Yo
revoloteaba cual septembrina mosca alrededor de un vaso de vino. Los círculos
se estrecharon cada vez más y caí dentro de “Fuerza Proletaria”. Cuando me sacaron estaba empapado de
aguardiente como las pasas en cazalla.
…me puso tres copuzos de aguardiente de ciruelas, uno detrás de otro, en fila
india que dicen. Me los pimplé sin
miramientos. Cada trago se ocupó de cada una de las salchichas que había
engullido. No hacía mucho que esos, que en ese momento jugaban a la brisca, eran
ciudadanos yugoslavos y alguno, serbo-croata. Ahora son la espumilla asquerosa
que expulsa la carne de cerdo cuando la cueces.
Quise entablar conversación, pero mi ruso (¿) no daba para tanto. Me
conformé con un “da sbidania” que fue
respondido con fervor renovado. Estaba en Sid,
ahora confín y antes importante nudo de comunicaciones. Una vieja, cuyo único
patrimonio eran los años, me había alquilado una habitación en una de esas
arruinadas casas igualitas que enmarcan la carretera de entrada, en la que también,
por cierto, se encontraba la taberna. La abuela, que hablaba alemán, había
perdido al yerno. La hija había desaparecido por los alrededores de Belgrado. Y
de los nietos no tenía noticias. Su casa en Eslavonia estaba (y estará) ocupada
por ciudadanos croatas que, dicen, han recuperado un territorio que nunca fue suyo. Desde la casa se oía, una y otra
vez, el “Eslavos, todavía vive el espíritu de nuestros abuelos
(…)”. La música épica venía de la taberna.
Yo en Sid no pintaba
nada, como en ningún sitio; me retenía el majestuoso aguardiente de la taberna “Fuerza Proletaria”. No sabía que ese
aguardiente es patrimonio nacional y que en todas partes se precian de la mejor
elaboración. Yo no voy a los sitios atraído por las circunstancias transitorias
ni por los paisajes, sino por la calidad de los caldos y sus precios: Sid cumplía los requisitos. Allí me
estanqué dos meses largos. Cuando empezó el frío me largué a Kalamata, pasando
por Belgrado.
Normalmente a las diez yo ya llevaba mi
buen cuartillo. Me sentaba en una de
aquellas sillas familiares, de madera y espadaña, me hacía traducir (al alemán)
el periódico por el amable tabernero y dejaba correr el tiempo, como corren las
aguas del Sava: huyendo.
Como
espeso telón de fondo:
“…Nek se sada i nad nama
burom sve raznese
stena puca, dub se lama,
zemlja nek se trese.
Mi stojimo postojano
kano klisurine
proklet bio izdajica
svoje domovine.”
… que logré aprenderme de memoria.
Pasaban los días y el tabernero fue
apreciando mis cualidades, entre las cuales: el saber estar y el saber pimplar
en recogimiento. Apreció también mi respeto por las salchichas. Calibrado todo,
se decidió a abrirme de par en par su corazón y el de la “célula”.
El propietario de “Fuerza Proletaria” resultó ser, debería haberlo deducido, un
admirador sin resquicios de “Chevengur”
y, con alguno, de Platonov. Su admiración se hacía extensiva, naturalmente, a
Rosa Luxemburgo, de quien tenía un retrato, obra de un cliente en sus horas más
bajas, y una fotografía, para que cualquiera pudiera comprobar que la Rosa del
dibujo no tenía la más mínima semejanza con la verdadera. Aún así, “Las dos Rosas”, como familiarmente se
referían a aquel conjunto artístico, eran lo más preciado del local, que en los
momentos de exaltada camaradería y comunismo, pretendían convertir en museo.
Con las ganancias, porque habría que pagar la correspondiente entrada, podrían
seguir pimplando aguardiente hasta el final de los tiempos, para lo que, según
parecía, no faltaba mucho.
