miércoles, 17 de septiembre de 2014

¡¡Va por Vds.!! Sid (Serbia), 1998.




 Yo revoloteaba cual septembrina mosca alrededor de un vaso de vino. Los círculos se estrecharon cada vez más y caí dentro de “Fuerza Proletaria”. Cuando me sacaron estaba empapado de aguardiente como las pasas en cazalla. 
 
     …me puso tres copuzos de aguardiente de ciruelas, uno detrás de otro, en fila india que dicen.  Me los pimplé sin miramientos. Cada trago se ocupó de cada una de las salchichas que había engullido. No hacía mucho que esos, que en ese momento jugaban a la brisca, eran ciudadanos yugoslavos y alguno, serbo-croata. Ahora son la espumilla asquerosa que expulsa la carne de cerdo cuando la cueces.  Quise entablar conversación, pero mi ruso (¿) no daba para tanto. Me conformé con un “da sbidania” que fue respondido con fervor renovado. Estaba en Sid, ahora confín y antes importante nudo de comunicaciones. Una vieja, cuyo único patrimonio eran los años, me había alquilado una habitación en una de esas arruinadas casas igualitas que enmarcan la carretera de entrada, en la que también, por cierto, se encontraba la taberna. La abuela, que hablaba alemán, había perdido al yerno. La hija había desaparecido por los alrededores de Belgrado. Y de los nietos no tenía noticias. Su casa en Eslavonia estaba (y estará) ocupada por ciudadanos croatas que, dicen, han recuperado un territorio que nunca fue suyo. Desde la casa se oía, una y otra vez, el “Eslavos, todavía vive el espíritu de nuestros abuelos (…)”. La música épica venía de la taberna.


     Yo en Sid no pintaba nada, como en ningún sitio; me retenía el majestuoso aguardiente de la taberna “Fuerza Proletaria”. No sabía que ese aguardiente es patrimonio nacional y que en todas partes se precian de la mejor elaboración. Yo no voy a los sitios atraído por las circunstancias transitorias ni por los paisajes, sino por la calidad de los caldos y sus precios: Sid cumplía los requisitos. Allí me estanqué dos meses largos. Cuando empezó el frío me largué a Kalamata, pasando por Belgrado.

     Normalmente a las diez yo ya llevaba mi buen cuartillo. Me sentaba en una de aquellas sillas familiares, de madera y espadaña, me hacía traducir (al alemán) el periódico por el amable tabernero y dejaba correr el tiempo, como corren las aguas del Sava: huyendo.
Como espeso telón de fondo:

     “…Nek se sada i nad nama
     burom sve raznese
     stena puca, dub se lama,
     zemlja nek se trese.
     Mi stojimo postojano
     kano klisurine
     proklet bio izdajica
     svoje domovine.”

     … que logré aprenderme de memoria.



     Pasaban los días y el tabernero fue apreciando mis cualidades, entre las cuales: el saber estar y el saber pimplar en recogimiento. Apreció también mi respeto por las salchichas. Calibrado todo, se decidió a abrirme de par en par su corazón y el de la “célula”.

     El propietario de “Fuerza Proletaria” resultó ser, debería haberlo deducido, un admirador sin resquicios de “Chevengur” y, con alguno, de Platonov. Su admiración se hacía extensiva, naturalmente, a Rosa Luxemburgo, de quien tenía un retrato, obra de un cliente en sus horas más bajas, y una fotografía, para que cualquiera pudiera comprobar que la Rosa del dibujo no tenía la más mínima semejanza con la verdadera. Aún así, “Las dos Rosas”, como familiarmente se referían a aquel conjunto artístico, eran lo más preciado del local, que en los momentos de exaltada camaradería y comunismo, pretendían convertir en museo. Con las ganancias, porque habría que pagar la correspondiente entrada, podrían seguir pimplando aguardiente hasta el final de los tiempos, para lo que, según parecía, no faltaba mucho. 



