martes, 23 de julio de 2013

"La gacela negra"



                           

¡¡Va por vds.!!
Tengo dos pueblos: uno que no puedo olvidar y otro que no quiero olvidar. En el primero ocurrió lo que paso a relatar:
Me cabe el honor de haber sido el primero, en los tiempos modernos, de haber llevado un negro a mi pueblo… ¡Y eso lo saben hasta las piedras!...
Por circunstancias que no vienen al caso, dejé mi pueblo y me instalé en Valencia. Los veranos, sin embargo, los pasaba en Alemania, de trabajador invitado. O sea, que gozaba durante el resto del año, de una cierta estabilidad económica. Corría el año 1971. No sé exactamente cómo ocurrió pero de repente me encontré con que los hermanos Dugan, naturales de Guinea e hijos de familia caída en desgracia por obra y gracia de Macías, se habían instalado en nuestra casa (“mi casa” nunca lo decíamos…¡éramos demasiados!). Durante dos años corrí con sus gastos y sus gustos: El mayor (Pepe) era comedido, ¡pero el otro…!...no se acostaba mientras hubiera un cigarrillo encima de la mesa…Y hacía las tres comidas sin perdonar ni el postre. Además de los vicios. El pequeño acabó casándose en Guinea con una princesa de una de las miles de tribus censadas en aquel infeliz país.
Valga lo dicho como premisa mayor. Le dije al mayor (ahora músico industrial) de ir a las fiestas de mi pueblo…Toda una excentricidad, incluso para mí. Bueno, pues cogimos el tren y nos plantamos el día de San Bartolomé en casa de mis padres. Ya en el rten, según nos acercábamos al sudeste la rechifla iba en aumento: los niños se asomaban al compartimento…el mismo revisor, ducho en percances de todo tipo, le ahorró (al negro) la molestia de sacar el billete: por deferencia de la casa.
Llegados que fuimos al pueblo (las 11 de la mañana), la guasa cundió. Y la noticia corrió como un reguero de pólvora.
Cuando mi madre, avisada como estaba, abrió la puerta para besarme y encharcarme la cara de lágrimas sin sabor y vio al negro en la puerta de la casa, su blancura natural se convirtió en blancura de yeso. Se quedó paralizada, no sabía si de terror o a  si a punto de estallar en un ataque de risa incontenible: optó por lo segundo. Todas las vecinas salieron a la calle augurando (y deseando) alguna desgracia y al ver de lo que se trataba, las risas se multiplicaron, al tiempo que se acercaban al invitado y se atrevieron, algunas, a tocarle el pelo de negro. El negro no enrojeció… ¡no podía!
Bah!

Son cosas que pasan. No le demos más importancia.
Era la hora del aperitivo. Mi madre, nos tendió unas cervezas sin vaso, cogidas por el cuello, al tiempo que se le levantaba el labio superior. Y abrió una lata de mejillones. No habían pasado ni cinco minutos cuando empezaron a llegar visitas y, entre ellas, las del equipo de fútbol de los solteros que, como siempre, dirimían, en un partido a vida o muerte contra los casados, el reinado anual. Era el acto central de la festividad (descontando la misa de doce). El equipo ganador se hacía merecedor de una cena a cuenta del erario público.
Al extremo izquierdo, rápido por naturaleza, se le ocurrió la idea que paso a exponer:
Vamos a vestir al negro con la equipación de los solteros y lo vamos a pasear en un motocarro por todo el pueblo, anunciándolo como el nuevo fichaje de la temporada. Naturalmente yo también jugaría. A todo esto las cervezas volaban…las risas eran francas y la emoción también era sincera…sin malicia…Después se  le pagaría una ración de gambas que, seguramente, no habría probado en su vida…hablaban como si el negro no entendiera ni palabra. Y cuando se dirigían a él, para exigirle la conformidad, levantaban la voz, como por otra parte, es connatural a la especie hispánica.
El negro estaba paralizado. Pero no se opuso… ¡No podía!
El “Barquero” fue a su casa por el vehículo. Llamamos al del violín y al de la guitarra (especialistas en villancicos murcianos) y conseguimos en un periquete un megáfono rudimentario…una especie de embudo cuyo efecto final era entorpecer el entendimiento del mensaje. Lo vistieron (vestimos…no me quiero exculpar) con el 9 a la espalda. Subimos una silla al motocarro, lo acomodamos en el asiento  y, seguidamente, nos montamos el equipo en pleno.