El
nombre de la taberna hacía honor al caballo de Kopionkin y no, como es natural,
a la fuerza de la clase obrera, que, a las 10 de la mañana, estaría discutiendo
con la otra fuerza, complementaria, llamada a transformar el mundo: sus
esposas, convertidas, a estas alturas, en herramientas de tortura. Una tortura
que, de forma asamblearia, habían
decidido que fuera ejercida en el ámbito privado. Y que la cosa avanzara “desde abajo” hasta que la desesperación
masculina alcanzara el nivel adecuado para lanzarse, nuevamente, a la toma de
las fábricas y del Poder. Algo así como las mujeres atenienses de Aristófanes.
Pero las fábricas habían desaparecido y el Poder no daba para mucho. Para ejercer el poder sobre nosotros mismos,
no es necesaria la revolución,
decía, consecuente, basta con la voluntad.
Y sin embargo la revolución es necesaria…Pero ¡no sabemos para qué!
Quien así se expresaba era Milan Popovic,
semihéroe y teórico de “Fuerza Proletaria”.
Siempre a la búsqueda del “sujeto
revolucionario”, pero que ya, a sus 81 años, había dejado de perseguirlo.
Su última teorización podía resumirse así: “El
sujeto ha sido sustituido por los adjetivos”.
Había otro Milan en el grupo, y también su
apellido acababa en “ic”. Este tenía en casa una verdadera máquina de tortura.
Su mujer había interiorizado, confundiéndola con su carne, la táctica femenina.
El día que me cabree le voy a meter un
estacazo que se le van a pasar sus exigencias revolucionarias, decía él,
pero siempre aparecía con alguna venda o esparadrapo (o ambas cosas) pegado a
los sitios más insospechados. Llegaba sobre las 11 de la mañana. Saludaba puño
en alto. Nikola, el tabernero, que en los buenos tiempos adornaba sus 1’90 cm.
con 100 kilos de carne y que ahora, con la escasez, parecía una percha en la
que hubieran colgado las prendas todos los vagabundos de Sid, le servía dos
copitas como estrellas binarias. Su nombre era tributario de Nikola Tesla,
aquel genio universal, hundido en la miseria por el envidioso Edison y que (si
no…al tanto) decía, “solucionará la
penuria energética del planeta y, de paso, aliviará nuestros recibos de la luz”.
Tesla, Platonov y Rosa Luxemburgo, eran, en orden inverso, los penates del
establecimiento. La imagen de Tesla también colgaba de una alcayata, detrás de
la barra, tapando una insidiosa y recalcitrante mancha de humedad.
El tercer asiduo (pues Nikola no era propiamente
un “asiduo”…¡era un morador!) tenía por nombre Dragan y por apellido, algo
terminado en “ic”. Había ocupado un
cargo importante en la estructura del partido en la época de Tito. Quizá por
esto aún tenía un negocio de cerdos y charcutería al por mayor. Gracias a sus
salchichas los asiduos de “Fuerza
Proletaria” se mantenían con vida. Le había quedado, de tantos años inmerso
en la burocracia, el gusto por el orden y el deseo de imponerlo. Su idea de
orden, sin embargo, era un caos. Así, proponía, cuando había quórum:
1. Juntar y alinear las fotografías del
futuro museo, añadiendo debajo de cada una, una breve reseña de sus
aportaciones más significativas a la causa de la humanidad.
2. Cambiar los hules de las mesas que,
según decía, parecían “cazamoscas”.
Y, ya puestos, ordenarlas según algún criterio geométrico comprensible y
armonioso. Había tres mesas.
3. Ser cuidadosos con las anotaciones de
los puntos de las partidas, con el fin de que esa desidia (sic) no fuera causa
de disputas que, era un hecho, dividían las fuerzas del proletariado.
4. Que adoptaran, los asiduos de “Fuerza Proletaria”, una indumentaria
común en los días en los cuales hubiera algo que celebrar en relación a la
heroica historia del pueblo serbio en general, y de Sid en particular, con el
fin de dar “visibilidad” a la célula.
Las propuestas le brotaban de forma
natural. Sin esfuerzo. Sin embargo, nunca alcanzaron la altura necesaria para
ser discutidas, por lo que quedaban archivadas. Nunca proponía nada que tuviera
un mero interés personal, como por ejemplo, obligar a comer una cantidad mínima
de salchichas al día, o proponer “el día
de la charcutería”, aunque, decía, eso
sería una buena idea.