      El nombre de la taberna hacía honor al caballo de Kopionkin y no, como es natural, a la fuerza de la clase obrera, que, a las 10 de la mañana, estaría discutiendo con la otra fuerza, complementaria, llamada a transformar el mundo: sus esposas, convertidas, a estas alturas, en herramientas de tortura. Una tortura que, de  forma asamblearia, habían decidido que fuera ejercida en el ámbito privado. Y que la cosa avanzara “desde abajo” hasta que la desesperación masculina alcanzara el nivel adecuado para lanzarse, nuevamente, a la toma de las fábricas y del Poder. Algo así como las mujeres atenienses de Aristófanes. Pero las fábricas habían desaparecido y el Poder no daba para mucho. Para ejercer el poder sobre nosotros mismos, no es necesaria la revolución, decía, consecuente, basta con la voluntad. Y sin embargo la revolución es necesaria…Pero ¡no sabemos para qué!

     Quien así se expresaba era Milan Popovic, semihéroe y teórico de “Fuerza Proletaria”. Siempre a la búsqueda del “sujeto revolucionario”, pero que ya, a sus 81 años, había dejado de perseguirlo. Su última teorización podía resumirse así: “El sujeto ha sido sustituido por los adjetivos”. 

     Había otro Milan en el grupo, y también su apellido acababa en “ic”. Este tenía en casa una verdadera máquina de tortura. Su mujer había interiorizado, confundiéndola con su carne, la táctica femenina. El día que me cabree le voy a meter un estacazo que se le van a pasar sus exigencias revolucionarias, decía él, pero siempre aparecía con alguna venda o esparadrapo (o ambas cosas) pegado a los sitios más insospechados. Llegaba sobre las 11 de la mañana. Saludaba puño en alto. Nikola, el tabernero, que en los buenos tiempos adornaba sus 1’90 cm. con 100 kilos de carne y que ahora, con la escasez, parecía una percha en la que hubieran colgado las prendas todos los vagabundos de Sid, le servía dos copitas como estrellas binarias. Su nombre era tributario de Nikola Tesla, aquel genio universal, hundido en la miseria por el envidioso Edison y que (si no…al tanto) decía, “solucionará la penuria energética del planeta y, de paso, aliviará nuestros recibos de la luz”. Tesla, Platonov y Rosa Luxemburgo, eran, en orden inverso, los penates del establecimiento. La imagen de Tesla también colgaba de una alcayata, detrás de la barra, tapando una insidiosa y recalcitrante mancha de humedad.

     El tercer asiduo (pues Nikola no era propiamente un “asiduo”…¡era un morador!) tenía por nombre Dragan y por apellido, algo terminado en “ic”.  Había ocupado un cargo importante en la estructura del partido en la época de Tito. Quizá por esto aún tenía un negocio de cerdos y charcutería al por mayor. Gracias a sus salchichas los asiduos de “Fuerza Proletaria” se mantenían con vida. Le había quedado, de tantos años inmerso en la burocracia, el gusto por el orden y el deseo de imponerlo. Su idea de orden, sin embargo, era un caos. Así, proponía, cuando había quórum: 

     1. Juntar y alinear las fotografías del futuro museo, añadiendo debajo de cada una, una breve reseña de sus aportaciones más significativas a la causa de la humanidad.
     2. Cambiar los hules de las mesas que, según decía, parecían “cazamoscas”. Y, ya puestos, ordenarlas según algún criterio geométrico comprensible y armonioso. Había tres mesas.
     3. Ser cuidadosos con las anotaciones de los puntos de las partidas, con el fin de que esa desidia (sic) no fuera causa de disputas que, era un hecho, dividían las fuerzas del proletariado.
     4. Que adoptaran, los asiduos de “Fuerza Proletaria”, una indumentaria común en los días en los cuales hubiera algo que celebrar en relación a la heroica historia del pueblo serbio en general, y de Sid en particular, con el fin de dar “visibilidad” a la célula.

