
¡¡Va
por vds.!!
Tengo
dos pueblos: uno que no puedo olvidar
y otro que no quiero olvidar. En el primero ocurrió lo que paso a relatar:
Me
cabe el honor de haber sido el primero, en los tiempos modernos, de haber
llevado un negro a mi pueblo… ¡Y eso lo saben hasta las piedras!...
Por
circunstancias que no vienen al caso, dejé mi pueblo y me instalé en Valencia.
Los veranos, sin embargo, los pasaba en Alemania, de trabajador invitado. O sea, que gozaba durante el
resto del año, de una cierta estabilidad económica. Corría el año 1971. No sé
exactamente cómo ocurrió pero de repente me encontré con que los hermanos
Dugan, naturales de Guinea e hijos de familia caída en desgracia por obra y
gracia de Macías, se habían instalado en nuestra casa (“mi casa” nunca lo decíamos…¡éramos demasiados!). Durante dos años
corrí con sus gastos y sus gustos: El mayor (Pepe) era comedido, ¡pero el
otro…!...no se acostaba mientras hubiera un cigarrillo encima de la mesa…Y
hacía las tres comidas sin perdonar ni el postre. Además de los vicios. El
pequeño acabó casándose en Guinea con una princesa de una de las miles de
tribus censadas en aquel infeliz país.
Valga
lo dicho como premisa mayor. Le dije al mayor (ahora músico industrial) de ir a
las fiestas de mi pueblo…Toda una excentricidad, incluso para mí. Bueno, pues
cogimos el tren y nos plantamos el día de San Bartolomé en casa de mis padres. Ya
en el rten, según nos acercábamos al sudeste la rechifla iba en aumento: los
niños se asomaban al compartimento…el mismo revisor, ducho en percances de todo
tipo, le ahorró (al negro) la molestia de sacar el billete: por deferencia de
la casa.
Llegados
que fuimos al pueblo (las 11 de la mañana), la guasa cundió. Y la noticia
corrió como un reguero de pólvora.
Cuando
mi madre, avisada como estaba, abrió la puerta para besarme y encharcarme la
cara de lágrimas sin sabor y vio al negro en la puerta de la casa, su blancura
natural se convirtió en blancura de yeso. Se quedó paralizada, no sabía si de
terror o a si a punto de estallar en un
ataque de risa incontenible: optó por lo segundo. Todas las vecinas salieron a
la calle augurando (y deseando) alguna desgracia y al ver de lo que se trataba,
las risas se multiplicaron, al tiempo que se acercaban al invitado y se
atrevieron, algunas, a tocarle el pelo de negro. El negro no enrojeció… ¡no
podía!
Bah!
Son cosas que pasan. No le demos más importancia.
Son cosas que pasan. No le demos más importancia.
Era
la hora del aperitivo. Mi madre, nos tendió unas cervezas sin vaso, cogidas por
el cuello, al tiempo que se le levantaba el labio superior. Y abrió una lata de
mejillones. No habían pasado ni cinco minutos cuando empezaron a llegar visitas
y, entre ellas, las del equipo de fútbol de los solteros que, como siempre,
dirimían, en un partido a vida o muerte contra los casados, el reinado anual.
Era el acto central de la festividad (descontando la misa de doce). El equipo
ganador se hacía merecedor de una cena a cuenta del erario público.
Al
extremo izquierdo, rápido por naturaleza, se le ocurrió la idea que paso a
exponer:
Vamos
a vestir al negro con la equipación de los solteros y lo vamos a pasear en un
motocarro por todo el pueblo, anunciándolo como el nuevo fichaje de la
temporada. Naturalmente yo también jugaría. A todo esto las cervezas
volaban…las risas eran francas y la emoción también era sincera…sin malicia…Después
se le pagaría una ración de gambas que,
seguramente, no habría probado en su vida…hablaban como si el negro no
entendiera ni palabra. Y cuando se dirigían a él, para exigirle la conformidad,
levantaban la voz, como por otra parte, es connatural a la especie hispánica.
El
negro estaba paralizado. Pero no se opuso… ¡No podía!
El
“Barquero” fue a su casa por el vehículo. Llamamos al del violín y al de la
guitarra (especialistas en villancicos murcianos) y conseguimos en un periquete
un megáfono rudimentario…una especie de embudo cuyo efecto final era entorpecer
el entendimiento del mensaje. Lo vistieron (vestimos…no me quiero exculpar) con
el 9 a la espalda. Subimos una silla al motocarro, lo acomodamos en el asiento y, seguidamente, nos montamos el equipo en
pleno.
Hicimos un pasacalle que ha alcanzado la categoría de mito…Como Isaías…como el día de Ramos.
Hicimos un pasacalle que ha alcanzado la categoría de mito…Como Isaías…como el día de Ramos.
El
efecto fue demoledor. La expectación se espesó y se vaticinaba un
enfrentamiento de carácter internacional de los que harían época. El partido
estaba anunciado para las seis y eran las tres de la tarde cuando acabó el
jolgorio.