Hicimos un pasacalle que ha alcanzado la categoría de mito…Como Isaías…como el día de Ramos.
El efecto fue demoledor. La expectación se espesó y se vaticinaba un enfrentamiento de carácter internacional de los que harían época. El partido estaba anunciado para las seis y eran las tres de la tarde cuando acabó el jolgorio.
Fue obligatorio parar en todos los bares de la localidad, y en cada uno de ellos nos ofrecían su especialidad más preciada: sangre con cebolla…michirones…caracolillos blancos…patatas asadas…huevas…magras de cochino…conejo al ajo cabañil…y, naturalmente con la bebida correspondiente. El motocarro nos dejó en la puerta de la casa y entramos dando tumbos y derribando el aparador.
 Mi padre, que había llegado antes, también lo había tirado.
Mi madre, mientras tanto, había preparado un arroz seco con conejo y caracoles:
-¿comerá el negro caracoles?
-¡No va a comer…si es negro!...le respondió la vecina que no quería perderse esa “merienda de negros”.
--¡Se llama Pepe!
--¿Pepe se va a llamar?... ¡Si es negro!
--¡Sí!...Pero de Guinea y educado en los mejores colegios de Madrid.
Un poco antes de acabar el ágape, apareció la bisabuela del defensa central…con pañuelo negro por la cabeza , anudado en la sotabarba y bastón de pastor de los Alpes:
--¡Hijo mío!... ¿Tienes padres?
--¡Sí Señora!
--¿Y hermanicos?
--¡Sí señora!
--¿Cuántos?
--7, señora.
--¿Y tos negricos?
--¡Sí señora!
--¡Qué lastimica!...Y se pimpló un vaso de vino con casera, a la salud de la familia del negro.
Mi madre retiró (definitivamente) los cubiertos (como hacen en los equipos deportivos cuando muere un jugador de la plantilla) y los platos fueron directamente a la basura. Mi madre no tiene (no tenía), entre sus defectos, el del disimulo… ¡los tiró a la vista de todos!...con el labio superior levantado y cogiéndolos con el índice y el pulgar.
A las cinco volvieron los del carromato para dar la vuelta de calentamiento, con el fin de que la noticia no pasara desapercibida. Esta vez todos vestíamos la equipación reglamentaria. Dimos otra vuelta…tomamos carajillos y tegüis (la música navideña no cesaba) y nos dirigimos al terreno de juego…saltando el “merancho”, por entre los cañizales de mi casa. El negro parecía como si saliera de la selva.
Fue verlo y los espectadores lanzaron una salva de aplausos.
Nosotros no podíamos ni mantenernos de pie. Nos cogíamos por necesidad.
El campo estaba a reventar: “¡Viva el negro!”…”¡Viva África!”…¡Casados y solteros estuvieron de acuerdo en aclamarlo!
Yo oía cómo el entrenador contrario exigía vigilancia constante a la “gacela negra” (ya le habían puesto sobrenombre). En efecto, Pepe Dugan era un portento físico. Nosotros a su lado parecíamos lagartijas y él una potente boa constrictora.
Les ahorro los pormenores. Ganamos los solteros por 7 a 2… ¡5 marcó el negro! que se reveló como una auténtica figura del balompié (la mitad de los goles fueron por que el portero casado se lanzaba al balón que no era, de los dos que veía). Lo subieron a hombros y en esos momentos de exaltación, se acordó que la comisión de festejos pagaría la cena también a los casados, por su nobleza y su saber encajar…¡a expensas de la traca del día siguiente!. El de la traca se enfadó y dijo que no había derecho a que un forastero viniera a quitarnos el pan. Se le tapó la boca con argumentos solidarios y con la promesa de que se le contrataría otra traca en el momento más inesperado.
La cena se desarrolló con normalidad: corrió el vino y la cerveza. Hubo 1783 brindis por el negro y su familia y 346 por el polvorista que aún mascullaba quejas, revueltas con cabrito. Llegaron los carajillos, los tegüis, los licores.
Llegamos casa en el  plácido motocarro. Entramos como entran los borrachos…pidiendo silencio e intentando meter la llave por los sitios más insospechados. Por la ley de Thorkdike, acertamos con la cerradura y pudimos entrar. Mi madre que padecía (y siguió padeciéndolo) insomnio selectivo, se removió en la cama y pudimos oir un:
--Aaay!... ¿¡Acho!...¿Ya estás aquí ( el negro no contaba)!? …¡Qué boniiico!...
Mi padre roncaba.
Hay que decir que mi madre NUNCA me ha dejado la llave de la casa…ese día fue una excepcional excepción. Tuve  60 años y tenía que despertarla cada vez que volvía. Era su forma de castrar: otras lo hacen de otra manera.
Toda la noche estuvo oyéndose vivas al continente negro y risas desencajadas. Cada vez más aisladas…pero aún a las nueve de la mañana del día siguiente pudieron oírse los últimos estertores de la celebración: “¡Viva Oceanía!”...”¡el kino, el kino, el kino es cojonudo…como el k….” etc…etc…!
Al día siguiente…vuelta con las lágrimas (de la despedida). Al negro le dirigió una mirada de soslayo y volvió a levantar el labio superior. Nos fuimos, sin más.
Después me dijeron que, mi madre, había quemado un colchón y un juego de sábanas en la hoguera de San Martín. El humo salía negrísimo.
--¡Lo veis!... ¡Lo veis!...
Una gran traca culminó la fiesta de la virgen del Rosario…ante el desconcierto general.