Este era Dragan: alto, delgado y con unas
manos en las que los naipes, parecían sellos de correos. Cabeza, literalmente,
cuadrada. Cúbica. Podría ser empaquetada en una caja de tintorro sin hacer
ninguna compostura. Encajaría perfectamente…como el chóper en su envase. No tenía sentido del humor, pero tampoco se
enfadaba fácilmente. Cuando lo hacía, los hules flotaban como nubes negras;
golpeaba las mesas con furia; los naipes volaban como mariposas grasientas,
dicen…La verdad es que yo no conseguí ver el espectáculo. Por lo demás, también
recibía su merecido en la cámara de torturas.
El cuarto asiduo, procedía de la Krajina,
y apareció, con lo puesto, por Sid, en el 96, después de la “Operación Tormenta”. Como ya era mayor no lo reclutaron para Bosnia.
Desdentado, lo que dotaba a sus soflamas de una blandura impropia. Conservaba
la gorra con estrella de cinco puntas que ponía de los nervios a los croatas y
a media Europa. La misma tarde de su llegada descubrió asombrado la existencia
de “Fuerza Proletaria” y no pudo
resistirse. Nikola lo atendió y lo puso en contacto con los miembros del
círculo. Su historia es triste de verdad. Tan triste y tan verdadera que el “salchichero” lo adoptó. Desde entonces
vive en su casa y se encarga del bienestar de los cerdos. Es el único de la
célula que se libra de la femenil furia. Pero, sin embargo, su sufrimiento y
desolación es tal, que ha olvidado hasta el nombre. Lo conocen como “Krajina”
O sea, un cuarteto de desocupados,
jubilados sin pensión, sin oficio ni beneficio, que pasaban las horas,
incluyendo cada uno de los segundos que las componen, jugando a las cartas, bebiendo
aguardiente de ciruela y, espoleados por el inagotable himno yugoslavo que
borboteaba desde un viejo “grundig”,
traído de Bremen por un cuñado de Nikola a comienzos de los setenta, (y mantenido
en activo por los saberes que el tabernero había extraído de Tesla y el cariño
a las máquinas que había respirado en Platonov) haciendo alcoholizados planes
que redundaran en la mejora de la humanidad y de Serbia (incluyendo la
reconquista de la Krajina y la Eslavonia oriental).
Bueno, Dragan aún conservaba una mínima conexión con la infraestructura
económica de la región.
…En aquella llanura entre el Sava y el
Danubio hace un calor húmedo, bochornoso. La recogida del maíz, cuando ya los
calores van de capa caída, prolonga el martirio con los estornudos asociados a
las gramíneas. Es entonces cuando todo toma un color dorado que tanto gustaba a
Sumanovic, el mártir… (por cierto, otro de los santos patronos de “Fuerza Proletaria”, de quien no había
ninguna reproducción. Nikola decía: los
campos de Sid son un cuadro de Sumanovic… ¿para qué queremos, pues, una
reproducción?).
Aparte de “Fuerza proletaria”, solía, cuando los “asiduos” regresaban a sus domicilios conyugales para la tortura
revolucionaria, acudir a un bar-cantina (“Траин“)
que había enfrente de la estación de ferrocarril. Allí esperaba hasta que el
bochorno hubiera desaparecido por completo, cuando, tanteando bien el terreno,
me retiraba. A veces no podía ni dar un paso y fue en esas circunstancias tan
desagradables, que se puso de manifiesto la bonhomía de los vagabundos y
borrachos de Sid. Bien es cierto que bebían a mi salud y de mi peculio, pero
jamás intentaron robarme, jamás me faltaron. Al contrario, me conducían a la
pensión vecina y me tapaban con amor de beodo.
Cuando
estuvo todo el maíz recogido y empacado, cogí mi bolsa y me largué de ese
importante nudo de comunicaciones. Sin despedirme. El tren me dejó en Belgrado.