Fue
obligatorio parar en todos los bares de la localidad, y en cada uno de ellos
nos ofrecían su especialidad más preciada: sangre con cebolla…michirones…caracolillos
blancos…patatas asadas…huevas…magras de cochino…conejo al ajo cabañil…y,
naturalmente con la bebida correspondiente. El motocarro nos dejó en la puerta
de la casa y entramos dando tumbos y derribando el aparador.
Mi padre, que había llegado antes, también lo había tirado.
Mi padre, que había llegado antes, también lo había tirado.
Mi madre, mientras tanto, había preparado
un arroz seco con conejo y caracoles:
-¿comerá el negro caracoles?
-¡No va a comer…si es negro!...le
respondió la vecina que no quería perderse esa “merienda de negros”.
--¡Se llama Pepe!
--¿Pepe se va a llamar?... ¡Si es negro!
--¡Sí!...Pero
de Guinea y educado en los mejores colegios de Madrid.
Un poco antes de acabar el ágape,
apareció la bisabuela del defensa central…con pañuelo negro por la cabeza ,
anudado en la sotabarba y bastón de pastor de los Alpes:
--¡Hijo mío!... ¿Tienes padres?
--¡Sí Señora!
--¿Y hermanicos?
--¡Sí señora!
--¿Cuántos?
--7, señora.
--¿Y tos negricos?
--¡Sí señora!
--¡Qué
lastimica!...Y se pimpló un vaso de vino con casera, a la salud de la familia
del negro.
Mi
madre retiró (definitivamente) los cubiertos (como hacen en los equipos
deportivos cuando muere un jugador de la plantilla) y los platos fueron
directamente a la basura. Mi madre no tiene (no tenía), entre sus defectos, el
del disimulo… ¡los tiró a la vista de todos!...con el labio superior levantado
y cogiéndolos con el índice y el pulgar.
A
las cinco volvieron los del carromato para dar la vuelta de calentamiento, con
el fin de que la noticia no pasara desapercibida. Esta vez todos vestíamos la
equipación reglamentaria. Dimos otra vuelta…tomamos carajillos y tegüis (la
música navideña no cesaba) y nos dirigimos al terreno de juego…saltando el
“merancho”, por entre los cañizales de mi casa. El negro parecía como si
saliera de la selva.
Fue
verlo y los espectadores lanzaron una salva de aplausos.
Nosotros
no podíamos ni mantenernos de pie. Nos cogíamos por necesidad.
El
campo estaba a reventar: “¡Viva el negro!”…”¡Viva África!”…¡Casados y solteros
estuvieron de acuerdo en aclamarlo!
Yo
oía cómo el entrenador contrario exigía vigilancia constante a la “gacela
negra” (ya le habían puesto sobrenombre). En efecto, Pepe Dugan era un portento
físico. Nosotros a su lado parecíamos lagartijas y él una potente boa
constrictora.
Les
ahorro los pormenores. Ganamos los solteros por 7 a 2… ¡5 marcó el negro! que
se reveló como una auténtica figura del balompié (la mitad de los goles fueron
por que el portero casado se lanzaba al balón que no era, de los dos que veía).
Lo subieron a hombros y en esos momentos de exaltación, se acordó que la
comisión de festejos pagaría la cena también a los casados, por su nobleza y su
saber encajar…¡a expensas de la traca del día siguiente!. El de la traca se
enfadó y dijo que no había derecho a que un forastero viniera a quitarnos el pan.
Se le tapó la boca con argumentos solidarios y con la promesa de que se le
contrataría otra traca en el momento más inesperado.
La
cena se desarrolló con normalidad: corrió el vino y la cerveza. Hubo 1783
brindis por el negro y su familia y 346 por el polvorista que aún mascullaba
quejas, revueltas con cabrito. Llegaron los carajillos, los tegüis, los
licores.
Llegamos
casa en el plácido motocarro. Entramos
como entran los borrachos…pidiendo silencio e intentando meter la llave por los
sitios más insospechados. Por la ley de Thorkdike, acertamos con la cerradura y
pudimos entrar. Mi madre que padecía (y siguió padeciéndolo) insomnio
selectivo, se removió en la cama y pudimos oir un:
--Aaay!...
¿¡Acho!...¿Ya estás aquí ( el negro no contaba)!? …¡Qué boniiico!...
Mi
padre roncaba.
Hay
que decir que mi madre NUNCA me ha dejado la llave de la casa…ese día fue una
excepcional excepción. Tuve 60 años y
tenía que despertarla cada vez que volvía. Era su forma de castrar: otras lo
hacen de otra manera.
Toda
la noche estuvo oyéndose vivas al continente negro y risas desencajadas. Cada
vez más aisladas…pero aún a las nueve de la mañana del día siguiente pudieron
oírse los últimos estertores de la celebración: “¡Viva Oceanía!”...”¡el kino,
el kino, el kino es cojonudo…como el k….” etc…etc…!
Al
día siguiente…vuelta con las lágrimas (de la despedida). Al negro le dirigió
una mirada de soslayo y volvió a levantar el labio superior. Nos fuimos, sin
más.
Después
me dijeron que, mi madre, había quemado un colchón y un juego de sábanas en la
hoguera de San Martín. El humo salía negrísimo.
--¡Lo
veis!... ¡Lo veis!...
Una
gran traca culminó la fiesta de la virgen del Rosario…ante el desconcierto
general.