  






Festejo taurino



¡¡Va por ustedes!!

                   
 


Tengo dos pueblos: uno no puedo olvidarlo y el otro no quiero.  El segundo es un secarral: histórico productor de esparto (y derivados) y de higos chumbos. Naturalistas (apoyados por arqueólogos), lo señalan como la cuna de la incansable, voraz  y atrabiliaria “cabra murciana”…¿no sabían vds. de la existencia de esa raza?...¡pues ya lo saben!...
Yo mismo, sin ir más lejos, alimenté mi niñez con leche de cabra negra (y  botes de carne de caballo)…En vez de despertador la gente se despertaba con el ruido silbante del chorrito de leche que, directamente de las enormes ubres (característica de la cabra murciana), se precipitaba sobre recipientes de diversa índole: dejabas el dinero en la ventana y al amanecer el milagro estaba consumado.

No voy a extenderme en pormenores…Me limitaré a relatar lo que pasó aquel infausto día del verano de 1959…Tiempo habrá para otras rememoraciones.

Era el día del santo patrón: San Roque (16 de Agosto… ¡ya sé que ahora lo han cambiado!). Me gustaba ese santo por el perro y empezó a disgustarme cuando, a causa de mis dificultades oratorias, me obligaban a recitar, como un Demóstenes del desierto, aquello de:
“El perro de san Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha cortado” (mi dificultad estribaba, es evidente, en las “erres”). Bueno, pues eso, era el día del patrón.


Mi pueblo nunca ha tenido tradición taurina…éramos más bien de cabras y aún no había llegado la tele…cualquier atisbo de tauromaquia se lo debíamos al cine y a la imaginación: cuando hablaban de una “verónica”, pensábamos que se le pasaba, al toro, el paño por la cara…por aquello del sudor.
Cuando de “brindar”, nos imaginábamos al torero echándose al coleto un vaso de jumilla a la “salú de tós” y al toro esperando a que acabara.
Cuando de “toro afeitado”, nos lo imaginábamos con el morro lleno de espuma, un trapo anudado al cuello…etc…etc
Había, es cierto, entendidos…pero, vamos…no éramos taurinos, esa es la verdad.

