote.
Llegaron,
desmontaron, ataron las yeguas a los almendros y se internaron, taciturnos, en
la era. Se dirigieron sin miramientos a la barra y pidieron una botella de vino
y tres vasos. Les dije que tomaran asiento que yo les serviría. Lo hicieron.
Acabaron la botella, pagaron y se marcharon taciturnos. No vino nadie más. La “lágrima” seguía rodando.
¿No
me digan que la cosa no es inolvidable? ¿No me digan que no tiene algo de
metafísico ese llegar nocturnal, ese silencio taciturno? ¿Y qué me dicen de la
carga poética?
Apunté
en el cuaderno: 10 pesetas (el 10% para mí).
Llevaba
3 pesetas en dos días. A ese ritmo, en dos meses, ahorraría (sin comer) para un
pantalón otoñal. Subí, cogí mi bolsa olímpica y cuando me largaba eché una
mirada melancólica a lo que pudo haber sido y no fue. Salí por poniente
evitando encontrarme con el hostelero. La luna seguía imponente e impotente: ni
por ella me quedaría una noche más. Volví por última vez la cabeza: unos
puntitos de colores indicaban la entrada al “Hades”. Imaginé las mesas y las
sillas sin recoger. Pensé en el despojo que estaría sobre la barra y una “lágrima” me recorrió (siempre hacia
abajo) la mejilla derecha. ¡Mala suerte la mía!
Me
puse a hacer autoestop al lado del cartel que anunciaba la sala de
fiesta-discoteca. Si no paraban en un cuarto de hora, empezaría a andar y no
pararía hasta llegar al pueblo.

Pero,
como siempre digo: “¡dios (¿) aprieta
pero no ahoga (¿)!”. Un camión “Avia”,
con una sola luz, pasó de largo, dudó y frenó a unos veinte metros. Dio marcha
atrás. Cuando estuvo a mi altura me di cuenta de que iba cargado de pollos. Era
mi primo que venía de vaciar una granja en Almendricos
y se dirigía a Infierno para
completar la carga.
–Pero, chico… ¿Qué haces por aquí?–al
tiempo que abría la puerta del copiloto.
–Pues ¡nada! ¡Que me voy a Alemania
–
y cerré de un portazo.