     Las propuestas le brotaban de forma natural. Sin esfuerzo. Sin embargo, nunca alcanzaron la altura necesaria para ser discutidas, por lo que quedaban archivadas. Nunca proponía nada que tuviera un mero interés personal, como por ejemplo, obligar a comer una cantidad mínima de salchichas al día, o proponer “el día de la charcutería”, aunque, decía, eso sería una buena idea.

     Este era Dragan: alto, delgado y con unas manos en las que los naipes, parecían sellos de correos. Cabeza, literalmente, cuadrada. Cúbica. Podría ser empaquetada en una caja de tintorro sin hacer ninguna compostura. Encajaría perfectamente…como el chóper en su envase. No tenía sentido del humor, pero tampoco se enfadaba fácilmente. Cuando lo hacía, los hules flotaban como nubes negras; golpeaba las mesas con furia; los naipes volaban como mariposas grasientas, dicen…La verdad es que yo no conseguí ver el espectáculo. Por lo demás, también recibía su merecido en la cámara de torturas. 

     El cuarto asiduo, procedía de la Krajina, y apareció, con lo puesto, por Sid, en el 96, después de la “Operación Tormenta”. Como ya era mayor no lo reclutaron para Bosnia. Desdentado, lo que dotaba a sus soflamas de una blandura impropia. Conservaba la gorra con estrella de cinco puntas que ponía de los nervios a los croatas y a media Europa. La misma tarde de su llegada descubrió asombrado la existencia de “Fuerza Proletaria” y no pudo resistirse. Nikola lo atendió y lo puso en contacto con los miembros del círculo. Su historia es triste de verdad. Tan triste y tan verdadera que el “salchichero” lo adoptó. Desde entonces vive en su casa y se encarga del bienestar de los cerdos. Es el único de la célula que se libra de la femenil furia. Pero, sin embargo, su sufrimiento y desolación es tal, que ha olvidado hasta el nombre. Lo conocen como “Krajina”

     O sea, un cuarteto de desocupados, jubilados sin pensión, sin oficio ni beneficio, que pasaban las horas, incluyendo cada uno de los segundos que las componen, jugando a las cartas, bebiendo aguardiente de ciruela y, espoleados por el inagotable himno yugoslavo que borboteaba desde un viejo “grundig”, traído de Bremen por un cuñado de Nikola a comienzos de los setenta, (y mantenido en activo por los saberes que el tabernero había extraído de Tesla y el cariño a las máquinas que había respirado en Platonov) haciendo alcoholizados planes que redundaran en la mejora de la humanidad y de Serbia (incluyendo la reconquista de la Krajina y la Eslavonia oriental).

     Bueno, Dragan aún conservaba una mínima conexión con la infraestructura económica de la región.

     …En aquella llanura entre el Sava y el Danubio hace un calor húmedo, bochornoso. La recogida del maíz, cuando ya los calores van de capa caída, prolonga el martirio con los estornudos asociados a las gramíneas. Es entonces cuando todo toma un color dorado que tanto gustaba a Sumanovic, el mártir… (por cierto, otro de los santos patronos de “Fuerza Proletaria”, de quien no había ninguna reproducción. Nikola decía: los campos de Sid son un cuadro de Sumanovic… ¿para qué queremos, pues, una reproducción?).

     Aparte de “Fuerza proletaria”, solía, cuando los “asiduos” regresaban a sus domicilios conyugales para la tortura revolucionaria, acudir a un bar-cantina (“Траин“) que había enfrente de la estación de ferrocarril. Allí esperaba hasta que el bochorno hubiera desaparecido por completo, cuando, tanteando bien el terreno, me retiraba. A veces no podía ni dar un paso y fue en esas circunstancias tan desagradables, que se puso de manifiesto la bonhomía de los vagabundos y borrachos de Sid. Bien es cierto que bebían a mi salud y de mi peculio, pero jamás intentaron robarme, jamás me faltaron. Al contrario, me conducían a la pensión vecina y me tapaban con amor de beodo. 


     Cuando estuvo todo el maíz recogido y empacado, cogí mi bolsa y me largué de ese importante nudo de comunicaciones. Sin despedirme. El tren me dejó en Belgrado.