Había tocado el gordo de navidad el año anterior (…¡otra historia!...) bastantes millones…pero muy repartidos, como se dice. Mi padre había comprado una participación de 8 pesetas (5 cts. de euro)…¡Nos alegramos, pero poco más!
El alcalde, que había ganado una millonada, tuvo a bien organizar un festejo taurino y el pueblo recibió la noticia con, primero, perplejidad y, después, con histórica alegría (no exenta de presentimientos, que no lograba formular).

Semanas antes se pegaron los carteles correspondientes: “Gran novillada con motivo de la festividad de nuestro santo patrón”. Los diestros, que tomaban la alternativa, eran: “El Negro” (que era zurdo); “El zurdo” (que era diestro) y otro, de cuyo nombre, por desgracia, no me acuerdo (si aún vives y no te han matado las cornadas del hambre: ¡perdona por este imperdonable olvido!). Naturalmente. ¡A las cinco en punto de la tarde!...Hora apropiada para la canícula de agosto.

Según se aproximaba el día del acontecimiento (anunciado hasta desde el púlpito), el ambiente se iba tornando taurino…Se chateaba y mientras se masticaban almendras fritas, salían de aquellas bocas desdentadas palabras tales como: “lidia”, “maestro”, “derechazo”, “manoletina”, “farol”, “ronda de naturales acabados con un pase de pecho”, “burladero”. Los más entendidos se atrevían con “estocada lagartijera”, “mandoblazo” y “metisaca”…Aquellos días mi imaginación se disparaba y soñaba con cabras (murcianas) enormes.

Llegó el día. A las 8 de la mañana ya estábamos a 40º a la sombra.
 La misa de doce fue una especie de tertulia… ¡hasta el cura tuvo que pedir contención y un poco de respeto!
Se comió rápido y mal (como siempre)… ¡para coger sitio!...
La plaza de toros portátil la habían montado en la era del “tío Colorao” (que entró gratis y ocupó puesto junto al alcalde). Los niños nos situamos debajo del graderío y veíamos a través de multitud de pantorrillas. En la cavea (¿) no cabía ni un alma (¡hermosa expresión!).

La banda empezó a tocar pasodobles y…¡a las cinco en punto de la tarde! apareció de no se sabe donde” la cuadrilla” (de desesperados)…a paso militar cruzaron la plaza en dirección al alcalde (y al “tío Colorao”). De los trajes  sólo puede decirse que les cubrían los cuerpos…¡que no iban desnudos…vamos!...más remiendos que la chaqueta de “Regaeras” (el payaso del circo que anualmente nos visitaba). Como sacados del banquete de “Viridiana”. La música fue in crescendo. Los espectadores empezaban a sufrir los efectos de los 42º (sesenta y tantos al “sol”…”sombra” no había)…se sudaba  y se bebía y se sudaba y se bebía.

Iban tocados (aparte de por la desgracia) con monteras que más parecían boinas. Llegados a su destino…se quitan la boina y saludan a la “presidencia”. El alcalde, entendido, sacó un pañuelo arruinado y lleno de mocos: ¡Puede empezar el espectáculo! (antes de guardárselo (el pañuelo) se secó los chorros que le brotaban de lo alto de la cabeza (como los verdadero ríos).

Aplausos y expectación. Se retiraron los espectros para ir apareciendo de nuevo cada uno a su turno…decir que ¡eran tres!...ni ayudantes, ni banderilleros ni hostias…¡a pelo!...Ellos se harían los quites…pondrían las banderillas ¡y lo que hiciera falta!

“El Negro” (que era zurdo) salió decidido y deseoso de gustar. Arrojó la boina al tendido y se arrodilló frente al toril. Extendió la capa, formando una media circunferencia con su cuerpo como centro.
--Va a hacer una “serpentina”, aventuró un entendido.

El alguacil tocó la corneta. Se abrió la puerta del toril y salió de estampida una cabra negra, como seis cabras murcianas y fue derecho hacia el pobre muchacho que lo aguardaba de rodillas, implorando que el toro pasara de largo. Pero no. No pasó de largo, lo enganchó de lleno y lo llevó arrastrando hasta el centro del ruedo. No tuvo ni tiempo de tocar el capote que quedó donde estaba como indicio de valentía y de mala suerte. Como pudo se deshizo del rumiante y de dos zancadas, una para alcanzar la barrera y la otra para saltarla limpiamente, desapareció y no se volvió a saber nada más de él. Dicen que lo vieron con su triste atuendo intentando acercarse una copa de coñá a la boca. Dicen.

