
El
24 de marzo, sábado-sabadete, del año
1951, no hizo un día radiante. La primavera empezó con un ventarrón del sur,
una especie de sirocco que enloqueció
al que llegaría a ser mi padre: una locura carnal que le hacía buscar las
carnes de mi futura madre (también medio afectada por el sirocco).
El cuartel (hoy ruina), bien asentado sobre roca viva, se enseñoreaba
sobre la bahía. Era una fortaleza contra el estraperlo y una muestra rezagada
de la pasión antisarracena. La fauna,
sin contar la abisal ni las aves que surcaban el cielo, era simple, pero
peligrosa: alacranes, víboras, cangrejos, saltamontes. Mamíferos (excepción
hecha de la “cuartelería”) no había.
El 24 de marzo de 1951, dicen, se desató una tormenta que sería recordada durante décadas. Todo empezó con ese sirocco que enloqueció a mi progenitor y
dejó sin voluntad a mi madre. En aquella desolada geografía (e historia) los daños de una “galerna” de
magnitud cinco (o diez) están limitados por los condicionantes de la
naturaleza: los cuatro pescadores del lugar atrancaron las puertas,
clavaron maderas en las ventanas, se
empaparon de vino y se echaron a dormir la mona.
Los guardias (menos mi padre) hicieron otro tanto. El cabo, armado de
binoculares oteaba el horizonte desde la
ventana de la “sala de armas”. La
fauna se escondió bajo tierra. Flora (el esparto ¿es flora o fauna?) no había:
son tierras minerales.
Todo empezó a las 12 de la mañana, “hora
del Ángelus”, con una ligera brisa, como de ala, y unos silbidos de víbora.
La superficie del mar se rizó, el esparto se doblegó, dócil. Por la parte de
Argelia un telón espeso y negro avanzaba. El aire, ya viento, huyó de aquella
profunda negrura. De repente, lo que eran rizos se convirtieron en olas
salvajes; lo que silbidos de ofidio, en rugidos de Tiranosaurio. En pocos
segundos se hizo la noche. El primer rayo cayó en el pararrayos de la
dependencia militar y todo el edificio se cargó de energía. El cuartel brilló como
el faro del fin del mundo. Por la noche todavía arrojaba una tenue
fluorescencia de hueso de muerto. El cabo estuvo ciego durante días: el fulgor
de la descarga, entrando por las lentes del catalejo, dejó fuera de juego “la
niña de sus ojos”, dijo. A mi padre, el fulgor, le atravesó. Mi madre, que,
apartada de la ventana, fregaba el suelo de la cocina, pudo ver los interiores
de su marido. Su silueta quedó grabada en la pared del dormitorio y allí
estuvo, como un dibujo al carboncillo, durante años. Para que la cosa no pasara
sin pena ni gloria escribió la fecha debajo. Los siguientes moradores lo
tomaron por una silueta santa y cada 24 de marzo le ponían un manojo de esparto
y alguna solitaria flor de tomillo.
Mi padre quedó transfigurado y dueño de una potencia titánica. Se acercó
a mi madre, apartó, brusco, el cubo de fregar con la punta de la bota de
servicio, la tomó por los sobacos y la levantó un metro del suelo:
–Mi pichoncito, mi ave del paraíso, mi
gorrión, mi jilguero… –– sus metáforas y analogías eran limitadas
y bastante etéreas. Y la llevó en volandas, como un águila transportando un
cordero, hasta la cama de “cuerpo y medio” (la de “dos cuerpos” vendría un poco
más tarde). Mis hermanos, (¿puedo llamarles así?) jugaban con los hijos del
cabo. Ellos testificaron lo del fulgor y los prismáticos.
Toda la energía que mi padre había absorbido, la arrojaba, ahora, sobre
mi madre que, asombrada, no sabía si dar rienda libre al alborozo o recriminar
duramente que mi padre hubiera pisado el suelo de a cocina. Finalmente se
olvidó de la limpieza y se dejó pasear por los siete cielos… sujeta firmemente
por las garras amorosas de mi progenitor. Fruto de ese arrebato fulgurante
surgí yo (nueve meses más tarde, como es natural).
Fue una auténtica Consagración de
la Primavera.
Mi concepción tuvo, pues, algo de mitológica.
Y los signos de mi nacimiento, de bíblicos:
una riada se llevó por delante medio pueblo. Pertenezco, por concepción y
nacimiento, al selecto grupo de aquellos cuya entrada en el mundo vino
precedida por acontecimientos extraordinarios: como Cronomiantal, Gargantúa, Moravagine, Augusto…
Baste con lo dicho… ¡para que no me “menostengan”!
“El Portús” es una cala medio
salvaje y muy hermosa. Se encuentra saliendo de Cartagena por el sur. Ahora ha
perdido sus atributos de epopeya rulfiana
y ha devenido un importante centro de “naturismo
nudista”. Haga frío o calor, allí todo el mundo va en “pelotas”. Así que si
van, verán rebaños de “bípedos sin plumas”
escalando, esforzados, las escarpadas laderas del camping o pastando a las
orillas del Mediterráneo.
Sobre un repecho calcáreo, se enseñorean los restos de aquellos tiempos
“titánicos”.