--¡Ese toro está toreao!...sentenció el mismo entendido.

En el ínterin, la mezcla del calor con la emoción, hizo efecto y empezaron a oírse gritos:
--¡Que a mi mujer le ha dao un mareo!...¡que se me muere!...
--¡Tenderla!...¡abanicarle!...¡No le soples que la vas a marear más!...
El practicante, que, naturalmente, asistía al festejo, se abrió paso, saltó la barrera, cruzó la plaza, volvió a saltar la barrera y fue en socorro de la lipotimiada.
--¡No è ná!...¡Subirle las piernas!
¡La Josefa no llevaba bragas! Fue la rechifla general y el martirio particular, para el marido, que esperó a que volviera en sí para abandonar el coso con su mujer , como un paso de semana santa e ignorante de que sus intimidades habían sido proclamadas a los cuatro vientos.

“El zurdo” (que era diestro) se prestó a lidiar (¿) el toro de su compañero de cartel. Así que salió del burladero y llamó al toro por su nombre: ¡Tooro!...el toro se volvió y se lanzó en su persecución. “El zurdo” (que era diestro de lateralidad) alcanzó el burladero impulsado por los afilados cuernos de la bestia. Le pasaron un botijo. Bebió un buen trago. Se echó el resto por la cabeza. Se la secó y cogió un par de banderillas. Mientras, el toro miraba fijamente el burladero. El pobre desgraciado, circulando por entre las gradas y la barrera, alcanzó a llegar al burladero de enfrente y , desde allí, volvió a llamar al toro por su nombre, al tiempo que salía indeciso con las banderillas en la mano (una en cada mano)…no le dio tiempo ni a estirarse y hacer esas figurillas que los banderilleros hacen…el toro fue para él enrabietado. El diestro (de nombre artístico “el zurdo”) corría delante y volviendo la cabeza…No sabemos cómo pero logró esquivar al toro y cuando pasaba por su lado le clavó, como si fuera una espada, una de las banderillas, que quedó enganchada  en el flaco vientre del animal. El maestro siguió su vertiginosa carrera hacia el burladero y, desde allí, saludó al tendido.

--¡Las ha puesto de sobaquillo!...insistía el entendido.

--¡Calla ya, monosabio!...Risas, abucheos…

--Pero si es verdad: ¡Las ha puesto de sobaquillo!

Se reanudó la lidia. El toro estaba más entero que el enterao del tendido. Era el único normal. “El zurdo” (que era diestro), mordía el capote detrás del burladero y, por debajo de la boina miraba al horizonte, implorando un milagro. La gente pedía faena. Sonó la música y, tragando trágalas se decidió a dar fin al asunto. Volvió a llamar al toro por su nombre y volvió el toro a por él. El maestro se enganchó las piernas en el capote y cayó , dando un medio giro, sobre la arena del redondel. El toro que lo ve, se puso como a comérselo, le metía el morro por los sobacos y lo hacía rodar como una alfombra. El “otro” (cuyo nombre no recuerdo) se lanzó a la arena, cogió al torillo por el rabo e intentaba que no acabara a bocados con su compañero de infortunios. Cuando “El zurdo” (que era diestro) dejó de sentir el aliento del cuadrúpedo, se levantó de un salto y tomó las de Villadiego. Dicen que lo vieron, ya de noche, corriendo por el campo en dirección a Abanilla.

La gente no sabía formular con exactitud sus sentimientos: mezcla de piedad, indignación, contento, ahogo…
El alcalde volvió a sacar el despojo para indicar el cambio de tercio (¿)…¡A matar!...
Sólo quedaba “El otro”. Y no parecía estar muy dispuesto a acabar con la vida de esa cabra salvaje…¡A matar!...No tuvo más remedio. Tomó el estoque. Él pensaba que bastaría un rasguño para acabar con la res…¡moriría de infección!...Intentó cuadrar al toro, pero éste no podía estarse quieto…era todo adolescencia…Así que el espadachín lanzaba estocadas a troche y moche con la esperanza de inocularle la muerte. Logró pincharle en los cuartos traseros y cuando el pobre animal se paró para contemplarse y lamerse la herida, el matador fue por delante y le clavó la espada a la altura del omoplato. El bicho rugió (el público también) y volvió a sus persecuciones.
“El otro” intentó escabullirse, a imitación del resto del cartel…pero lo detuvieron unos aficionados y quisieron obligarlo a que terminara lo empezado.

--Por mi maere…¡dejarme!...y se puso a llorar como un niño abandonado.

El alguacil empezó con los avisos y el torero que no cesaba en su llanto…que si él no era torero…que si se había apuntado por el dinero…que si ya no quería el dinero…pero que lo dejaran, ¡por su madre!...Los asistentes se hicieron cargo de la situación y permitieron que también el tercero desapareciera por el desierto. Dicen que lo vieron, al día siguiente, durmiendo a la puerta del ventorrillo “La Alegría”, allá por el “Salado Alto”. Dicen.

Lo de “tomar la alternativa” no lo entendí: Yo creo que no había alternativa posible. Los pobres “maletillas” no consideraron aquello como un alternativa a nada. Al más mínimo resquicio hubieran optado por “lo otro”: hubieran optado por el otro cuerno del dilema.

El alcalde mandó llamar al matarife, que, naturalmente, se encontraba entre los presentes y le conminó a poner fin al festejo. El matarife dijo que no sabía lanzar cuchillos y el alcalde le contestó que se dejara de bromas. El carnicero se colocó detrás de la barrera y llamó al toro por su nombre. El toro acudió y se quedó junto a la barrera mirando fijamente al descuartizador que aprovechó la primera ocasión para clavarle la puntilla detrás de la oreja.

No puedo seguir con el sacrificio. Baste decir que lo intentó varias veces y que el torete no quería doblar. A quién se le ocurrió la idea no lo sé, pero la cosa acabó en manos de la guardia civil.

Habían cuatro guardias: dos estaban de servicio (correrías); mi padre estaba “de puertas” (de guardia) y el cabo no estaba disponible. Así que algunos (con el alcalde al frente) fueron a por mi padre y se quedaron mientras tanto cuidando el cuartel. La idea era que lo mataran de un tiro. Entre los defectos de mi padre no estaba la insensibilidad. Es más…el vino le acrecentaba su amor por todo lo viviente. Y estaba (¿cómo si no aguantar todo un día, a 42º a la sombra, haciendo guardia en la puerta de la casa-cuartel?) verdaderamente amoroso.

¡Le obligaron!...cogieron el mosquetón y a mi padre y los llevaron, por separado, al coso. Allí le desvelaron la misión. El público ya había pasado de la impaciencia a la resignación y estaba a punto de entrar en la depresión más profunda. Mi padre que apenas podía mantenerse en pie, se echó el mosquetón a la cara y disparó una de aquellas balas que parecían obuses. La bala, dicen, que la encontraron, al día siguiente incrustada en la pared de la casa del “Tío Colorao”. Dicen. Abucheos…pataleos…polvo, sudor y lágrimas (el Cid cabalga). Un niño, por entre las pantorrillas y calzados de domingo, temblaba de vergüenza, de miedo y de pena. El segundo tiro se clavó en la arena. Mi padre ni apuntaba (¡no podía!)… seguro que veía dos o tres toros y decidió no decidirse por ninguno. FINALMENTE un cazador, con la aquiescencia de la autoridad le pegó un tiro entre ceja y ceja dando por concluido el acto.

Una pareja de asnos arrastró al pobre bicho ante la indiferencia general. La música tocó un pasodoble y el alcalde se volvió a secar el sudor. ¡Fin de la fiesta!

Mi padre gritó en sueños.  Yo soñé con cabras (murcianas) gigantescas y abiertas en canal.

Al día siguiente, todavía fiesta, todos los bares sirvieron estofado de toro.

Esto ocurría en Fortuna…¡Imagínense vds. en Malpartida de abajo!